La isla del tesoro. Robert Louis Stevenson

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La isla del tesoro - Robert Louis Stevenson

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Finalmente tomó la peor dirección para él, rumbo á la aldea, y pasó á muy pocos pasos de mi escondite clamando frenéticamente:

      —Juanillo, Black Dog, Dirk, y otros nombres más.... Vds. no dejarán aquí á su viejo Pew, compañeros... ¡no dejarán á su pobre Pew!

      En aquel instante el ruido de los caballos llegó á la cumbre y cuatro ó cinco ginetes aparecieron sobre la loma, alumbrados claramente por la luna y se precipitaron á galope tendido hacia abajo, por el declive.

      Entonces Pew comprendió su error; trató de volverse prorrumpiendo en una maldición y se dirijió hacia la zanja en la cual rodó. Pero en un segundo ya se había puesto en pie de nueva cuenta é intentó un nuevo escape; pero descarriado ya como estaba, no hizo más que ir á colocarse precisamente bajo el más próximo de los caballos que se acercaban. El ginete trató de salvarlo; pero fué en vano. El mendigo cayó, sin remedio, atropellado por el bruto que lo echó por tierra y estampó sobre él, despedazándolo, sus cuatro herrados y poderosos cascos. Pew dejó oir un solo grito horrible y angustioso que se perdió en el silencio trágico de la noche. Cayó sobre un costado, se volteó luego débilmente con el rostro á tierra y no volvió á moverse nunca.

      Yo me enderecé entonces y saludé cortésmente á los ginetes que ya se disponían á retroceder, horrorizados por el accidente ocurrido. Pronto me dí cuenta de quienes eran ellos. Uno, que venía aún detrás de todos, era el muchacho que había ido de la aldea en busca del Doctor Livesey; los demás eran aduaneros ó guardas fiscales que aquél había encontrado en su camino y con los cuales se había entendido para regresar sin pérdida de tiempo. La noticia de aquella extraña barca de vela cuadrada surta en la Caleta del Gato, había llegado hasta el Inspector Dance que, á consecuencia de ella, había resuelto hacer una excursión aquella noche en dirección de nuestras playas, circunstancia, sin la cual, es seguro que mi madre y yo habríamos perdido la vida.

      En cuanto á Pew, estaba muerto y muy bien muerto. Por lo que hace á mi madre, á quien condujimos á la aldea, algunas lociones de agua fría y algunas sales que le hicimos aspirar le volvieron por completo el conocimiento y aunque no quedó enteramente exhausta de ánimo por sus terrores, sinembargo aún continuaba deplorando el resto del dinero que no quiso tomar. En el interín, el Inspector apresuró su marcha, tanto cuanto pudo, en dirección de la Caleta del Gato; pero sus guardas tenían que desmontar y que ir marchando á tientas por las escabrosidades de la cañada, llevando del diestro á los caballos, algunas veces conteniéndolos y constantemente con el temor de una emboscada, por lo mismo no fué cosa de sorprenderse el que, cuando llegaron al lugar en que sabían que la barca estaba fondeada, ésta se hubiera hecho ya á la mar, si bien estaba aún á cortísima distancia de la playa. Todavía la voz del Inspector pudo llegar hasta los fugitivos, uno de los cuales le gritó que se quitase de la luz de la luna porque podría ir á saludarle un poco de plomo. No acababa de apagarse el eco de esta intimación cuando silbó una bala de mosquete casi rozando el brazo de Dance y acto continuo la embarcación dobló la punta de la caleta y desapareció. El Inspector se quedó allí, según su propia expresión “como pez fuera del agua” y todo lo más que pudo hacer fué enviar un hombre á Brístol para prevenir el arribo posible de la falúa aquella, lo cual era lo mismo que nada, en su opinión.

      —Han salido salvos, añadió, y la cosa ha concluido allí. Solamente me alegro mucho de que hayamos trillado al paso á Maese Pew, que de no ser así ya hubiera recibido, á estas horas, noticias mías.

      Volvíme entonces con él á la posada del “Almirante Benbow” y no podría nadie imaginarse qué cuadro de trastorno y destrozo encontré en nuestra casa. El reloj, con su gran caja de madera, había sido arrojado al suelo por aquellos bárbaros en su desesperada cacería emprendida para buscarnos á mi madre y á mí, y aun cuando es cierto que nada se habían llevado á excepción del talego de dinero del Capitán y algunas monedas de plata de nuestra gaveta, pude hacerme cargo, desde la primera ojeada que dí, de que estábamos arruinados. El Inspector Dance no podía hacer nada en aquel caos.

      —Bueno, Jim, díjome; tú afirmas que ellos han cogido el dinero, ¿no es así? entonces ¿qué fortuna era la que buscaban aquí? ¿más dinero tal vez?

      —No señor, no creo que fuese dinero, le contesté, lo cierto es que yo creo tener aquí, en la bolsa de pecho de mi jubón lo que ellos buscaban y quisiera, de buen grado, depositarlo desde luego en un lugar seguro.

      —¿Para ponerlo á salvo, muchacho? me parece muy bueno, dijo. Yo me lo llevaré si tú quieres.

      —Yo pensaba, tal vez, que el Doctor Livesey... comencé yo.

      —¡Excelente! ¡magnífico! me interrumpió él en muy plausible tono; tu idea es immejorable; él es todo un caballero y todo un magistrado. Y ahora que pienso en ello, yo también debo ir allá y dar cuenta, ya sea á él, ya al Caballero Trelawney, de la muerte de ese Maese Pew, que ya no tiene remedio. Y no es que yo la deplore, nó; sino que las gentes poco benévolas podrían querer acriminar por ella á un oficial del fisco de Su Majestad, si acriminación cupiere en este caso. Ahora, pues, Hawkins, si tú quieres, puedo llevarte conmigo.

      Le dí cordialmente las gracias por su ofrecimiento y nos fuimos á pie otra vez á la aldea en donde estaban los caballos. Mientras fuí á avisar á mi madre lo que iba yo á hacer ya las cabalgaduras estaban ensilladas.

      —Dogger, dijo el Sr. Dance, tú llevas allí un buen caballo, ponte á este chiquillo en ancas.

      No bien hube yo montado y asídome al cinturón de Dogger, el Inspector dió la señal de partida y toda la caravana se puso en movimiento saliendo al camino, á un trote bastante vivo, y cruzando el puente que nos sirvió de escondite, rumbo á la casa del Doctor Livesey.

CAPÍTULO VI LOS PAPELES DEL CAPITÁN

       Índice

      CAMINAMOS bastante de prisa hasta que por fin nos detuvimos á la puerta del Doctor Livesey. La casa estaba enteramente oscura en el exterior.

      El Inspector Dance me dijo que me apeara y llamase á la puerta y Dogger me dió uno de sus estribos para que bajara por él. La puerta se abrió casi inmediatemente y apareció la criada.

      —¿Está en casa el Doctor? le pregunté.

      —Nó, me contestó, estuvo aquí en la tarde, pero volvió á salir rumbo á la Universidad en donde iba á comer y á pasar la velada con el Caballero Trelawney.

      —Entonces, vamos allá, muchachos, dijo el Inspector.

      Por esta vez, como la distancia que había que recorrer era muy corta, ya no volví á montar, sino que marché teniéndome á la correa del estribo de Dogger hasta el pabellón del conserje, y de allí arriba por la larga y desnuda avenida, alumbrada á aquella hora por el resplandor de la luna, y á cuyo término se veía, de uno y otro lado, en medio de viejos jardines, la blanca silueta del grupo de edificios que forman la Universidad. Aquí el Inspector Dance desmontó, y llevándome consigo, obtuvo el permiso de pasar al interior del establecimiento para un pequeño asunto.

      El criado nos condujo á un pasillo esterado á cuyo extremo nos mostró la gran biblioteca, toda forrada de inmensos estantes, coronados de bustos de sabios de todas las edades. Allí

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