Baila conmigo. Susan Elizabeth Phillips
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—No se me da bien reparar nada.
Tampoco era una de las habilidades de Trav. Él era el que sostenía la linterna mientras ella se arrastraba por debajo del fregadero para arreglar una tubería que goteaba.
—¿Alguna vez te he dicho lo sexy que me pareces con una llave inglesa en la mano? —le había dicho.
—Repítelo.
Tess se frotó el dedo en el que una vez llevó su alianza. Quitárselo le había arrancado el corazón, pero si hubiera seguido luciéndolo, habría tenido que soportar demasiadas preguntas. Y lo que era peor, habría tenido que escuchar las historias sobre las pérdidas de otras personas: «Sé cómo te sientes. Perdí a mi abuela el año pasado», «… a mi tío», «… a mi gato».
«¡No, no sabéis cómo me siento!», había querido gritar Tess a todos sus bienintencionados amigos y compañeros de trabajo. «¡Solo sabéis cómo os sentís vosotros!».
Dejó de frotarse el dedo.
—Lo mejor que puedo decir es que el lugar está limpio.
Había fregado la cocina de arriba abajo, había frotado los fogones con el estropajo de acero y el fregadero con polvo de fregar. Había pulido los viejos suelos de pino, arrastrado la alfombra turca raída al exterior para sacudirla y quitarle hasta la última mota de polvo, y había sufrido un ataque de estornudos cuando hizo lo mismo con los cojines del sofá, estampados con monumentales e inapropiadas escenas de la caza inglesa del zorro. Su única compra significativa había sido un colchón para la cama de matrimonio que presidía el dormitorio.
Bianca miró por encima del hombro y arrugó su pequeña y perfecta nariz.
—¿Tienes que usar un retrete exterior?
—Dios fue misericordioso conmigo. Hay un cuarto de baño en el piso de arriba. —Se subió la cremallera de la sudadera de Trav. La había usado durante meses después de su muerte, hasta que estuvo tan sucia que había tenido que lavarla. Ahora ya no apreciaba en la prenda el olor familiar de él, la combinación de piel caliente, jabón y desodorante Right Guard.
«¡Hostia puta, Trav! ¿Cuántas personas de treinta y cinco años mueren de neumonía neumocócica hoy en día?».
Se sacó la larga y enredada melena por el cuello de la sudadera.
—Compré la cabaña sin verla. El precio era atractivo, pero las fotos resultaron engañosas.
Bianca se tambaleó hacia la mesa de la cocina.
—Quedaría muy bonita con una mano de pintura y muebles nuevos.
La Tess de antes habría aceptado el desafío, pero la nueva Tess no. No solo no podía permitirse muebles nuevos, sino que tampoco le importaba lo suficiente como para comprarlos.
—Algún día.
Mientras Tess preparaba el café, Bianca habló sobre la biografía de una de las amantes de Picasso que acababa de leer y sobre cuánto echaba de menos la comida tailandesa. Así fue como Tess se enteró de que Bianca y su marido vivían en Manhattan, donde ella trabajaba como escaparatista y diseñadora en la industria de la moda.
—Diseño escaparates y tiendas pop-up —explicó—. Es más divertido que cuando era modelo, aunque no tan lucrativo.
—¿Has sido modelo? —Tess se giró desde los fogones para mirarla, y entonces lo comprendió.—. Por eso me resultas tan familiar. ¡Bianca Jensen! Todas queríamos ser tú. —No había relacionado el nombre de Bianca con sus días de universidad. En ese tiempo, aquel rostro de hada había sido portada de todas las revistas de moda.
—Tuve una buena carrera —afirmó Bianca con modestia.
—Más que buena. Estabas en todas partes. —Mientras Tess servía dos tazas de café y las llevaba a la mesa, recordó lo imperfecta que la habían hecho sentir todas esas portadas de revistas al tener ella pechos grandes, un pelo indomable y la tez aceitunada.
—Qué rico… Por la forma en la que actúa Ian, cualquiera diría que es heroína. —Bianca tomó un sorbo de su taza y soltó un largo y delicioso suspiro.
Como matrona, esa no era la primera vez que Tess se sentaba a la mesa de la cocina frente a una mujer casi desnuda, pero, a diferencia de Bianca, esas mujeres estaban de parto. Bianca enroscó la mano libre alrededor del vientre de una forma protectora y orgullosa, típica de las mujeres embarazadas.
—¿Cuánto tiempo llevas viviendo en Tempest?
—Exactamente veinticuatro días. —Ser demasiado evasiva hacía que la gente sintiera curiosidad, y era mejor ofrecer un poco de información para que no pareciera que tenía algo que ocultar porque, cuando la gente supiera que era viuda, todo cambiaría. Apoyó los talones en el reposapiés de la silla—. Me cansé de vivir en Milwaukee.
—Pero ¿por qué elegiste venir aquí?
Porque había visto el nombre de Runaway Mountain en un mapa.
—Soy un culo inquieto.
No era cierto. Trav era el inquieto. En los once años que habían estado casados, habían vivido en California, Colorado y Arizona antes de volver a Milwaukee, donde ambos habían crecido. Él estaba dispuesto a mudarse de nuevo cuando murió.
Tess pasó el pulgar por el asa de la taza.
—¿Y tú? ¿Cómo has acabado en estas montañas?
—No ha sido por elección propia. No debe de haber más de ochocientas personas viviendo en este lugar olvidado de Dios.
Novecientas sesenta y ocho, según el cartel de la autopista.
—Todo es culpa de Ian —continuó Bianca—. Decía que la ciudad lo irritaba; demasiada gente, marchantes, prensa, aspirantes a artistas… Por eso decidió que nos mudáramos aquí.
—¿Marchantes? ¿Prensa?
—El hombre que te estaba gritando es Ian Hamilton North IV. El artista.
Aunque a Tess no le encantaran los museos, habría reconocido el nombre. Ian Hamilton North IV era uno de los artistas callejeros más famosos del mundo, después del misterioso Banksy. También era, según creía recordar, la oveja negra de la dinastía financiera de los North, algo así como la sangre azul de los negocios del país. Si bien no sabía mucho sobre artistas callejeros —o grafiteros de mierda, como los llamaba Trav—, ella siempre se había sentido fascinada por el trabajo de North.
—Dame un espray de pintura y yo mismo lo haré —le había asegurado Trav. Pero los críticos no compartían la opinión de su marido.
Recordó lo que había leído sobre North. Su fama había crecido desde que dejó de ser aquel niño que firmaba las calles de Manhattan, cuando sus grafitis decoraban las paradas de autobús y todo tipo de mobiliario urbano. A partir de entonces, había empezado a producir piezas más grandes, que aparecieron en las medianeras de edificios de todo el mundo; ilegales al principio y, al final, murales hechos