El aprendiz de conspirador. Pío Baroja

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El aprendiz de conspirador - Pío Baroja

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      —Yo, al menos, no sé arreglarlo.

      —Ya lo veo. ¿Dónde ha aprendido usted el oficio de cochero?

      —¿Por qué lo dice usted?

      —¡Por qué lo voy a decir! Porque dirige usted muy bien.

      —¡Qué vamos a hacer, Dios mío!—exclamó la vieja.

      —Nos quedaremos aquí—contestó la muchacha.

      —¡Parece mentira que digas esas tonterías, Corito! Parece mentira—replicó la vieja, con voz agria.

      —¡Y qué le vamos a hacer! Yo no tengo la culpa.

      —¿Qué pueblo es éste?—preguntó el joven al cochero, que se había sentado en un montón de piedras del camino, y parecía más dispuesto a dormirse que a otra cosa.

      —¿Este pueblo?

      —Sí. ¿Qué pueblo es?

      —Peñacerrada... Buen pueblo de pesca.

      Y como si el esfuerzo para decir esto le hubiese aniquilado, balbuceó algunas palabras ininteligibles, sonrió, inclinó la cabeza y se quedó completamente dormido.

      Los tres viajeros avanzaron por la carretera hasta un estrecho camino que subía a Peñacerrada. Era una calzada sinuosa, entre dos paredes llenas de maleza; un verdadero río de fango y de inmundicias.

      La muchachita y la vieja, horrorizadas, afirmaron que por allí no se podía pasar.

      —Vamos a ver si hay algún camino más arriba—dijo el joven.

      Siguieron por la carretera y a unos cien pasos se encontraron con otra calzada, igualmente estrecha y hundida, con las márgenes pobladas de zarzas, y el fondo lleno de lodo y de detritus; que echaba un olor pestilente.

      La vieja y la niña encontraron que no se podía cruzar.

      —Yo voy a subir al pueblo—dijo el joven—y volveré. Si hay posada donde pararnos, nos quedaremos aquí, y si no, ya veremos lo que se hace.

      —Me parece bien—contestó la muchacha—; pero no vaya usted a pie por ahí; se va usted a poner perdido. Tome usted uno de los caballos del coche.

      —Es verdad; eso haré.

      El joven desenganchó uno de los caballos, montó en él y tomó el ronzal como brida.

      —Me voy a hundir en esta alcantarilla maloliente—dijo después, con aire de indiferencia, dirigiéndose a la muchacha—; si hubiera que hundirse en el infierno, por usted lo haría lo mismo. Puede usted creerlo, Corito.

      —Muchas gracias, señor Leguía—dijo la aludida, sonriendo.

      El joven levantó su sombrero de copa y se inclinó finamente. Luego hizo avanzar al caballo por el camino; fué hundiéndose el animal, hasta dar con el vientre en el cieno, y siguió hacia adelante, chapoteando en aquella cloaca, hasta dar en una empalizada que cerraba la muralla.

       Índice

      Allí no se veía a nadie; pero se iba oyendo una voz de alguien que se acercaba y cantaba, en vascuence, con un aire que estaba muy en boga entre los carlistas, esta canción:

      Sargentua, moscorra.

      Charretera galdú;

      Nescacha diru emanta

      Berriya erosi dú.

      ¡Ay, ay, mutillá,

      Chapela gorriya!

      (El sargento, borracho, ha perdido la charretera; la chica le ha dado dinero, y ha comprado una nueva. ¡Ay, ay, muchacho, la boína roja!)

      Pello no veía de dónde partía la voz; pero la canción en vascuence le indicaba que allí había un paisano, y contestó, cantando a media voz:

      Azpeitico nescachac,

      Arrasoyarequin,

      Eztute nai danzatu

      Chapelgorriyaquin.

      ¡Ay, ay, mutillá,

      Chapela gorriya!

      (Las chicas de Azpeitia, con mucha razón, no quieren bailar con los que llevan boína roja. ¡Ay, ay, muchacho, la boína roja!)

      —¡Arrayua! ¿Quién canta en vascuence?—dijo la voz de un hombre que se asomó por encima de una tapia de piedras, con un fusil en la mano.

      —Soy yo—dijo Pello.

      —¡Usted!

      —Sí, yo.

      Y el centinela, porque debía ser centinela, se quedó asombrado al ver el talante de aquel lechuguino que se presentaba caballero en un jaco escuálido.

      —¿Es usted vascongado?

      —De Vera. ¿Y usted?

      —Yo soy de Oyarzum. ¿Qué le trae a usted por aquí?

      —¿Habrá posada en este pueblo?

      ¡Posada aquí!—exclamó el de Oyarzum, en el colmo del asombro—. Aquí no hay más que hambre.

      —¿Pero se puede pasar, o no?

      —Pase usted si quiere.

       Índice

      Leguía se acercó a la tapia; dejó el caballo atado a una rama, y saltó por encima de un obstáculo formado por palos y piedras. Salió a un callejón estrecho, cerrado entre dos casas por una pared de poca altura. Escaló ésta, y se encontró en una calleja en cuesta, sucia y desierta. No había un alma; sólo un campesino apareció, a medias, a la puerta de la casa; Leguía se acercó a él; pero el campesino, asustado, cerró la puerta.

      Leguía llamó.

      —¿Qué quiere usted?—dijeron de adentro.

      —¿Dónde está la posada?

      —¡La posada!—preguntó la voz con asombro.

      —Sí; la posada.

      —Ahí, en la plaza estaba.

      Siguió

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