Alguien que te quiera con todas tus heridas. Raphael Bob-Waksberg

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Alguien que te quiera con todas tus heridas - Raphael Bob-Waksberg

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      «Incluso si se pudiera —dice mi hermano—, te digo que habría muchísima sangre».

      Dorothy deja la servilleta sobre su plato de pasta con salsa marinera. «He terminado».

      «Lo siento», le digo de camino a casa, volviendo del Olive Garden. «Sé que mi familia es algo exagerada».

      «Me encanta tu familia», dice Dorothy. «Solo intentan ayudarnos».

      «Tendríamos que habernos fugado», le digo. «Podríamos haber evitado todo este estrés y habernos gastado el dinero en la luna de miel». Conforme lo digo sé que aquello es una tontería, porque a) ¿qué dinero? El único motivo por el que podemos permitirnos celebrar la boda es porque el padre de Dorothy es un pez gordo de la Compañía De Runas Divinatorias y consiguió que su filial nos la patrocinara. Al principio yo tenía algunas dudas sobre celebrar una boda patrocinada por una empresa, pero, al fin y al cabo, es el padre de Dorothy —no es que estemos tratando de embaucar a los de LensCrafters o algo así—, y si eso se traduce en poder celebrar nuestra boda en la Iglesia Buena, la que tiene vidrieras y asientos cómodos, en lugar de en la sala polivalente del centro deportivo, en la que, no importa cuántas velas enciendas, siempre huele un poco a desinfectante y a requesón (como si alguien hubiera usado desinfectante para tratar de quitar el olor a requesón, pero entonces se hubiese olido demasiado a desinfectante, por lo que pusieron más requesón, y todavía a fecha de hoy están haciendo esfuerzos para conseguir la ratio perfec­­ta desinfectante-requesón). Bueno, si podemos evitarnos todo ese jaleo, entonces quizás merezca la pena poner unos pocos carteles de la Compañía de Runas Divinatorias y hacer una breve mención en nuestros votos a los múltiples beneficios y utilidades de las asequibles runas divinatorias doblemente santificadas. Pero, además, b) incluso si pudiéramos permitirnos viajar a algún lado en nuestra luna de miel, los dos sabemos que no podría cogerme días libres. Ya estoy pensando en trabajar durante la Semana de Cosecha, porque en la cantera te pagan la mitad más en los festivos y ya estoy contando con ese dinero para poder pagar el alquiler mientras Dorothy termina su máster en Trabajo Social.

      «En realidad lo único que me saca de quicio es lo de las cabras», dice Dorothy. «Una vez que sepamos qué hacer con ellas, el resto de cosas se irán solucionando».

      De repente, se me ocurre una locura. Y tal es la locura que no puedo ni decirla en voz alta, pero conforme se abre paso en mi mente siento que no puedo callármela, así que estallo: «¿Quieres que no sacrifiquemos las cabras y ya?».

      Dorothy se queda callada un instante y sé que en el momento en que pare el coche va a salir corriendo y no va a volver a dirigirme la palabra, y que la próxima vez que la vea será cuando esté en la cola del supermercado y ella salga fotografiada en la portada de una revista del corazón con el titular «¡Mi prometido no quería sacrificar cabras!».

      Pero, en lugar de eso, Dorothy dice: «¿Podemos hacer eso?».

      Y le digo: «Dorothy, es nuestra boda. Podemos hacer lo que queramos».

      Entonces sonríe y yo me siento como debe de sentirse Clark Kent cuando escucha a alguien hablando de Superman.

      Pero hacer lo que nosotros queramos resulta ser un problema tremendo a la hora de tratar de sacarnos la licencia matrimonial.

      «¿Cuántas cabras vais a sacrificar para el Dios de Piedra?», pregunta la mujer de la ventanilla 5.

      «No vamos a sacrificar cabras para el Dios de Piedra», digo lleno de orgullo. «No es esa clase de boda».

      La mujer baja la vista hasta el formulario y luego nos mira otra vez. «¿Unas cinco, entonces?».

      «No», dice Dorothy. «Cero».

      El hombre que está detrás de nosotros en la cola suelta un quejido y se mira el reloj descaradamente.

      «No te entiendo», dice la mujer. «¿Te refieres a una o dos? Al Dios de Piedra no le va a gustar que haya tan pocas cabras».

      «No», digo. «Ni una ni dos. Cero. No vamos a sacrificar ninguna cabra para el Dios de Piedra».

      Ella arruga la nariz. «Bueno, el formulario no da opción de señalar el cero, así que voy a apuntaros cinco».

      Acto seguido, viene a visitarnos Nikki, la mejor amiga de Dorothy. «Me he enterado de que solo vais a sacrificar cinco cabras».

      «No», empiezo a decir, cuando ella me corta.

      «Si no sacrificáis por lo menos treinta y ocho cabras, mi madre no viene. Ya sabéis lo tradicional que es ella con estas cosas».

      «Bueno, pero es que no celebramos la boda para tu madre», suelta Dorothy. «Nosotros no queremos hacer lo de las cabras, así que si no es capaz de entenderlo —si no es capaz de apoyarnos—, entonces es que tu madre no debería venir».

      «Vaya», dice Nikki, y lo repite para darle más énfasis: «Vaya».

      Por supuesto, mi hermano pequeño está desolado. «¿Y qué se supone que les voy a decir a todos mis amigos de la clase de sacrificio caprino cuando se sepa que mi hermano no va a sacrificar cabras en su boda? ¡Voy a ser el hazmerreír!».

      «Esto no va contigo», le digo. «Nada de esto incumbe a alguien que no sean las dos personas que se van a casar».

      «Pareces tenso», dice mi madre. «¿De verdad no crees que te sentirías mejor si al menos sacrificaras diez cabras?».

      «¡¿Diez?!», dice mi hermano. «¡Menuda aberración! La verdad, si nos ponemos así, creo que lo mejor es que no sacrifiquéis ninguna y que recéis para que el Dios de Piedra no se entere».

      «Sí», digo. «La idea es esa».

      «Vale —dice mi madre—, dejemos lo de las cabras. Pero me preocupa que Dorothy y tú os encarguéis de organizar todo esto vosotros solos».

      «No es “todo esto”», le digo. «De hecho, el tema es más o menos ese, que la boda no va a suponer “todo esto”».

      «¿Por qué no os buscáis a una wedding planner? Quizás contar con la ayuda de alguien os venga bien a los dos para rebajar la tensión».

      «No hay nada que rebajar», le digo lo suficientemen­­te alto y rápido como para que parezca que, efectiva­­mente, sí que existe cierta tensión.

      «Pues quién lo diría, oyéndote…», apunta mi hermano pequeño, al que cuando acabe de estudiar sacrificio caprino le vendría de perlas una clase sobre meterse en sus asuntos.

      «La única tensión que podemos tener nos viene de fuera», digo. «Es tensión exógena. Entre nosotros no hay ninguna. Además, ¿quién va a pagar a la wedding planner? No puedo pedirle más dinero al padre de Dorothy».

      «Pues no la contrates», dice mi madre. «Simplemente id a verla, a ver qué os dice».

      Así que pedimos cita a Clarisa la Planificadora de Bodas.

      «Lo primero que deberías saber sobre nosotros —le dice Dorothy a Clarisa la Planificadora de Bodas— es que no queremos hacer nada extravagante e historiado», y yo me alegro muchísimo de que Dorothy diga aquello, confirmando una vez más que en absoluto existe tensión alguna.

      «Vale»,

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