Baila conmigo. Susan Elizabeth Phillips
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—Vi la exposición del MoMA. —Había ido con Trav a Manhattan no mucho antes de que él enfermara. En aquel momento le habían encantado las imágenes explosivas que había visto en las paredes del museo, pero ahora que había conocido al artista, ya no la atraían tanto.
—Soy su musa. —Bianca se tocó la clavícula—. Lo vuelvo loco, pero me necesita. Cuando rompimos hace dos años, estuvo bloqueado durante casi tres meses. No podía pintar nada. —Sonrió, sin molestarse en ocultar su satisfacción.
Tess no estaba segura de que una criatura etérea como Bianca pudiera inspirar un trabajo tan mítico. En la exposición que había visto, las criaturas parecidas a los videojuegos de los primeros trabajos de North se habían transformado en seres grotescos y mitológicos que colocaba en un entorno cotidiano: la mesa de desayuno familiar, una barbacoa en el patio trasero, un box de oficina. La caligrafía de sus pinturas se había vuelto también más intrincada, hasta que, finalmente, las letras se imbricaron en el diseño abstracto.
La sonrisa de Bianca se volvió soñadora mientras posaba las manos sobre su vientre.
—Ya voy a un médico de Knoxville y nos mudaremos a un hotel cerca del hospital un par de semanas antes de la fecha del parto. Estoy deseando que llegue el momento.
No daba la sensación de que no pudiera esperar. Daba la sensación de que estaba disfrutando de cada instante de su embarazo. Tess sintió un ramalazo de dolor.
«Deberías haberme dejado un bebé, Trav. Era lo menos que podías haber hecho».
—Hacía mucho tiempo que yo quería tener hijos, pero Ian… —Plantó ambas manos en la mesa y se levantó de la silla—. Será mejor que vuelva antes de que venga a buscarme. Es demasiado protector. —Cruzó la estancia para recuperar su vestido y las sandalias—. Ser modelo me ha convertido en una nudista convencida. Espero no haberte asustado. —Intentó ponerse las sandalias—. No debería habérmelas quitado. Ahora ya no voy a poder ponérmelas de nuevo.
La hinchazón en los pies no parecía alarmante, pero debía de resultarle incómoda.
—Intenta beber más agua —dijo Tess—. Sé que parece una contradicción, pero ayudará a que tu cuerpo retenga menos líquido. Y mantén los pies en alto tan a menudo como puedas.
—Parece que tienes experiencia. ¿Cuántos hijos tienes?
—No tengo hijos. Trabajaba como comadrona. —Solo era una parte de la verdad. Era una comadrona titulada a la que le habían robado la alegría de ayudar a dar a luz a bebés, junto con todo lo demás.
—¡Eso es maravilloso! —exclamó Bianca—. He oído lo difícil que es conseguir una buena atención médica aquí, en el quinto pino.
—Me estoy… tomando un período sabático. —Si era cuidadosa con el dinero que había recibido por la venta de su piso, lograría mantenerse durante unos meses más antes de tener que montar una consulta y volver a trabajar.
—Ven a casa mañana —dijo Bianca—. Ian estará fuera haciendo senderismo o encerrado en su estudio; está en plena crisis artística, y así podré enseñarte la casa. Estoy deseando disfrutar de una compañía que no me gruña.
Y Tess sentía la necesidad de estar con alguien que no supiera de la muerte de Trav, que no la viera como la mujer rota que era.
Cuando Bianca se fue, Tess llevó las tazas al fregadero vintage, con su anticuado tablero de drenaje incorporado. El acabado de porcelana astillada y las manchas de óxido se negaban a rendirse al fregado. Mientras se secaba las manos, vio que tenía las cutículas hechas polvo y las uñas rotas. A diferencia de Bianca, ella nunca sería la musa de nadie, a menos que el artista tuviera pasión por las morenas desaliñadas de ojos rasgados, con el pelo salvajemente rizado y diez kilos de más.
Trav decía que sus ojos oscuros, entre azulados y morados, su tez aceitunada y su pelo casi negro le daban un aspecto terrenal y exótico, como si fuera una actriz de una de esas películas italianas de los años sesenta que tanto le gustaban. Ella le había recordado más de una vez que su pelo, casi negro, provenía de algún antepasado griego que nunca se había paseado por las calles de Nápoles con un vestido de algodón ajustado, como Sophia Loren cuando la perseguía Marcello Mastroianni, pero eso no lo había disuadido de burlarse de ella con palabras italianas inventadas.
De hecho, Tess acostumbraba a ser una persona divertida. Era capaz de hacer reír hasta a la parturienta más nerviosa. Sin embargo, en ese momento no podía recordar la sensación de reírse.
Se acercó al gran ventanal tratando de decidir cómo ocupar el resto del día. Un camino de grava serpenteaba a un lado de Runaway Mountain desde el pueblo, pasando por la cabaña, por la escuela, y terminando en lo que quedaba de una vieja iglesia pentecostal. A su lado, sobre una mesa desvencijada, había una copia de bolsillo de Sobre la muerte y los moribundos, de Elisabeth Kübler-Ross. Mientras Tess la miraba, una furia ardiente la invadió. Cogió el libro y lo lanzó al otro lado de la habitación.
«¡A la mierda, Liz, tú y tus cinco etapas de dolor! ¿Qué tal ciento cinco etapas? ¿Mil cinco?».
Pero claro, Elisabeth Kübler-Ross no había conocido nunca a Travis Hartsong, de pelo castaño y ojos risueños, de manos preciosas y optimismo inagotable. Elisabeth Kübler-Ross nunca había comido pizza en la cama con él ni él la había perseguido por toda la casa con una máscara de Chewbacca. Y, por eso, Tess vivía en ese instante en una cabaña desvencijada, en una montaña con el nombre más apropiado posible, en medio de la nada. Pero en lugar de estar dispuesta a apretar el botón de reiniciar de su vida, solo sentía ira, desesperación y vergüenza por su debilidad. Habían pasado casi dos años. Otras personas ya se habrían recuperado de la tragedia. ¿Por qué ella era incapaz?
***
Ian Hamilton North IV estaba teniendo un mal día. Un día particularmente malo en una larga serie de días malos. De semanas malas. ¿A quién cojones pretendía engañar? Nada iba bien desde hacía meses.
Había comprado la casa en Tempest, Tennessee, para aislarse. La calle principal estaba situada en una traicionera avenida de dos carriles donde había una gasolinera, un bar llamado El Gallo, un restaurante de barbacoa, una tienda Dollar General y un edificio de ladrillo rojo que albergaba el ayuntamiento, la comisaría de policía y la oficina de correos. En el pueblo había tres iglesias, un establecimiento de aspecto sospechoso que llamaban cafetería y más iglesias escondidas en las colinas. Y, al final de la avenida, un edificio de una sola planta llamado Centro Recreativo Brad Winchester.
Ian ya se había enterado de que el senador estatal, Brad Winchester, era el ciudadano más rico y poderoso de la ciudad. En otros tiempos, Ian habría dejado su impronta en ese edificio a la primera oportunidad que le hubiese surgido: IHN4. Lo habría marcado con pintura amarilla de Krylon en espray, con una gárgola entrando y saliendo de las letras. Probablemente lo habrían arrestado por ello. Ese pueblo tenía el gusto un poco limitado en lo que a arte callejero se refería; era lo que sucedía en los núcleos pequeños. Todos querían sus murales, pero odiaban su firma, sin entender que no se podía tener una cosa sin la otra. Pero la línea que dividía el vandalismo y la genialidad estaba abierta a la interpretación, y hacía tiempo que él había