Baila conmigo. Susan Elizabeth Phillips
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Ian tenía la intención de minimizar todo lo posible el contacto con ellos, y solo había ido al pueblo con la esperanza de poder encontrar en la Dollar General los panecillos ingleses que se le habían antojado a Bianca. Habían desaparecido del pedido semanal, por el que pagaba una fortuna, y que le enviaban desde la tienda de comestibles más cercana y decente, a unos cuarenta kilómetros de distancia. Los panecillos ingleses tal vez fueran algo demasiado exótico para la Dollar General, pero él no estaba de humor para ir más lejos para conseguirlos.
Cuando llegó a su coche, se detuvo.
La bailarina endemoniada…
La vio por la ventana de lo que en ese pueblo consideraban una cafetería, La Chimenea Rota, un lugar donde también vendían helados, libros, cigarrillos y quién sabía qué más.
La bailarina era una mujer rara. A pesar de lo furiosa que le había parecido, había notado la completa ausencia de alegría en su baile. Sus feroces y bruscos movimientos habían sido tribales, más propios de un combate que de una danza. Pero estaba allí, quieta, suspendida en un rayo de sol, y así, sin más, quiso pintarla.
Ya la visualizaba en el lienzo. Sería una explosión de color con cada pincelada, con cada pulsación de la boquilla. Azul cobalto en ese feroz pelo gitano, con un toque de verde viridiana cerca de las sienes. Rojo cadmio rozando la piel oliva de los pómulos, un toque de amarillo cromo en su punto más prominente. Una raya de ocre ensombreciendo aquella nariz larga. Todo en una completa sinfonía de colores. Y sus ojos. Del color de las ciruelas maduras de agosto. ¿Cómo conseguir capturar la oscuridad en ellos?
¿Cómo iba a captar algo aquellos días? Se sentía atrapado. Encarcelado en su reputación, como si hubiera sido fosilizado en ámbar. Su padre no había sido capaz de «sacarle al artista de dentro», como solía decir, y ahora él se estaba abriendo camino por sí mismo. Los artistas callejeros, como Banksy, podían continuar con sus carreras hasta mediana edad, pero a él no le pasaba lo mismo. El arte callejero era el arte de la rebelión, y con su padre muerto y más dinero en su cuenta bancaria del que jamás gastaría, ¿contra qué coño iba a rebelarse? Podía cortar más plantillas, hacer más carteles, pintar más lienzos, pero todo resultaría falso. Porque lo sería.
Pero si no le quedaba rebeldía que plasmar, ¿entonces, qué?
Era una pregunta que no sabía responder, así que volvió a concentrarse en la bailarina. Llevaba unos vaqueros anodinos y una voluminosa sudadera granate, pero él tenía una excelente memoria visual. Y había visto su cuerpo mientras bailaba aquella primitiva danza; estaba demasiado delgada, pero con algunos kilos más estaría magnífica. Pensó en la exquisita Betsabé de Rembrandt relajada en su baño, en La maja desnuda de Goya, en la sensual Venus de Urbino de Tiziano. La bailarina tendría que comer para que él lograra igualar a esos pintores inmortales, y entonces querría pintarla. Era el primer impulso creativo que había experimentado desde hacía meses.
Se quitó la idea de la cabeza. Lo que tenía que hacer era deshacerse de ella. Y con rapidez. Antes de que llamara la atención de Bianca más de lo que ya lo había hecho.
Así que se dirigió hacia la cafetería.
[1]. En inglés, «runaway» significa «fugitivo».. (N. del C.)
2
Tess sabía que él estaba cerca incluso antes de verlo. Fue por un remolino en el aire. Un aroma. Una vibración. Y luego el gruñido hosco que tan bien recordaba.
—Bianca me ha dicho que esta mañana he sido muy maleducado.
—¿Y ha tenido que señalártelo ella? —Tess estaba mirando un anuncio en el escaparate de La Chimenea Rota cuando él se acercó.
De cerca era aún más formidable, todo lo opuesto al estereotipo de un artista con perilla, dedos manchados de nicotina y ojos muy abiertos. Poseía hombros anchos y una mandíbula sólida como una roca. Una larga cicatriz le recorría un lateral del cuello y los pequeños agujeros en los lóbulos de sus orejas sugerían que en algún momento había lucido pendientes (que serían, con toda seguridad, una calavera con dos tibias cruzadas). Era un forajido, la versión adulta del punk adolescente que había usado bote de pintura en espray en lugar de un arma, de un joven matón que se había pasado años entrando y saliendo de la cárcel por allanamiento y vandalismo. A pesar de los vaqueros usados y de la camisa de franela, era un hombre en la cima de su carrera y estaba acostumbrado a que todo el mundo se inclinara ante él. Sí, se sentía intimidada, tanto por el hombre en sí como por su fama. Y no, no pensaba permitir que se diera cuenta.
—Tiendo a estar absorto en mí mismo… —dijo, aclarando algo obvio—, salvo en lo que afecta a Bianca. —Hablaba de manera pausada, de modo que cada palabra sonaba más contundente que la anterior.
—¿En serio? —No era asunto suyo, pero desde el momento en que irrumpió en su jardín, él la había estado incordiando. Aunque estaba disfrutando de la libertad que le proporcionaba que alguien la riñera en lugar de mirarla con lástima—. ¿Por eso has arrastrado a una mujer embarazada lejos de su casa, a un pueblo que ni siquiera cuenta con un médico?
Como él tenía un ego demasiado grande para ponerse a la defensiva, lo dejó pasar.
—La niña no llegará hasta dentro de dos meses y dispondrá de los mejores cuidados. Lo que más necesita Bianca ahora es descanso y tranquilidad. —Sus ojos, del gris hostil de un cielo invernal justo antes de una tormenta de nieve, se encontraron con los de ella—. Sé que Bianca te ha invitado a nuestra casa, pero yo retiro la invitación.
En lugar de retroceder, como haría cualquier persona normal, lo presionó.
—¿Por qué?
—Ya te lo he dicho. Necesita descansar.
—Hoy en día se aconseja que las mujeres embarazadas sanas se mantengan activas. ¿Acaso no se lo recomendó su médico?
Su ligera vacilación quizá hubiera pasado desapercibida para alguien que no estuviera entrenado para observar, pero no para ella.
—El médico de Bianca quiere lo mejor para ella, y me estoy asegurando de que lo tenga. —Él se alejó con un gesto de cabeza.
Su fuerte musculatura y su paso decidido le daban la apariencia de un hombre que había sido diseñado por Dios para soldar vigas o bombear petróleo en lugar de crear algunas de las obras de arte más memorables del siglo XXI.
Bianca había dicho que era «muy protector», pero la situación parecía más bien asfixiante. Algo no iba bien entre esos dos.
Una camioneta destartalada pasó a toda velocidad con el tubo de escape petardeando. Ella había ido al pueblo a por dónuts, no para involucrarse en la vida de otras personas, y volvió a prestar atención al letrero del escaparate: «Se busca ayuda».
Era comadrona. Cualquier día de estos, la ira y la desesperación se convertirían en resignación. Tenía que ser así. Y en cuanto eso ocurriera, debería ponerse a buscar trabajo en su campo. Algo que le permitiera