Baila conmigo. Susan Elizabeth Phillips
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Sus zapatillas resbalaron en la maleza y se cayó por tercera vez, lo que la dejo aún más fría y mojada. Todo por un trabajo con salario mínimo en una cafetería que en realidad no era una cafetería, en un pueblo en medio de la nada. Le palpitaban las manos y notaba los dedos entumecidos. Cuando llegó a casa, estaba hecha un desastre, temblorosa y empapada.
Naturalmente, la estufa de propano estaba apagada, así que se envolvió en mantas hasta que dejó de temblar. ¿Por qué había pensado que vivir allí sería una buena idea?
«¡Es culpa tuya, Trav! Tú eras el que quería mudarse a Tennessee, no yo».
Estaba demasiado cansada para llorar y tenía demasiado frío para ponerse a bailar.
***
Algo la despertó en mitad de la noche. La tormenta aún azotaba la cabaña, pero se trataba de otro sonido, uno lo suficientemente fuerte como para oírse por encima de la lluvia y el aguanieve.
Una campana de iglesia. Se oía sin cesar. Profundos y ruidosos dongs. Se dio la vuelta intentando orientarse en la fea habitación de paredes empapeladas con estampado de flores, que se despegaba en las juntas, en lugar de en la alegre habitación amarilla que ella y Trav habían pintado juntos.
Cerró los ojos. La campana siguió sonando. Fuerte. Persistente.
Se acurrucó más profundamente entre las mantas. La iglesia que estaba en lo alto de la montaña llevaba en ruinas desde hacía mucho tiempo. Debía de ser la campana de la escuela. Y eso que Ian North le había montado un buen escándalo por poner la música alta. Era la una de la mañana, y él debía de pensar que era perfectamente aceptable…
Abrió los ojos de golpe. Con un gemido, se levantó de la cama y agarró la ropa seca que tenía más mano. Minutos después, salió por la puerta.
***
La luz que brillaba a través de los ventanales indicaba que el generador de la escuela estaba en funcionamiento.
—¡Bianca! ¿Dónde estás? —Tess entró sin llamar y se quitó el impermeable.
—Aquí atrás. ¡Deprisa! —respondió North desde el dormitorio de abajo.
«Que sea una falsa alarma».
Bianca solo estaba de treinta y cuatro semanas. Tess había asistido a partos de bebés prematuros antes, pero con acceso a monitores fetales y a una unidad de cuidados intensivos neonatales. Allí, en la montaña, no tenía equipo: ni estetoscopio ni instrumental ni jeringas ni kits de sutura. Y, por encima de todo, no tenía corazón para ello. Y, sin embargo, ahí estaba.
Se obligó a bajar las escaleras que iban a la habitación del piso inferior y cruzó el umbral.
La habitación estaba decorada con una amalgama de suaves tonos grises en las paredes, lámparas mates de níquel y vaporosas cortinas blancas. Bianca yacía al descubierto en una cama tipo futón; el camisón, de color plateado, se enredaba alrededor de su cuerpo, y su cara se retorcía de pánico.
—¡Tess! ¡Es demasiado pronto! He roto aguas y tengo contracciones. Se suponía que eso no tenía que pasar aún.
A Tess le dio un vuelco el corazón. No parecía una falsa alarma, y en Tempest no había médico. Incluso si se plantearan llegar al hospital más cercano en medio de la tormenta, estaba a ochenta kilómetros.
—Los bebés son enanos tontitos. Tienen voluntad propia. —Buscó en el bolsillo de sus vaqueros una goma para sujetarse el pelo.
Su irreverencia hizo que Bianca esbozara una sonrisa. Tess se recogió la melena y fue hacia la cama.
—Tengo miedo. —Bianca le agarró la mano con un fuerte apretón.
—Todo irá bien —dijo Tess sin creérselo—. He traído al mundo más bebés de los que soy capaz de recordar, y aquí estamos. ¿Cada cuánto tiempo son las contracciones?
—Cada seis minutos —dijo North por detrás de ella.
—Voy a ir a lavarme. —Se soltó suavemente de las manos de Bianca.
—¡Deprisa! —Bianca cerró los puños.
North la llevó al baño contiguo, pero, en lugar de dejarla allí, la siguió dentro. Mientras ella estaba de pie en el lavabo, el espejo reflejaba su dura mandíbula y su pelo demasiado largo.
—Bianca me ha dicho que eras comadrona. ¿Es verdad? —Su intensidad hizo que la pequeña habitación se volviera claustrofóbica.
—Así es. —Se subió las mangas por encima de los codos y abrió el grifo.
—Y ¿qué significa eso exactamente? ¿Alguna vez has asistido a un parto por tu cuenta?
¿Qué haría si ella le dijera que no? Cogió el jabón y empezó a lavarse las manos. No le importaba lo famoso y rico que fuera, no le importaba el talento que tuviera; no le caía bien. No le gustaba la tensión que detectaba entre su esposa y él. Y tampoco le gustaba ver a Bianca aferrarse a él en un momento dado y atacarlo en el siguiente.
—Soy enfermera y comadrona titulada. He asistido antes en partos prematuros.
«Pero no sin refuerzos».
Miró su reflejo en el espejo y notó que Ian tenía los hombros hundidos; ya no parecía tan agresivo.
—Los móviles no tienen cobertura —dijo—. Pensé que tal vez podría recogernos un helicóptero. Íbamos a trasladarnos a Knoxville dentro de un par de días. Tendría que haber habido tiempo de sobra.
—Al bebé no le deben de haber llegado las instrucciones.
Él hizo una mueca de dolor y Tess se arrepintió de su respuesta. Había tratado con muchos padres difíciles, y sabía qué era lo mejor.
—Necesito que consigas algunas cosas. —Hizo una lista: toallas limpias, desinfectante de manos, tijeras esterilizadas, hilo, cualquier gasa que pudiera encontrar, una gran jarra de agua helada—. ¿Tienes mantas para el recién nacido? ¿Algo para el bebé?
—No. Bianca iba a hacer que le enviaran todo desde Manhattan.
—Corta unas cuantas tiras del tejido más suave y limpio que encuentres. Necesitaré dos o tres.
No le pidió que repitiera la lista y se puso en marcha.
—Va a tardar un poco. ¿Te gustaría dar un paseo por ahí? —Tess apoyó a Bianca en las almohadas y le tocó el abdomen mientras cronometraba las contracciones.
—¿Puedo? —Bianca levantó la vista de la cama, sus ojos azules tan grandes e inquisitivos como los de un niño.
—Claro. Andar te irá bien. Puedes ducharte o ponerte en posición fetal. Lo que te parezca mejor. No hay ninguna regla.
Lo que le apetecía resultó ser un baño.
Ian reapareció mientras Tess ayudaba