El aprendiz de conspirador. Pío Baroja
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Leguía encontró la posada, o lo que había sido posada, y entró en ella. Pasó a un zaguán, obscuro y húmedo, que comunicaba con un patio pequeño, cubierto de estiércol. Una escalera, estrecha y negra, subía al piso principal. Leguía llamó, dió palmadas; no apareció nadie. Sólo un gato maullaba, desesperado.
De pronto, en el aire estalló el sonido estridente de una corneta. Leguía bajó al portal y vió un pelotón de soldados que desembocaba en la plaza.
Era una gente sucia, desarrapada, de malísimo aspecto; aquellos tipos no eran para inspirar confianza, ni mucho menos; Leguía, instintivamente, se retiró del portal. Vió cómo los soldados entraban en la iglesia, en donde debían tener su alojamiento.
Cuando la plaza quedó de nuevo desierta, Leguía salió de la posada, recorrió la callejuela y entró por el pasadizo entre dos casas por donde había venido, saltó por encima de la tapia y se encontró con el de Oyarzum.
—¿Qué, encontró usted posada?—le preguntó el paisano.
—No; me marcho.
Leguía dió al de Oyarzum la única peseta que tenía en el bolsillo, cogió el caballo, montó en él, y por el fangal del camino salió de nuevo a la carretera, tan elegante y tan pulcro como había entrado.
—¿Podemos ir?—preguntaron la muchacha y la vieja, al mismo tiempo, al ver a Leguía.
—No, no. Imposible. Es un lugar infecto, sucio, negro, con carlistas desarrapados. Creo que lo mejor es largarse de aquí cuanto antes.
—Nada, vamos a Laguardia—dijo la muchacha.
—Nos vamos a perder en el monte, ¡Dios mío!—exclamó la vieja.
—Creo que no hay más que seguir la carretera—repuso Leguía—. ¡Si el cochero nos dejase los tres caballos!
—Está ahí dormido; no hay manera de despertarlo—dijo la muchacha.
—¿No? Pues mejor. Nos llevaremos los caballos sin decirle nada. Al fin y al cabo, él tiene la culpa de todo. Lo que necesitaríamos sería algo para comer en el camino.
—Pues compre usted aquí en la venta lo que haya.
—El caso es...
—¿Qué?
—Que creo que no tengo un cuarto.
—La muchacha tendió el portamonedas al joven, que entró en la venta, y salió poco después con un gran trozo de pan, queso y una bota de vino.
—¿Sabe usted montar, Corito?—dijo Leguía.
—No; pero creo que no me caeré.
—Yo iré a su lado. ¿Y la señora Magdalena?
—Esa está acostumbrada a andar a caballo.
Leguía improvisó unas monturas con la manta del cochero y ayudó a subir a Corito y a la vieja sobre los jacos; luego montó él, y comenzaron los tres a subir, al paso, la cuesta que escala la sierra de Toloño.
Los caballos, cansados, marchaban muy despacio. El tiempo, aunque de invierno, estaba muy hermoso; en el cielo azul pasaban algunas nubes grandes, blancas como el mármol.
Al comenzar la tarde, Corito y la vieja decidieron tomar un bocado, porque estaban desmayadas. Leguía les ayudó a desmontar, y se sentaron los tres al borde de la carretera, cerca de un arroyo de agua muy pura que bajaba espumante por entre las peñas.
Corito estaba encantada y alegre; el aire del campo daba un tono de carmín a sus mejillas, y en sus labios jugueteaba la risa. El ver a Leguía con su corbatín y su sombrero de copa en medio de aquellos breñales le producía una alegría loca. La vieja refunfuñó, porque entre las provisiones no había más que pan y queso.
Leguía miraba impasible a Corito y sentía interiormente un entusiasmo insólito en él.
APARECE UN PASTOR
Cuando estaban terminando la merienda se presentó de improviso un pastor con un rebaño de ovejas. Era un hombre de unos cincuenta a sesenta años, con la cara ennegrecida por el sol, los ojos azules, de un aire de candidez y de inocencia extraño, la expresión alegre y sonriente.
—Buenos días, señores—dijo—. Salud.
—Buenos días.
—Se merienda, ¿eh?
—Sí. ¿Quiere usted tomar pan y queso?—le preguntó Leguía.
—Es lo único que tenemos—repuso Corito.
—¡Gracias! ¡Muchas gracias!
El joven Leguía alargó al pastor un trozo de pan y queso, que comió, y luego la bota de vino.
—¿No tiene usted miedo del ganado con estas cosas de la guerra?—dijo Corito.
—Sí; por eso ando aquí, oxeando las ovejas, porque me han dicho que va a venir por estos contornos la tropa de Zurbano.
—¿Le quitarán a usted muchas ovejas?
—¡Ah, claro, si pueden!
—¿Los carlistas, o los liberales?—preguntó Leguía.
—Los dos. Unos y otros tienen hambre. ¡A ver, qué vida! Este oficio es muy emportuno, ya se sabe; pero emportuno y todo más vale cuidar del ganado que andar matando gente por ahí.
—Pero los que matan prosperan y tienen galones y sueldos—observó Leguía—, y usted no prosperará.
—Ya es comprendido—contestó el pastor—; pero uno prefiere su pobreza tranquila a los cuidados y cavilaciones.
—Más vale que esté usted contento.
—Pues contento está uno. ¿Y por qué no? Salud no falta, come uno su otana, bebe el agua limpia de la fuente, y ¿para qué se quiere más?
—¿Cuánto tardaremos desde aquí a Laguardia?—le preguntó Corito.
—De aquí, con estos caballos cansados, tardarán ustedes dos horas y media: media, hasta el puerto, y dos, desde el puerto a la ciudad. Cuando lleguen ustedes arriba, como hoy está claro, verán desde allí cinco provincias y gran parte de la Rioja. Por eso le llaman a ese sitio el balcón de la Rioja, porque de él se alcanza todo el país.
POR EL MONTE