Baila conmigo. Susan Elizabeth Phillips

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Baila conmigo - Susan Elizabeth  Phillips

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estaba mirando el cartel como si todo su desordenado mundo se hubiera reducido a lo que había dentro de esa cafetería de mala muerte?

      Porque estaba asustada. La soledad de Runaway Mountain, que ella había pensado que la curaría, no estaba funcionando. La idea de pasarse el día en la cama, comer dónuts y bailar bajo la lluvia se había vuelto demasiado tentadora. La semana anterior no se había duchado en cuatro días.

      La amarga oleada de autodesprecio que la recorrió al recordarlo la obligó a atravesar la puerta. Podía preguntar por el trabajo o comprar un dónut y marcharse, debía tomar una decisión.

      En el mostrador de la derecha había galletas y dónuts, pero no como en una cafetería de ciudad. Un congelador compacto mostraba ocho cubetas de helado. En las estanterías vio cigarrillos, barras de caramelo, pilas y otras rarezas que no solían encontrarse normalmente en una pastelería, en una heladería o en una cafetería. En un rincón había un par de estantes metálicos con libros de bolsillo, y sonaba de fondo una canción de rock, que reconoció vagamente pero cuyo título no recordaba.

      El siseo de una cafetera exprés flotó en el aire. Vio su reflejo en el espejo detrás del mostrador. Casi no reconoció su cara hinchada, las sombras púrpuras que lucía bajo los ojos, la espesa maraña de pelo que no había visto un cepillo desde… quizá el día anterior, quizá el anterior al anterior, y la sudadera granate de Trav de la Universidad de Wisconsin.

      El hombre que atendía la máquina de café pasó una bebida recién hecha por encima del mostrador a un anciano con un bastón. El viejo cojeó con el vaso hasta una mesa y el hombre de la cafetera centró su atención en ella. Por la espalda le colgaba una fina y gris cola de caballo. El hombre la miró con unos ojos pequeños y rodeados de arrugas.

      —¿Dónuts o pasteles?

      —¿Cómo sabes que quiero una de las dos cosas?

      Él colgó los pulgares en el cordón del delantal rojo.

      —Me gano la vida leyendo la mente de la gente. Tú eres nueva por aquí. Me llamo Phish. Con «Ph».

      —Soy Tess. Debes de ser su mayor fan.

      —¿Del grupo Phish? Joder, no. Soy un deadhead, un admirador de los Grateful Dead. El mejor grupo que jamás haya existido. Ahora mismo está sonado Ripple… Es la única canción suya que conoce la gente. —Hizo una mueca que reveló su opinión sobre la inexplicable ignorancia humana—. Soy Phish porque me apellido Phisher.

      —¿Y cómo te llamas?

      —Elwood. Y olvida que te lo he dicho. —Señaló con la cabeza la vitrina de tres estantes que había detrás del mostrador. A su lado, en una pequeña pizarra, estaba anotado el pastel del día—. Manzana holandesa —dijo—. Es mi especialidad.

      —Me gustan más los dónuts. —Aunque allí no había mucha variedad, solo glaseados o con azúcar espolvoreado; y no parecían de verdad, más bien eran una especie de pastel disfrazado de dónut. Hizo un gesto señalando la puerta—. Este lugar tiene un nombre extraño, La Chimenea Rota.

      —Deberías haberlo visto cuando lo compré. Arreglarlo me costó veinte mil dólares.

      —Me he dado cuenta de que no has arreglado la chimenea.

      —La chimenea está tapiada, así que no tenía mucho sentido. Es una buena manera de que la gente nos conozca.

      —He visto el anuncio en el escaparate. ¿Buscas ayuda? —Se raspó la costura lateral de los vaqueros con la uña.

      —¿Quieres el trabajo? Es tuyo.

      —¿Así de simple? Por lo que sabes de mí, quizá sea una delincuente fugitiva. —Parpadeó.

      —¡Oye, Orland! ¿Tess te parece una delincuente fugitiva? —Le gritó al viejo de la mesa.

      —Me parece taliana, así que nunca se sabe. Aunque tiene algo de carne en los huesos, me gusta. No me importaría mirarla cuando entre por la puerta. —El anciano dejó de prestar atención al periódico.

      —Pues ya ves… —La sonrisa de Phish reveló un conjunto de dientes torcidos—. Si le gustas a Orland, es suficiente para mí.

      —No soy italiana. —Ignoró lo de «algo de carne en los huesos».

      —Mientras estés dispuesta a trabajar por el salario mínimo y a hacer los turnos que nadie más quiere, además de soportar a mi sobrina y a mi cuñada, no me importa mucho lo que seas.

      —Solo he venido a por un par de dónuts.

      —Entonces, ¿por qué has preguntado por el trabajo?

      —Porque… —Se llevó los dedos al pelo y los enredó en él—. No lo sé. Olvídalo.

      —¿Sabes hacer un expreso?

      —No.

      —¿Tienes alguna experiencia con cajas registradoras?

      —No.

      —¿Tienes algo mejor que hacer ahora mismo?

      —¿Mejor que…?

      —Ponerte un delantal.

      —En realidad, no. —Y eso pensaba en realidad.

      —Entonces, vamos a ello.

      Durante las siguientes horas, Phish le mostró todos los trucos mientras atendía a los clientes. Ella le siguió la corriente, sin estar segura de cómo había llegado a esa situación, pero sin intención de hacer nada al respecto. Al poco tiempo, tuvo la impresión de que ya le habían presentado a la mitad del pueblo, incluyendo al «señor de la cerveza» del pueblo, algunos jubilados del norte, la jefa de la Alianza Local de Mujeres y dos miembros del consejo escolar. Todo el mundo sentía curiosidad por ella —justo lo que ella no quería—, pero era la curiosidad normal de la gente por conocer a alguien nuevo, y las respuestas evasivas que ya había dado a Bianca parecían satisfacerlos.

      A las cuatro en punto, atendió al primer cliente. Dos cucharadas de helado de mantequilla y nueces, y una copia del National Enquirer. A las cinco, mientras los Grateful Dead terminaban el coro final de Bertha, Phish se quitó el delantal y se dirigió a la puerta.

      —Savannah vendrá a las siete para hacerse cargo.

      —¡Espera! Yo no…

      —Si tienes preguntas, déjalas para mañana. O pídele a uno de los clientes que te ayude. No recibimos a muchos extraños por aquí.

      Y, sin más, se quedó sola. Se convirtió en camarera, heladera, pastelera, proveedora de dulces y vendedora de cigarrillos.

      Vendió dos porciones de tarta, una con helado; un paquete de pilas AA; una taza de chocolate caliente y algunos caramelos de menta para el aliento. E hizo su primer capuchino, solo para tener que rehacerlo porque no cumplía con las proporciones correctas. La cafetería estaba llena de clientes habituales cuando entró un hombre; llevaba una gorra de camionero que le cubría la cabeza y barba pelirroja de varios días. El tipo se tomó un tiempo para mirar atentamente la forma de sus pechos bajo el delantal.

      —Un

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