El aprendiz de conspirador. Pío Baroja

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El aprendiz de conspirador - Pío Baroja

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hombres íntegros personalmente, que buscan los resultados sin preocuparse de los medios; Aviraneta era un político que creía que cada cosa tiene su nombre, y que no hay que ocultar la verdad, ni siquiera aderezarla.

      En las sociedades anémicas, débiles, no se vive con la realidad; se puede poner la mano en todo menos en los símbolos y en las formas. Así, los reyes y los conquistadores se han llegado a reir de lo humano y de lo divino; pero han tenido que respetar las ceremonias y los ritos. El cinismo contra el ceremonial es el que menos se perdona.

      Aviraneta quiso ser un político realista en un país donde no se aceptaba más que al retórico y al orador. Quiso construir con hechos donde no se construía más que con tropos. Y fracasó.

      Entre tanto charlatán hueco y sonoro como ha sido exaltado en la España del siglo xix, a Eugenio de Aviraneta, hombre valiente, patriota atrevido, liberal entusiasta, le tocó en suerte en su tiempo el desprecio, y después de su muerte, el olvido.

      Si hoy pudiera enterarse de ello, probablemente no le preocuparía gran cosa. El vivió su época, con sus odios y sus cariños, con sus grandezas y sus ñoñerías, y vivió con intensidad. No debió dar gran importancia al mundo del pasado ni al mundo del porvenir...

      Después de leer los cuadernos de Leguía y de orientarme un poco en la historia contemporánea española, ya algo encariñado con el tipo de Aviraneta, no sé si por razón de parentesco familiar y espiritual, o por verlo tan maltratado en algunos libros viejos, me determiné a publicar estas Memorias.

      Llena los huecos que había dejado Leguía en su relato, ajusté la narración a un orden cronológico más riguroso, cambié el orden de los capítulos e intenté explicar los pasajes obscuros.

       Índice

      Ahora ya casi no sé lo que dictó Aviraneta, lo que escribió Leguía y lo que he añadido yo; los tres formamos una pequeña trinidad, única e indivisible. Los tres hemos colaborado en este libro: Aviraneta, contando su vida; don Pedro Leguía, escribiéndola, y yo, arreglando la obra al gusto moderno, quizá estropeándola.

      Un filósofo que tenemos en el pueblo, José Antonio Iriberri, dice, y yo no sé de dónde lo ha sacado, que en la realización de las cosas hay tres períodos, que él llama hipóstasis: la idea, el ser y el llegar a ser.

      En la realización de este libro, la idea ha sido Aviraneta; el hecho, Leguía, y el advenimiento, yo.

      Ya concluído el trabajo, en pleno advenir, como diría Iriberri, mandé copiar las Memorias, y con la copia fuí a casa del editor.

      Este, al ver, en la cubierta el nombre de Leguía, torció el gesto, creyó que era de un poeta modernista, y dijo que no le resultaba. Entonces yo, pensando en el deseo que tenía mi pobre Dama Úrsula de ver publicadas las Memorias éstas, decidí aparecer como autor, y para que no me remordiera del todo la conciencia, añadí al texto algunas digresiones, que no llamo ligeras, porque es posible que al lector le parezcan pesadas, con el objeto de darme cierto aire de hombre erudito y de lucir la vastedad de mis conocimientos históricos, filológicos, antropológicos y políticos.

       PELLO LEGUÍA

       Índice

       CAMINO DE LAGUARDIA

       Índice

      Una mañana de invierno, un coche tirado por tres caballos pasó por en medio de Uzquiano, y sin detenerse siguió camino de Peñacerrada.

      El coche había salido de Vitoria horas antes y llevaba tres viajeros: una muchachita vestida de blanco, talle alto, gabán, esclavina, gran sombrero pamela, de moda por los años 35 al 40; una criada vieja, de aspecto de dueña, enlutada, con peluca rojiza y toca blanca, y un hombre joven, alto, elegante, vestido de negro, con pantalón estrecho, entrabillado y sombrero de copa.

      El coche era una pequeña berlina, con cuatro ruedas, desconchada y con los cristales rotos; los caballos, tres jacos escuálidos y de mal aspecto, marchaban al trote corto, al compás de los cascabeles de sus colleras. El cochero tenía que parar en todas las ventas del camino, a mirar los tiros, a arreglar una correa, a dar un encargo; pero la verdad era que el motivo de sus paradas debía estar más relacionado con su capacidad interior que con el coche, porque al volver a montar en el pescante se limpiaba los labios con el dorso de la mano y parecía más animado y alegre.

      El coche cruzó por cerca de Armentia, y al llegar a un ventorro del camino, avisados sin duda por los cascabeles de las caballerías, salieron al paso dos voluntarios realistas, haraposos, y un cabo de boína blanca. Mandó éste detenerse al cochero y pidió el pasaporte a los que iban en el interior de la berlina.

      La muchacha mostró el suyo y el de la criada vieja; el joven elegante sacó sus papeles, y el cabo, al revisarlos, dijo que podían seguir. El cochero, sin duda, creyó que no debía desaprovechar esta parada, y en compañía de los tres soldados entró en la venta y volvió al poco rato al pescante.

      La carretera, encharcada, llena de agujeros y de zanjas, estaba por aquella parte intransitable. El agua corría por encima de ella, formando arroyuelos, y los hierbajos brotaban entre las piedras.

      El coche iba dando barquinazos en los montones de tierra y en los hoyos del camino, marchando en zig-zag de la cuneta de un lado a la de otro. Parecía que el alcohol que había ingerido el hombre del pescante iba llegando a las ruedas del vehículo. El cochero, poseído de una animación extraordinaria, cantaba jotas, azotaba a los pencos, y de vez en cuando miraba hacia el interior del carruaje y se reía.

      —Este hombre está loco—exclamó la vieja.

      —No; borracho nada más—repuso el joven elegante.

       Índice

      Varias veces se habían repetido los saltos y crujidos del vehículo en los zig-zag violentos que daba, cuando al llegar a poca distancia de Peñacerrada, cerca de una venta, uno de los ejes del coche saltó, dando un estallido y la caja del coche fué inclinándose rápidamente y hundiéndose entre las ruedas. El joven sacó la cabeza por la ventanilla y mandó al cochero que parase al instante.

      El cochero tiró de las riendas; los caballos retrocedieron, y el coche fué a meterse en la cuneta y a dar un topetazo contra un talud de la carretera. El viajero abrió la portezuela y saltó al camino; luego ayudó a salir del interior a la niña y a la vieja.

      —Este cochero es un salvaje—murmuró el joven elegante, y añadió—: ¿Qué vamos a hacer ahora?

      El cochero contempló a los viajeros desde el pescante, sonriendo con su extraña sonrisa. Luego saltó a tierra, entró en la venta, pidió un vaso de vino, lo bebió de un trago, salió después y quedó contemplando el coche con una indiferencia

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