Baila conmigo. Susan Elizabeth Phillips
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Nadie la había reprendido desde que su marido había muerto. Por el contrario, todos habían actuado como si estuvieran todavía de pie en el tanatorio, frente a aquellas butacas tapizadas y envueltos en el nauseabundo olor a lirios stargazer. Tener un objetivo contra el que canalizar su ira le pareció irresistible hasta decir basta.
—¿Eres así de borde con todo el mundo? —indagó—. Porque si lo eres…
Justo entonces, un duende de los bosques cruzó levitando el estrecho puente del arroyo, saltando sin esfuerzo de un tablón a otro para sortear los que faltaban, con pasos tan ligeros que la estructura apenas se movió.
—¡Ian! —El largo pelo rubio de la criatura flotaba a su espalda bajo un gran paraguas rojo. Un vestido de gasa hasta el tobillo, más adecuado para julio que para principios de febrero, se arremolinaba alrededor de las pantorrillas de la joven. Era una chica alta y flexible, salvo por lo avanzado de su embarazo—. ¡Ian, deja de gritarle! —ordenó la etérea criatura—. Te he oído desde la escuela.
Así que de allí era de donde venía, de la vieja escuela de madera blanca que habían rehabilitado en lo alto del cerro, más arriba de la cabaña. En enero, cuando Tess se mudó, había subido por el sendero para ver lo que había. Cuando miró por las ventanas, había comprobado que la habían transformado en una vivienda, pero no parecía estar habitada. Hasta ese momento.
—No le hagas ni caso —dijo el duende. Era como un hada de cuento de Disney, con los ojos azules; le calculó unos treinta años, como ella. Pero ya estaba bien de cuentos… La miró mientras atravesaba la maleza que bordeaba la cabaña sin prestar atención a la hierba húmeda que le rozaba las pantorrillas—. Siempre se pone así cuando tiene problemas con un cuadro.
Un cuadro. No con la pintura en general. El hombre debía de ser un artista y no un montaraz. Un artista muy temperamental.
El hada se rio, una risa que no llegó a verse reflejada en esos ojos azules de cuento. Algo en ella le resultaba familiar, aunque Tess tenía la certeza de que no la conocía.
—Ladra más que muerde —continuó el hada—. Aunque también es cierto que muerde. —Extendió una delgada y cálida mano desde debajo del paraguas rojo—. Soy Bianca.
—Tess Hartsong.
—Tienes las manos congeladas —comentó la mujer—. Qué gusto, yo estoy pasando mucho calor.
El ojo de comadrona profesional de Tess se hizo cargo de su estado. A Bianca le faltaba el aliento, como a muchas mujeres cuando estaban en el tercer trimestre. Calculó que debía de llevar siete meses de embarazo. Tenía la barriga alta y firme. Su tez era pálida, aunque no lo suficiente como para ser preocupante.
—Ian, ya has hecho suficiente —dijo el duende—. Vete a casa.
Él sostenía el altavoz bluetooth de Tess como si tuviera la intención de llevárselo al marcharse; sin embargo, le regaló otro gruñido y lo dejó caer con fuerza en el banco de pícnic.
—No me hagas bajar aquí otra vez.
—¡Ian!
Ignorando al duende, el montañés cruzó el estrecho puente; sus pasos golpearon los húmedos tablones de madera con tanta ferocidad que Tess estuvo segura de que todo el arroyo Pookhouse saltaría por los aires.
—Tú, ni caso —dijo Bianca—. Es un imbécil.
Comparado con el atormentado hombre de montaña, el duende que había bajo el paraguas rojo era como un arcoíris cubierto de rocío. Tess cerró el candado de su caja de Pandora interna, el lugar donde guardaba sus emociones cuando necesitaba sobrevivir a cualquier día.
—Ha sido por mi culpa —confesó—. No sabía que viviera alguien ahí arriba.
—Nos mudamos hace tres días. No era lo que yo quería, pero mi marido piensa que el aire de la montaña es lo mejor para mí. Al menos, eso fue lo que dijo. —Bianca le entregó a Tess el paraguas y se quitó el vestido de gasa por la cabeza. Iba desnuda, salvo por un pequeño tanga color champán—. ¡Oh, Dios, llevo queriendo hacerlo toda la mañana! Es como si tuviera un horno a pleno funcionamiento dentro de mí.
La lluvia se había convertido en una ligera llovizna, y Bianca miraba hacia los árboles, que goteaban. Era delgada, de muslos finos y venas celestes que dibujaban sus pequeños pechos de porcelana. Cómoda con su desnudez, se estiró para ponerse de puntillas sobre las sandalias y dejó que el largo cabello le cayera por la espalda en una sedosa cascada.
—Este sitio es muy tranquilo, pero aburrido. —Bianca miró hacia la cabaña—. ¿Tienes café? Ian se enfada si miro siquiera una taza de café, y aún me quedan otros dos meses.
Tess había ido a las montañas de Tennessee para alejarse de la gente; sin embargo, la atraía la novedad de hablar con alguien que no la viera como una trágica viuda. Además, no tenía nada mejor que hacer que chapotear bajo la lluvia o mirar por la ventana.
—Claro. —Recogió la zapatilla de ballet que había perdido—. Eso sí, te aviso de antemano: la casa está hecha un desastre.
Bianca se encogió de hombros y cerró el paraguas.
—La gente organizada me acojona.
Tess esbozó una de esas sonrisas que fingía para convencer a todos de que estaba bien.
—Pues no te preocupes por eso.
En otros tiempos, había sido diferente. Había sido organizada. Creía en el orden, la lógica, la previsibilidad. En el pasado, pensaba que debía seguir las reglas, que si una cumplía con sus obligaciones…, se detenía en las señales de stop…, pagaba impuestos…, todo iría bien.
El exterior de la cabaña era sólido, pero feo. En el techo crecía musgo, y dos finos troncos de árbol, que se habían visto despojados de la corteza hacía mucho tiempo, sostenían el voladizo que había sobre la puerta trasera. Las ramas aún desnudas de un nogal americano, de un arce y de un nogal negro flotaban sobre la vieja casa y arañaban el techo como las uñas de unas brujas.
En la estancia principal se hallaban la cocina y el salón y una escalera de madera que conducía a los dos dormitorios. Las paredes eran literalmente de pino encalado, pero la cal se había amarilleado con el tiempo. Las polvorientas cortinas se habían rasgado cuando Tess intentó descolgarlas para lavarlas, así que se había visto obligada a reemplazarlas por unas blancas. Una gran ventana frontal ofrecía vistas del valle y del pequeño pueblo de Tempest, Tennessee, mientras que las ventanas traseras daban al arroyo Poorhouse.
Bianca lanzó el vestido de gasa sobre el sillón y usó el respaldo para apoyarse al tiempo que se quitaba las sandalias. Cuando se enderezó, echó un vistazo de trescientos sesenta grados desde la chimenea de piedra ennegrecida por el hollín, que ocupaba un extremo de la cabaña, hasta la cocina antigua que había en el otro.
El fregadero de hierro fundido era de la granja original, al igual que la estufa de gas de los años 50. Los armarios abiertos, ahora despojados del papel que los había forrado, contenían la escasa colección de platos y conservas que Tess se había llevado de Milwaukee.
—Este