La isla del tesoro. Robert Louis Stevenson
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—Veo bien que eres el mismo, replicó Black Dog; tienes razón Bill, tienes razón. Voy á tomar un vaso de rom que me traerá este buen chiquillo á quien tanto me he aficionado desde luego; en seguida nos sentaremos, si tú quieres y hablaremos lisa y llanamente como buenos camaradas que somos.
Cuando yo volví con el rom ya los dos se habían sentado en cada una de las cabeceras de la mesa en que el Capitán iba á almorzar. Black Dog habíase quedado más cerca de la puerta y se le veía sentado de lado, de modo que pudiese tener un ojo atento á su camarada antiguo, y otro, según me pareció, á su retirada libre.
Despidióme luego ordenándome que dejase la puerta abierta de par en par, y añadió:
—Nada de espiar por las cerraduras, muchacho, ¿entiendes?
Yo no tuve más que hacer sino dejarlos solos y retirarme á la cantina del establecimiento.
Durante muy largo tiempo, por más que puse mis cinco sentidos en tratar de oir algo de lo que pasaba, nada llegó á mis oídos sino fué un rumor vago y confuso de conversación; pero al cabo las voces comenzaron á hacerse más y más perceptibles; y ya me fué posible el escuchar distintamente alguna que otra palabra, la mayor parte de ellas, juramentos é insolencias proferidos por el Capitán.
—¡Nó, nó, nó nó! le oí proferir, nó! y concluyamos de una vez!” Y después añadió: si hay que ahorcar, ahorcarlos á todos: y basta!
Luego, de una manera repentina, todo se volvió una tremenda explosión de juramentos y otros ruidos temerosos. La silla y la mesa rodaron en masa, siguióse un chischás de aceros que se chocaban y luego un grito de dolor: en ese mismo instante pude ver á Black Dog en plena fuga y al Capitán persiguiéndole encarnizadamente: ambos con sus cuchillas desenvainadas y el primero de ellos, manando sangre abundantemente de su hombro izquierdo. Precisamente al llegar á la puerta, el Capitán descargó sobre el fugitivo una última y tremenda cuchillada con la cual sin duda alguna lo habría abierto hasta la espina, si no hubiera tropezado su arma con la enseña de nuestra posada que fué la que recibió el golpe, cuya señal es fácil ver, todavía hoy, en el marco de nuestro “Almirante Benbow” hacia la parte de abajo.
Aquel mandoble fué el último de la riña. Una vez afuera ya, y sobre el camino público, Black Dog, á despecho de su herida, pareció decir, con una prisa maravillosa, “pies, para qué os quiero” y en medio minuto le vimos desaparecer tras de la cima de la loma cercana. El Capitán, por su parte, permaneció clavado cerca de la enseña del establecimiento como un hombre extraviado. Poco después pasó su mano varias veces sobre sus ojos, como para cerciorarse de que no soñaba, y en seguida volvió á penetrar en la casa.
—Jim, me dijo, ¡trae rom! y al hablarme se bamboleaba un poco y con una mano se apoyaba contra la pared.
—¿Está Vd. herido? le pregunté.
—¡Rom! me repitió,—necesito irme de aquí... rom! rom!
Corrí á buscárselo; pero con la excitación que los sucesos ocurridos me habían ocasionado, rompí un vaso, obstruí la llave, y cuando todavía estaba yo procurando despacharme lo mejor posible, escuché el golpe ruidoso y pesado de una persona que se desplomaba en la sala. Acudí corriendo y me encontré con el cuerpo del Capitán tendido de largo á largo sobre el suelo. En el mismo instante, mi madre, á quien habían alarmado las voces y rumores de la pelea, descendía corriendo la escalera para venir en mi ayuda. Entre ambos levantamos la cabeza al Capitán, que respiraba fuerte y penosamente, pero cuyos ojos estaban cerrados y en cuya cara aparecía un color horrible.
—¡Cielos, cielos santos! grito mi madre, ¡qué desgracia sobre nuestra casa, y con tu pobre padre enfermo!
Entre tanto á mí no se me ocurría la más insignificante idea sobre lo que pudiera hacerse para socorrer al Capitán, pareciéndome seguro que había sido herido de muerte en su encarnizado combate con aquel extraño. Traje el rom para asegurarme de ello y traté de hacerlo pasar á su garganta; pero tenía los dientes terriblemente apretados los unos contra los otros y sus quijadas estaban tan duras como si hubieran sido de acero. Fué para nosotros, entonces, un grandísimo alivio el ver abrirse la puerta y aparecer en ella al Doctor Livesey que venía á hacer á mi padre su visita cuotidiana.
—¡Oh, Doctor! exclamamos mi madre y yo á la vez. ¿qué haremos? ¿en dónde estará herido?
—¿Herido? dijo el Doctor; ¡qué va á estarlo! ni más ni menos que ustedes ó yo. Este hombre acaba de tener un ataque como yo se lo había pronosticado. Ahora bien, Mrs. Hawkins, corra Vd. arriba y, si es posible, no diga Vd. á nuestro enfermo ni una palabra de lo que pasa. Por mi parte, mi deber es tratar de hacer cuanto pueda por salvar la vida tres veces inútil de este hombre. Anda pues, tú, Jim, y trae luego una palangana.
Cuando volví, trayendo lo que se me pidió, el Doctor había ya descubierto el nervudo brazo del Capitán, desembarazándolo de sus mangas. Todo él aparecía pintado con esas figuras indelebles que se dibujan en el cuerpo los marineros y los presidiarios. “Buena suerte” decía una de sus inscripciones; y en otras, “Vientos prósperos,” “Caprichos de Billy Bones” se podía leer en caracteres claros y cuidadosamente ejecutados sobre el antebrazo. Un poco más arriba, cerca del hombro, se veía un esbozo de patíbulo y pendiente de él un hombre ahorcado, todo ello, según á mí me pareció, ejecutado con bastante destreza y propiedad.
—¡Profético! dijo el Doctor, tocando este último dibujo con su dedo. Y ahora, Maese Billy Bones, si tal es su nombre, vamos á ver de qué color es su sangre. Jim, añadió, ¿tendrás tú miedo de la sangre?
—No, señor, le contesté.
—Está bien, replicó él; entonces ténme la palangana.
Tomó acto continuo su lanceta y con gran habilidad picó una vena.
Una gran cantidad de sangre salió antes de que el Capitán abriera los ojos y echase en torno suyo una mirada vaga y anublada. Reconoció luego al Doctor á quien miró con un ceño imposible de equivocar; en seguida me miró á mí y mi presencia pareció aliviarlo un tanto. Pero de repente su color cambió de nuevo; trató de enderezarse por sí solo y exclamó:
—¿Dónde está Black Dog?
—Aquí no hay ningún Black Dog, díjole el Doctor, como no sea el que tiene Vd. dibujado sobre su espalda. Ha seguido Vd. bebiendo rom, y como yo se lo había anticipado ha venido un ataque. Muy contra mi voluntad me he visto obligado, por deber, á socorrerle, pudiendo decir que casi lo he sacado á Vd. de la sepultura. Y ahora Maese Bones...
—Ese no es mi nombre, interrumpió él.
—No importa, replicó el Doctor, es el nombre de cierto filibustero á quien yo conozco y le llamo á Vd. por él en gracia de la brevedad. Lo único que tengo, pues, que añadir es esto: un vaso de rom no le haría á Vd. ningún daño; pero si Vd. toma uno, tomará otro, y otro después, y apostaría mi peluca á que, si no se contiene pronto y á tiempo, se morirá muy en breve... ¿entiende Vd. esto...? se morirá y se irá al mismísimo infierno, que es su propio lugar, como lo reza la Biblia. Ahora, vamos, haga un esfuerzo. Yo le ayudaré, por esta vez, á llevarlo á su cama.
Entre los dos, y no sin mucho trabajo, nos dimos trazas de llevarlo arriba, á su cuarto y acostarlo sobre su lecho, en el cual dejó caer pesadamente la cabeza sobre la almohada como si se sintiera desmayar.