La isla del tesoro. Robert Louis Stevenson
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—Eso no es nada, dijo en cuanto hubo cerrado tras de sí la puerta. Le he sacado sangre suficiente para poderlo mantener bien por bastante tiempo. Debe quedarse por una semana en cama: eso es lo menos malo para él y para Vds.; pero un nuevo ataque le traerá la muerte inevitablemente.
CAPÍTULO III EL DISCO NEGRO
Á ESO de medio día lleguéme al cuarto del Capitán llevándole algunos refrigerantes y medicinas. Lo encontré acostado casi en la misma posición en que lo habíamos dejado, nada más que un poco más hacia arriba y me pareció al mismo tiempo débil y excitado.
—Jim, me dijo, tú eres aquí el único que vale algo y ya sabes muy bien que yo siempre he sido bueno para contigo. Jamás he dejado de darte cada mes cuidadosamente tu moneda de cuatro peniques. Ahora, pues, chiquillo,... mira... yo me siento muy abatido, y abandonado de todo el mundo... por lo mismo, Jim... vamos... ¿vas á traerme ahora mismo un vasillo de rom, no es verdad?
—El Doctor... comencé yo.
Pero él me interrumpió en una voz débil aunque animada:
—Los médicos son todos unos lampazos,[2] dijo, y en cuanto á este de acá, vaya,... ¿qué sabe él de hombres de mar? Yo he estado en lugares tan calientes como un caldero de bréa, con mi tripulación diezmada por la fiebre amarilla, y la condenada tierra bailando como si fuese un mar con sus terremotos—¿qué sabe el Doctor de tierras como esa?—pues en ellas he vivido sólo con el rom,—puedes creerlo bien. Él ha sido para mí, bebida y alimento, cuerpo y sombra, sí señor, y si ahora no me han de dar mi rom, ya no seré más que un pobre casco viejo abandonado en una playa de sotavento... mi sangre caerá sobre tí, Jim, y sobre aquel lampazo del Doctor.
Y luego continuó con lo mismo, por algún tiempo acompañándolo con maldiciones; hasta que después, cambiando de táctica, prosiguió en tono plañidero:
—Mira, Jim, cómo se agitan mis dedos; no puedo ya ni sosegarlos, ni sosegarme... es que en todo este bendito día no he probado ni una gota aún, ¡ni una sola gota! Ese Doctor está loco, puedes creérmelo. Si no se me da ahora mismo un poco de rom, siento que me dará la rabia... ya creo sentir en este momento algunos de sus horrores, algunas de sus visiones... allí estoy viendo al viejo Flint, en ese rincón... allí... detrás de tí, tan claro como su imagen viva... ¡oh! si me cojen estas visiones, soy hombre que ha vivido una vida bastante ruda y resucitaré á Caín! Tu mismo Doctor dijo que un vaso no me haría ningún daño. Te daré una guinea de oro por uno sólo, Jim.
Yo ví que el Capitán se ponía más y más excitado y esto me alarmó por mi padre que estaba más grave aquel día y necesitaba mucha quietud; además, tranquilizado por las palabras mismas del Doctor que se me recordaban, aunque un poco ofendido por aquel ofrecimiento de soborno le dije:
—Yo no necesito su dinero sino el que le debe Vd. á mi padre. Voy á traerle un vaso, pero no pida más porque sería inútil.
Cuando se lo hube traído lo asió con verdadera ansiedad y lo bebió de un sorbo.
—¡Ay, ay, ay! dijo como sintiendo un grande alivio, esto ya es algo mejor, sin duda alguna. Y ahora bien, chico, ¿ha dicho ese Doctor cuanto tiempo tengo que estar acostado en este viejo camarote?
—Una semana, por lo menos, le respondí.
—¡Mil carronadas! gritó él, ¡una semana! Esto es imposible. En ese tiempo podrían ellos enviarme su disco negro. En este mismo momento ya los vagabundos esos enderezan su proa y tratan de habérselas conmigo; vagabundos que no sabrían conservar lo que cogieron y que quieren arañar lo que pertenece á otro. ¡Vayan noramala! ¿es esa una conducta digna de marinos? quiero saberlo. Pero soy un bendito. Yo jamás he derrochado un buen dinero mío, ni lo he perdido tampoco. Yo sabré pegárselas una vez más. No les tengo miedo; les soltaré otro rizo y ya los haré virar de bordo, chico, ¡ya lo verás!
En tanto que hablaba así se había ido levantado de la cama, aunque con gran dificultad, agarrándose—es la palabra—agarrándose á mi hombro con una presión tan fuerte que casi me hizo llorar y moviendo sus piernas como si fuesen un peso muerto. Sus palabras que, como se ve, estaban rebosando un pensamiento activo y lleno de vida contrastaban tristemente con la debilidad de la voz en que eran pronunciadas. Cuando se hubo sentado en el borde de la cama se detuvo un poco y luego murmuró:
—Ese Doctor me ha hundido... los oídos me zumban... acuéstame otra vez.
Antes de que hubiera hecho gran cosa para complacerlo, él había caído ya de espaldas, en su posición anterior, en la cual permaneció silencioso por algún rato.
—Jim, me dijo al cabo, ¿viste hoy á ese marinero?
—¿Á Black Dog? le pregunté.
—¡Ah! ¡Black Dog! exclamó él. Black Dog es un perverso, pero hay alguien peor que lo obliga á serlo. Ahora bien, si no me es posible marcharme de aquí, de ninguna manera, y si me envían el disco negro, acuérdate que lo que ellos buscan es mi viejo cofre de á bordo... Montas en un caballo.. ¿lo harás, no es cierto?... montas en un caballo y vas á ver... pues, sí... no tiene remedio... á ese eterno Doctor del diablo, y le dirás que se dé prisa á reunir á todas sus gentes... magistrados y cosas por el estilo... y que haga rumbo con ellos y los traiga aquí á bordo del “Almirante Benbow”... lo mismo que á todo lo que haya quedado de la vieja tripulación de Flint, hombres y grumetes. Yo fuí primer piloto, sí, primer piloto del viejo Capitán Flint, y soy el único que conoce el sitio verdadero. Él me lo descubrió en Savannah, cuando estaba, como yo he estado hoy, próximo á la muerte. Pero tú no los denunciarás á menos que logren hacerme llegar su disco negro, ó en caso de que vuelvas á ver á ese Black Dog otra vez, ó á un marinero con una pierna sola... á este sobre todos, Jim!
—Pero ¿qué significa eso del disco negro, Capitán? le pregunté.
—Esto no es más que una advertencia, chico, me contestó. Yo te lo explicaré si ellos logran lo que quieren. Entretanto, Jim, ten siempre tu ojo alerta y por mi honor te juro que tú serás mi socio á partes iguales.
Divagó todavía un poco más, y su voz era á cada instante más y más débil. Le dí, en seguida, su medicina, que él apuró como un niño, sin hacer la más ligera observación y añadió luego:
—Si alguna vez un marino ha querido drogas, ese soy yo ahora.
Después de decir esto cayó en un sueño profundo, muy parecido al desfallecimiento, y en ese estado lo dejé.
¿Qué es lo que yo debía haber hecho entonces para que todo hubiera salido bien? No sé. Probablemente debí haber contado todo al Doctor, porque el hecho es que yo me encontraba en una angustia mortal temiendo que, cuando menos, se arrepintiera el Capitán de sus confidencias y quisiera dar buena cuenta de mí. Pero lo que sucedió fué que mi pobre padre murió casi repentinamente aquella