Baila conmigo. Susan Elizabeth Phillips

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Baila conmigo - Susan Elizabeth  Phillips

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embargo, si no salía pronto de allí, acabarían descubriéndolo. Añadió grietas negras en las letras, como si se estuvieran resquebrajando. Ojalá tuviera un pincel y tiempo para hacerlo bien, pero no disponía de ninguna de las dos cosas.

      Por fin, lo único que le faltó fue hacer la puta foto.

      Desde hacía un tiempo, la autoridad metropolitana del transporte de Nueva York había puesto en marcha una nueva política: cualquier vagón con pintadas quedaba fuera de servicio hasta que limpiaran el grafiti. Así que la única manera que tenía un artista para demostrar que había dejado su marca era con una foto. Si no lograbas hacerla, la hazaña no existía.

      Buscó a tientas en la mochila y sacó la Olympus Stylus que el ama de llaves le había regalado por su cumpleaños. Se alejó del vagón y enfocó, tratando de encuadrar la mayor parte posible de su obra. El flash quizá lo delataba, pero tenía que arriesgarse. Sin la foto, no podría presumir de su logro.

      —¡Alto ahí!

      Presionó el obturador. El flash se disparó al mismo tiempo que el guardia lo agarraba por el brazo, echando a perder la imagen.

      ***

      Su padre fue a buscarlo a comisaría. Su viejo era un pez gordo de la ciudad, de esos capaces de decirle a la poli: «Vamos a hablarlo en privado». Pero, cuando hubieron salido de la comisaría y atravesado el desvencijado aparcamiento, le dio tal bofetada que lo envió contra el lateral de su nuevo Porsche 911.

      —¡Serás gilipollas! —Llevó el brazo hacia atrás una vez más y le propinó otro violento golpe en el lado derecho de la cabeza, y un puñetazo en el izquierdo.

      Ya dentro del coche, los diamantes que su madre lucía en los lóbulos de las orejas brillaron cuando ella giró la cabeza para mirar hacia otro lado.

      Su padre lo empujó para que entrara en el diminuto asiento trasero. Sin embargo, mientras Ian se limpiaba la sangre de la nariz con la manga de la sudadera, lo único que pensaba era que no había conseguido hacer la foto. Ya estaba acostumbrado a la violencia de su padre. La asumiría, como siempre había hecho. Pero la foto...

      La foto lo habría convertido en un dios.

      1

      Tess bailaba bajo la lluvia. Solo llevaba puestas las bragas y una vieja camiseta de tirantes, y en los pies un triste par de bailarinas que un día fueron plateadas. Pisoteaba las resbaladizas losas cubiertas de musgo bajo el nogal que había protegido la cabaña de la montaña durante años. Bailaba hip-hop. El día anterior había sido reggae; el anterior, quizá grunge… o no. Siempre bailaba con la música muy alta, con un volumen suficiente como para convertir el sonido en cómplice de su ira, para que la ayudara a neutralizar el dolor que nunca nunca desaparecía. Aquello no hubiera sido posible en Milwaukee, pero allí, en Runaway Mountain, donde sus vecinos más próximos eran los ciervos y los mapaches, podía poner la música tan elevada como quisiera.

      El viento frío y húmedo del mes de febrero del este de Tennessee llenaba el ambiente de olor a hojas en descomposición y de tristeza. No era el clima adecuado para estar al aire libre en camiseta de tirantes y bragas, pero acabar calada por la lluvia y pasar frío era algo a lo que Tess sí que podía poner remedio, a diferencia de la muerte de su marido.

      Una losa rota se apoderó de la puntera de una de sus bailarinas y la hizo volar hacia la maleza. Se quedó con solo una de las zapatillas puesta, sintiendo un torrente de emociones en los pies. Una piedra afilada se le clavó en el talón, pero si se detenía, su ira la haría arder. Se obligó a seguir moviendo las caderas y sacudió la cabeza para que el pelo mojado y enmarañado flotara a su alrededor. Cada vez más rápido.

      «No te detengas. No te detengas nunca. Porque si te detienes…».

      —¿Estás sorda o qué?

      Se quedó quieta cuando un hombre cruzó el viejo puente de madera que atravesaba el arroyo Poorhouse. Se trataba de un montañero, con el pelo oscuro y revuelto, nariz pronunciada y mandíbula fuerte. Un hombre grande como un oso, alto como un sicomoro americano e indiferente a la lluvia. Iba vestido con una camisa de franela a cuadros rojos y negros, tenía las botas salpicadas de pintura y llevaba unos vaqueros diseñados para el trabajo duro. Había leído sobre los montaraces, ermitaños que se refugiaban en los bosques salvajes con una jauría de perros y un arsenal de rifles militares. Hombres que no disfrutaban del contacto humano durante meses, durante años, y que llegaban a olvidar sus orígenes.

      Se quedó petrificada, con las viejas bragas y la mojada camiseta blanca de algodón cubriéndole los pechos. Sin sujetador, furiosa, medio salvaje y muy sola.

      Él corrió hacia ella ignorando la lluvia, y el tambaleante puente de madera se balanceó bajo cada uno de sus pasos.

      —¡Ayer por la tarde…, y ayer por la noche…, y a las dos de la mañana…! ¡He aguantado demasiado, pero ya no lo soporto más!

      Ella lo analizó en busca de una primera impresión; el pelo rebelde con ondas desafiantes y demasiado largo se rizaba, mojado, a la altura de la nuca; la ropa de trabajo arrugada y las botas de cuero agrietadas, salpicadas de pintura de una docena de colores diferentes; su barba no era lo suficientemente larga como para pertenecer a un ermitaño loco, pero aun así debía de estar chalado.

      —¡Deja de gritarme!

      —¿De qué otra forma me vas a oír? —Él recogió el altavoz bluetooth de debajo de los restos astillados de una mesa de pícnic—. ¡Baja el volumen, joder! —Apretó el interruptor de apagado con un dedo largo de una mano enorme y detuvo la música—. ¿Y qué tal un poco de cortesía y educación?

      —¿Cortesía? —le respondió ella con ironía, cabreada por las injusticias de la vida—. ¿Llamas cortesía a irrumpir como un salvaje?

      —Si tuvieras algún respeto por todo esto… —Hizo un gesto hacia los árboles y el arroyo Poorhouse; las duras líneas de su rostro eran tan toscas que podrían haber sido talladas con una motosierra—. ¡Si tuvieras algún respeto, no habría tenido que irrumpir!

      Y entonces ella lo notó. Percibió el momento exacto en que él se percató de su vestimenta o, mejor dicho, de su semidesnudez. Sus ojos, del color de la pizarra, la estudiaron de forma despectiva. Pero ¿por qué ese desprecio? ¿Por el pelo mojado y enredado? ¿Por su cuerpo, más voluminoso de lo que debería por tratar de ahogar sus penas con comida? ¿Por las piernas desnudas? ¿Por la ropa interior andrajosa? ¿O tal vez solo por la audacia de ocupar un lugar en lo que él creía su universo?

      ¿A quién quería engañar? Con los pechos marcados contra la camiseta mojada, debía de parecer el trillado estereotipo de una universitaria borracha que pasa las vacaciones de Pascua en Cancún.

      —¡Lo único que tenías que hacer era pedirlo con educación! —La cabeza le daba vueltas por lo furiosa que estaba.

      —Sí, estoy seguro

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