La isla del tesoro. Robert Louis Stevenson
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CAPÍTULO IV EL COFRE DEL MUERTO
SIN perder un instante, por supuesto, hice entonces lo que quizás debí haber hecho mucho tiempo antes, que fué contar á mi madre todo lo que sabía, y desde luego ví que nos encontrábamos en una posición sobre manera difícil. Parte del dinero de aquel hombre—si alguno tenía—se nos debía á nosotros evidentemente; pero no era muy presumible que los extraños y siniestros camaradas del Capitán, sobre todo, aquellos dos que ya me eran conocidos, consintieran en deshacerse de parte del botín que pensaban repartirse, por pagar las deudas del hombre muerto. La orden que el Capitán me había dado, como se recordará, de que saltase al punto sobre un caballo y corriese en busca del Doctor Livesey hubiera dejado á mi madre sola y sin protección, por lo cual no había que pensar en ello. La verdad es que nos parecía imposible á ambos el permanecer mucho tiempo en la casa: los rumores más comunes é insignificantes como el carbón cayendo en las hornillas del fogón de la cocina, el tic-tac del reloj de pared y otros por el estilo, nos llenaban, en aquellas circunstancias, de terror supersticioso. Las inmediaciones de la casa nos parecían llenar el aire con el ruido apagado de pisadas cautelosas que se acercaban, así es que, entre aquel cadáver del pobre Capitán, yaciendo sobre el piso de la sala, y el recuerdo de aquel detestable y horroroso pordiosero ciego, rondando quizás muy cerca y tal vez pronto á volver, hubo momentos en que, como dice un adagio vulgar, no me llegaba la camisa al cuerpo. Había, pues, que tomar una resolución pronta, cualquiera que fuese, y al fin nos ocurrió irnos juntos y pedir socorro en la aldea cercana. Todo fué decir y hacer. Aun cuando estábamos con la cabeza toda trastornada, no vacilamos en correr, sin tardanza, enmedio de la tarde que declinaba y de la espesa y helada niebla que todo lo envolvía.
La aldea, aunque no se veía desde nuestra posada, no estaba, sin embargo, sino á una distancia de pocos centenares de yardas, al otro lado de la caleta vecina, y—lo que era para mí un grandísimo consuelo—en dirección opuesta de la que el mendigo ciego había hecho su aparición, y probablemente de la que también había seguido en su retirada. No tardamos mucho tiempo en el camino, por más que algunas veces nos deteníamos repegándonos el uno al otro para prestar oído. Pero no percibimos ruido alguno anormal; nada que no fuese el vago y suave rumor de la marea y los últimos graznidos y aleteos postreros de los habitantes de la selva.
Acababa de oscurecer cuando llegamos á la aldea, y jamás olvidaré lo mucho que me animó el ver en puertas y ventanas el brillo amarillento de las luces; aunque ¡ay! como muy pronto iba á verlo, aquel era el único auxilio que podíamos esperar por aquel lado. Porque no hubo un alma—por más vergonzoso que esto sea para los hombres aquellos—no hubo un alma que consintiera en acompañarnos de vuelta á la posada. Mientras más detallábamos nuestras cuitas, más veíamos que hombres, mujeres y niños se aferraban en quedarse al abrigo de sus propios hogares. El nombre del Capitán Flint, por más que para mí fuese completamente extraño, era bastante conocido para algunos de aquellos campesinos y bastaba él solo para llevar á sus corazones un gran peso de terror. Algunos de aquellos hombres que habían estado trabajando en el campo, en las cercanías del “Almirante Benbow,” recordaban, además, haber visto varios extraños en el camino y tomándolos por contrabandistas, los habían obligado á alejarse; otro aseguraba, por lo menos, haber visto una especie de bote de vela cuadrada, en la parte de la costa que llamamos Caleta del Gato. Por lo visto, cualquiera que fuese un simple camarada del Capitán era bastante para producir un terror mortal á aquellas gentes. Y aun cuando después de muchas vueltas y revueltas encontramos á algunos dispuestos á montar é ir á prevenir al Doctor Livesey de lo que pasaba, para lo cual tenían que ir en otra dirección, lo cierto es que ninguno quiso venir á ayudarnos á defender la posada.
Se dice comunmente que el miedo es contagioso; pero por otro lado, la elocuencia es una gran alentadora, así es que, cuando cada uno hubo dicho su opinión, mi madre les dijo un pequeño discurso.
—Yo declaro, dijo entre otras cosas, que jamás consentiré en perder un dinero que pertenece á mi huérfano hijo, y si ninguno de Vds. se atreve á ayudarme, Jim y yo nos atrevemos á todo. Ahora mismo nos volvemos por donde hemos venido y pocas gracias doy á Vds. camastrones, desentrañados, corazones de pollo. Nosotros solos abriremos esa maleta, aunque deba costarme la vida mi atrevimiento. Gracias mil á Vd., Sra. Crossley, por este saquillo que me ha prestado en el cual traeré mi “muy mío” y muy legítimo dinero.
Es claro que yo dije que iría con mi madre, y claro es también que todas aquellas gentes protestaron contra nuestra temeridad; pero con todo y eso, no hubo un hombre solo que se resolviera á acompañarnos. Todo lo más que hicieron fué darme una pistola cargada por si acaso nos atacaban y prometernos que tendrían listos caballos ensillados para el caso de que fuésemos perseguidos en nuestra vuelta, y entre tanto un muchacho corría ya en busca del Doctor para pedir auxilio armado.
Mi corazón latía violentamente cuando mi madre y yo volvíamos, solos de nuevo, en medio de aquella noche helada, para afrontar tan temible y peligrosa aventura. La luna llena comenzaba á levantar su disco rojizo sobre las vagas siluetas de las nieblas del horizonte, lo cual nos impelía á acelerar el paso, porque era evidente que antes de mucho rato, y antes de que volviésemos de nuevo, todo estaría ya inundado con una claridad como de día, y nuestra partida quedaría expuesta, por lo mismo, á los ojos investigadores de nuestros vigilantes enemigos. Deslizámonos cautelosamente á lo largo de los setos y vallados, sin hacer el menor ruido y no vimos ni oímos nada que fuese parte á aumentar nuestras zozobras, hasta que, al fin, con gran consuelo nuestro, la puerta de la posada se cerró tras de nosotros, que estábamos, al cabo, en ella.
Corrí instintivamente el cerrojo tan luego como entramos, y nos quedamos, por un momento, enmedio de la oscuridad, jadeando y palpitantes, solos, sin más compañía que el cadáver del Capitán. Mi madre enseguida fué al mostrador y tomó una bugía, y cogidos ambos de las manos nos introdujimos á la sala. El muerto estaba allí, tal como lo habíamos dejado, con sus ojos abiertos y un brazo echado hacia fuera.
—Baja el trasparente, Jim, murmuró mi madre; podría suceder que viniesen á espiarnos desde afuera. Y ahora—añadió cuando su orden estaba ejecutada—tenemos que buscar la llave de eso, y ya veremos quien es el que lo coje. Y al decir esto exhaló algo como un suspiro ó un sollozo.
Púseme de rodillas inmediatamente. En el suelo, muy cerca de la mano del difunto me encontré en el acto un disco pequeño de papel, ennegrecido de un lado. No pude dudar de que esto fuese el disco negro á que él se había referido y levantándolo, encontré escrito, al otro lado, en letra muy buena y muy clara, esta intimación demasiado lacónica. “Se le da á Vd. de plazo hasta las diez, de esta noche.”
—Se le da hasta las diez, madre, dije, y no bien acababa de pronunciar estas palabras cuando nuestro viejo reloj crujió para dar una hora, y comenzó á sonar pausadamente sus campanadas, haciéndonos extremecer con un movimiento involuntario...
—¡Una... dos... tres... cuatro... cinco... seis! Las seis! son las seis apenas... tenemos tiempo, Jim, dijo mi madre. Ahora, veamos; esa llave!
Busqué en cada una de sus bolsas: algunas pequeñas monedas, un dedal, un poco de hilo, agujas gruesas, un pedazo de tabaco de pipa, su navaja de mango corvo, una brújula de bolsillo, y una cajita con eslabón y yesca fué todo lo que en ellas encontré y ya comenzaba, por lo mismo, á desesperar.
—Tal vez la lleve