Baila conmigo. Susan Elizabeth Phillips
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—¿Lo dices en serio? —preguntó él, rascándose el torso.
—Fumar aumenta el riesgo de padecer enfermedades coronarias, cáncer de pulmón, accidentes cerebrovasculares… También provoca mal aliento.
—Véndeme los cigarrillos, joder.
—Es que… no puedo.
—¿Qué?
—Soy una especie de… objetora de conciencia.
—¿Una qué?
—Mi conciencia se opone a vender algo que sé que es tóxico para el cuerpo humano.
—¿Lo dices en serio?
«Excelente pregunta».
—Supongo…
—¡Voy a quejarme a Phish!
—Lo entiendo. —No era que esta nueva ocupación fuera la profesión de su vida, y si la despedían tampoco pasaba nada.
Él se quedó justo al lado del mostrador mientras llamaba, mirándola con desprecio.
—Phish, soy Artie. La nueva no me vende una cajetilla de Marlboro… Mmm… Mmm. Mmm… Vale. —Le alargó el móvil—. Phish quiere hablar contigo.
—Hola. —El teléfono apestaba a tabaco. Lo mantuvo ligeramente alejado de la cara.
—¡Qué cojones te pasa, Tess! —exclamó Phish—. Artie dice que no le quieres vender tabaco.
—Va… en contra de mis principios.
—Es parte de tu trabajo, coño.
—Y lo entiendo. Pero no puedo hacerlo.
—Es tu trabajo —repitió él.
—Sí, lo sé. Tendría que haberlo pensado antes, pero no ha sido así.
—Bueno, vale. Pásame a Artie otra vez. —El gruñido retumbó a través de aquel teléfono apestoso.
Aturdida, le devolvió el teléfono. Artie se lo arrebató.
—Sí… Sí… ¿Me estás tomando el pelo, Phish? Te voy a mandar al infierno. —Se metió el teléfono en el bolsillo y la miró fijamente—. Eres tan arpía como mi novia.
—Debe de estar preocupada por ti. —Estudió su camiseta. La frase estampada en el pecho decía: «Compraré bebidas para mi…» seguida de la foto de una conejita. Le llevó unos momentos entenderla—. ¿Qué piensa ella de tu camiseta?
—¿No te gusta?
—No mucho.
—Eso demuestra que no entiendes nada. Fue mi novia la que me la regaló.
—Supongo que nadie es perfecto.
—Ella lo es. Y no pienso volver aquí cuando estés trabajando tú.
—Lo entiendo.
—Estás loca, ¿sabes? —Y salió a grandes zancadas por la puerta.
Había ganado, era una victoria, y pensó en lo mucho que le hubiera gustado a Trav esa historia. Pero no había ningún Trav esperándola. Ningún Trav que echara la cabeza hacia atrás y se riera a carcajadas con ella. Estaba en un lugar nuevo, con una casa nueva, una montaña nueva y un trabajo nuevo, pero nada de eso importaba. Había perdido al amor de su vida y nunca lo superaría.
Cuando llegó la sobrina de Phish, Savannah, se cabreó inmediatamente con ella. Era una chica beligerante, de diecinueve años, con el pelo color remolacha, gafas en forma de ojo de gato, dilatadores en las orejas y un montón de tatuajes. Además, estaba embarazada, aunque Tess no tuvo la oportunidad de preguntarle de cuánto porque Savannah insistió inmediatamente en que limpiara el baño.
—Phish lo limpió hace un par de horas —dijo Tess, sin añadir que Savannah había llegado tarde, y que su turno había terminado hacía más de media hora.
—Pues límpialo de nuevo. Cuando él no está aquí, mando yo.
A diferencia de la de los cigarrillos, esa no era una pelea que valiera la pena, al menos no en su primer día. Buscó los artículos de limpieza, revisó el baño y se fue por la puerta trasera antes de que su desagradable compañera de trabajo pudiera impedírselo.
***
Cuando estuvo de vuelta en la cabaña, se quitó la sudadera, se puso unos auriculares y salió a bailar. Bailó de puntillas, bajo las primeras gotas de lluvia, en el frío de la noche. Bailó y bailó. Pero no importaba lo rápido que se moviera, lo alto que levantara los pies: bailando no podía llegar a donde quería.
***
La espadaña de la escuela todavía conservaba una campana de hierro, pero los tres escalones que llevaban a las brillantes puertas dobles de color negro eran nuevos. Recordó la advertencia que Ian North le había hecho el día anterior, pero llamó al timbre de todos modos. La puerta se abrió casi de inmediato y vio a una radiante Bianca al otro lado, con una sola trenza rubia cayéndole por encima del hombro, como Elsa en Frozen.
—¡Sabía que vendrías! —La cogió por la muñeca y la arrastró al pasillo donde, hacía tiempo, los alumnos se despojaban de sus abrigos y se quitaban las botas llenas de barro. Bianca iba descalza con un vestido de verano de gasa que le acariciaba el abdomen—. Prepárate para ver todo esto. —Arrojó la chaqueta de Tess a uno de los viejos ganchos de latón y la guio al salón—. Ian se la compró a unos amigos míos, Ben y Mark. Los dos son decoradores y ellos la rehabilitaron. Planeaban usarla como estudio y casa de vacaciones, pero se aburrieron después del primer año.
El débil sol de la mañana entraba por las grandes ventanas de la escuela. Los techos eran altos, tal vez de unos cinco metros; las paredes lucían un color blanco tiza en la parte inferior y pintura de color azul aciano en la parte superior. Del techo colgaban unos globos de vidrio blanco y se habían conservado los suelos originales, con sus cicatrices y desperfectos, que habían sido restaurados con un brillante barniz oscuro.
El mobiliario de aquel enorme espacio vital era bajo y cómodo. Sofás tapizados en lona blanca, una larga mesa de comedor de madera de estilo industrial con patas metálicas, y otra de café del mismo estilo, pero con ruedas. Junto al ventanal, las estanterías exhibían rocas, huesos de animales, algunas raíces de árboles retorcidos y una generosa colección de libros de lujosa encuadernación. Un globo terráqueo que había pertenecido a la escuela adornaba la tapa de un viejo piano de pie. Un reloj de péndulo estilo Seth Thomas estaba cerca de una vieja estufa, y la cuerda de la campana colgaba de la abertura rectangular que había en el techo.
Bianca señaló la escalera de madera con peldaños al aire y barandillas hechas con pedazos de hierro pintados de gris.
—El estudio de Ian está arriba, pero no podemos entrar. Aunque no es que esté trabajando en algo, está bloqueado. El dormitorio principal está también en el primer piso. Hay