12+1 Faros para una vida con sentido. Javier Gaspar

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12+1 Faros para una vida con sentido - Javier Gaspar

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las cosas nunca suceden por casualidad y que todos somos un espejo donde proyectamos y crearnos. Cuando algo se rompe o se quiebra, es para mostrarnos algo más profundo que escondemos en nuestro interior, es el inicio de un nuevo comienzo.

      En aquella llamada telefónica, Javier y yo comentamos a cerca de la magia del vivir que nos hace cruzarnos en el camino a las personas o «maestros» adecuados para continuar. Como dijo un sensei japonés «la suerte se disfraza de desgracia y con el tiempo lo visualizamos». Cuando algo se rompe, algo nace, aunque tardemos tiempo en apreciarlo - ya que la sabiduría llega con los años- cuando miras atrás, aprecias que todo lo sucedido está repleto de sentido.

      Javier me compartió la idea de vincular sus relatos de manera simbólica a una serie de faros que simbolizan en su libro las cualidades que como ser humano ha desarrollado para transitar su nueva vida. Me pareció muy acertada esta comparación con un faro, siempre mirando al todo, estático, fuerte, con luz en la oscuridad.

      Todos en estos tiempos de Covid estamos viviendo un cambio, al que no hay que temer, la naturaleza en su sabiduría nos da numerosos ejemplos, me gusta apreciar el caso de una pequeña oruga a la que le crecen alas después de una temporada de aislamiento, así la vida en ocasiones detiene nuestros pies solo para que descubramos que tenemos alas y si estas alas las ofrecemos al mundo, el vuelo es imparable. Javier es de estas personas que no dicen lo que va hacer, sino que las hace y haciéndolas se dicen solas.

      Me gustaría terminar con una frase que conozco desde muy joven y que me impactó profundamente: «Dios dame la serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar; valor para cambiar las cosas que si puedo y sabiduría para conocer la diferencia». Esta frase refleja el contenido que Javier expone en este libro y a través de los doce Faros. Javier se «desnuda» para todos nosotros, para compartir. Viajemos rápidamente hacia el primer faro y disfrutemos de lo que sintamos en nuestro interior.

      Ferran Marti Director General - Tarannà viajes con sentido

      El Gran Leñazo

      Fue el 4 de diciembre de 2017. Ese día pasó algo que cambió mi vida para siempre. Yo lo llamo el Gran Leñazo, más adelante verás por qué. Fue un golpe duro, pero también un amanecer, el inicio de una nueva vida. De hecho, estoy seguro de que si no me hubiera pasado aquello ahora no estaría aquí, hablándote. Y digo hablándote porque aunque esté escribiendo para mí es como si te tuviera delante y hablara contigo.

      Ese día amaneció como tantos otros, con la única diferencia de que me desperté en Berlín en lugar de hacerlo en Benalmádena, donde vivo. Estaba allí con mi mujer y mis dos hijas pasando el puente de la Constitución. Aquel día fuimos a visitar el Museo Judío. Habíamos pensado en visitar un campo de concentración, pero nos pareció demasiado fuerte para las niñas, que tenían en aquel momento siete y trece años.

      El Museo Judío es un edificio impactante. Visto desde el aire tiene forma de rayo y desde tierra es un edificio de paredes metálicas con pocas aberturas y de forma irregular. En el interior se explica la historia de los judíos que vivieron en Alemania durante los últimos dos mil años, pero sobre todo se percibe el vacío que dejaron los judíos desaparecidos durante el Holocausto.

      En un momento de la visita decidí bajar a una especie de foso con unos pasillos grises muy largos que recrean simbólicamente los búnkeres de la Segunda Guerra Mundial. Mi mujer y mis hijas se quedaron arriba, no queríamos que se sintieran demasiado impactadas por aquel espacio triste y un poco tétrico. Curiosamente no había nadie en aquella planta, aunque el resto del museo sí estaba lleno de visitantes. Miré a ambos lados del larguísimo pasillo en el que estaba y de pronto me sentí terriblemente raro. Me invadió una sensación de soledad radical, profunda, terrible. A continuación sentí en mi cuerpo un dolor insoportable que identifiqué con el sufrimiento de los millones de asesinados durante el Holocausto. Escuché en mi mente sus gritos pidiendo auxilio cuando los llevaban a las cámaras de gas y me entró un miedo horroroso. Empecé a hiperventilar y a sentir que me ahogaba. No podía andar, no podía gritar, no podía pedir ayuda. Después sentí un vacío brutal, vertiginoso, como si una manada de lobos se llevara mis entrañas y me quedara sin alma.

      Así estuve veinte minutos, paralizado, pensando que me moría, sintiendo ese espantoso dolor, esa especie de agonía que me pareció eterna. Nadie podía auxiliarme porque estaba solo y ni siquiera tenía energía para pedir ayuda. Temí por mi integridad física.

      Días después supe que había tenido un ataque de pánico en toda regla, pero en aquel momento no tenía ni idea de lo que me pasaba. Lo único que sabía es que, milagrosamente, al cabo de un rato volvía a estar bien y podía moverme, había recuperado el aliento y podía respirar con normalidad. Así que me reactivé y subí en busca de mi mujer y las niñas. Supongo que me vieron llegar con la cara desencajada y se asustaron, porque mi mujer enseguida preguntó:

      - ¿Pero qué te ha pasado?

      - Pues que me he puesto muy malo, me ha faltado la vida.

      - ¿Y por qué no me has llamado?

      - Si no podía ni moverme, cómo te voy a llamar.

      - ¿Quieres que vayamos a algún lugar a que te miren?

      Lo curioso de los ataques de pánico es que cuando pasan vuelves a estar como antes. Parece que no ha pasado nada. No queda ni siquiera un pequeño dolor residual. Así que mi respuesta fue que no, que no hacía falta, que ya se me había pasado el jamacuco y estaba bien.

      “Sentí un vacío brutal, vertiginoso, como si una manada de lobos se llevara mis entrañas y me quedara sin alma.”

      Pero en realidad no se me había pasado. Durante los tres días siguientes sucedió algo todavía más extraño: tuve un brote de euforia, una elevación de consciencia brutal. Sentía que tenía que salvar al mundo para que no volviera a vivir un holocausto como el de los judíos. Me creía una especie de iluminado, de salvador. Sentía el amor universal saliendo por todos los poros de mi cuerpo, una compasión que, salvando las distancias, me imagino que es la que debía sentir Jesucristo en su momento. No paraba de hablar (más de lo habitual, que ya es decir), sobre todo de la Humanidad y de lo que había que hacer para salvarla. Y me costaba horrores conciliar el sueño, como si estuviera dopado o drogado.

      Mi mujer, claro, se asustó. Pensó, y con razón, que se me había ido la cabeza (o la perola, como digo yo). Así que, cuando regresamos a Málaga, me dijo:

      - Mira, llégate al psicólogo que te eche un vistacillo a ver qué te dice.

      Hablé con una amiga mía psicóloga y me recomendó que visitara a un colega suyo psiquiatra. Aquel hombre me diagnosticó un ataque de pánico con síndrome postraumático. Me recetó una pastillita para que bajara de vueltas, porque yo iba a 7000 revoluciones, pero aquello, en vez de ayudarme, me noqueó más que un gancho de Mike Tyson en sus buenos tiempos. Yo, que soy una persona entusiasta y dicharachera por naturaleza, que voy todo el día enchufado como una bombilla de 10.000 watios, empecé a perder mi alegría, mi ánimo, mi energía.

      Me sumí en una oscuridad profunda. No entendía nada. ¿Por qué me pasaba aquello si yo tenía una familia fantástica, los negocios me iban bien, llevaba una vida desahogada, estaba bien de salud y hasta ese momento me levantaba cada día con energía e ilusión? ¿Qué me estaba pasando?

      Me sentía desolado y confuso. Me parecía que mi vida no tenía sentido y fui cayendo en una depresión. Con el 2% de batería que me quedaba hacía lo mínimo para sobrevivir: atender mi negocio inmobiliario y estar mínimamente pendiente de la familia. Seguí trabajando,

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