El comportamiento administrativo. Herbert Alexander Simon
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Considérese el siguiente pasaje extraído del “Manual de Campo para la Infantería” (Infantry Field Manual) del Ejército de los Estados Unidos:
La sorpresa constituye el elemento esencial de un ataque exitoso. Habría que perseguir afanosamente sus efectos tanto en las operaciones pequeñas como en las grandes. La infantería provoca sorpresa mediante el ocultamiento del momento y el lugar del ataque, el encubrimiento de sus posiciones, la rapidez de sus maniobras, el engaño, y al evitar procedimientos estereotipados. (5)
Es difícil decir en qué medida se pretende que estas tres oraciones sean proposiciones fácticas, y en qué medida, que sean tratadas como imperativos, o sea, decisiones. Se puede leer la primera como una simple declaración sobre las condiciones para conducir un ataque exitoso; se puede interpretar la tercera como una enumeración de las condiciones en las cuales se logra la sorpresa.
Pero hay un conjunto de imperativos expresos e implícitos que vinculan estas oraciones fácticas entre sí –proporcionándoles, por así decir, tejido conectivo– que podrían parafrasearse de la siguiente manera: “¡Ataquen con éxito!”, “¡Utilicen la sorpresa!” y “¡Oculten el momento y el lugar del ataque, encubran las posiciones, muévanse rápidamente, engañen al enemigo y eviten los procedimientos estereotipados!”.
De hecho, se podría reformular el párrafo y dividírselo en tres oraciones: la primera, ética; las otras dos, estrictamente fácticas:
1 ¡Ataquen con éxito!
2 Un ataque sólo resulta exitoso cuando se lo conduce en condiciones que provocan sorpresa.
3 Las condiciones que provocan sorpresa son: el ocultamiento del momento y el lugar del ataque, etcétera.
De esto surge que las decisiones que toma un comandante militar de ocultar las posiciones de sus tropas, contienen elementos tanto de hecho como éticos, ya que las oculta “para” causar “sorpresa”, y esto a su vez “para” conducir con éxito un ataque. Por lo tanto, hay un sentido en el que se puede juzgar si sus decisiones son correctas: resulta una cuestión estrictamente fáctica si las medidas que toma son adecuadas “para” lograr el objetivo. No constituye una cuestión fáctica que su objetivo sea o no correcto en sí mismo, excepto en la medida en que se conecte, por medio de un “para”, con otros objetivos.
Siempre es posible evaluar las decisiones en este sentido relativo –determinar si son correctas, dado el objetivo al cual apuntan–, pero un cambio en los objetivos implica un cambio en la evaluación. Estrictamente hablando, no se valora la decisión en sí, sino la relación puramente fáctica que se impone entre la decisión y sus fines: (6) no se evalúa la decisión del comandante de tomar ciertas medidas para sorprender al enemigo, sino su juicio fáctico de que esas medidas lograrán, de hecho, la sorpresa.
Se puede presentar este argumento de una manera ligeramente distinta. Considérense estas dos oraciones: “¡Provoquen sorpresa!” y “Las condiciones para causar sorpresa son el ocultamiento del momento y el lugar del ataque, etc.”. En tanto que la primera contiene un elemento imperativo, o ético, y por lo tanto no es ni verdadera ni falsa, la segunda es totalmente fáctica. Si se ampliara la idea de inferencia lógica como para resultar aplicable tanto al elemento ético como al fáctico en la oración, entonces a partir de estas dos oraciones se podría deducir una tercera: “¡Oculten el momento y el lugar del ataque, etc.!”. Así, gracias a la mediación de una premisa fáctica (la segunda oración), se puede deducir un imperativo a partir de otro. (7)
El Carácter Mixto de las Afirmaciones Éticas
A partir de los ejemplos ya enunciados, debería quedar claro que la mayoría de las proposiciones éticas tiene entremezclados elementos fácticos. Puesto que en su mayoría los imperativos no constituyen fines en sí mismos sino fines intermedios, la cuestión de si son apropiados para fines más definitivos a los que apuntan es todavía una cuestión fáctica. No es necesario determinar aquí si es posible o no seguir la cadena de implementación lo suficientemente lejos como para aislar el valor “puro” –un fin deseable sólo por sí mismo–. El punto importante para la presente discusión es que no se puede describir una afirmación como correcta o incorrecta cuando ella contiene un elemento ético, intermedio o final, y que el proceso decisorio debe comenzar con alguna premisa ética que se acepta como “dada”. Esta premisa ética describe el objetivo de la organización en cuestión.
En administración, el carácter mixto de las premisas éticas “dadas” es, por lo común, bastante evidente. Un departamento municipal puede aceptar como objetivo ofrecer actividades de recreación a los habitantes de la ciudad. Luego se puede analizar ese fin como un medio para “fomentar la actividad física”, “utilizar el tiempo libre en forma constructiva”, “prevenir la delincuencia juvenil” y una gran cantidad de fines más, seguidos hasta que la cadena de medios a fines alcanza un dominio difuso etiquetado como “la buena vida”. En este punto, las conexiones de medios a fines se vuelven tan conjeturales (por ejemplo, la relación entre actividades recreativas y el carácter) y el contenido de los valores, tan mal definido (por ejemplo, la “felicidad”) que el análisis deja de ser valioso a los fines administrativos. (8)
Se puede formular este último punto de una forma más positiva. A fin de que una proposición ética resulte útil para una toma de decisiones racional, (a) los valores que se aceptan como objetivos organizacionales deben ser concretos, de modo que sea posible evaluar su grado de cumplimiento en cualquier situación, y (b) debe ser posible formar juicios sobre la probabilidad de que determinadas acciones logren la implementación de esos objetivos.
El Rol del Juicio en la Decisión
La división de las premisas de la decisión en éticas y fácticas parecería no dejar espacio para el juicio en la toma de decisiones. Esta dificultad se evita mediante el sentido muy amplio que se le dio a la palabra “fáctico”: una afirmación sobre el mundo observable es fáctica si, en principio, se puede probar su veracidad o falsedad. O sea, si ocurren ciertos hechos, decimos que la afirmación era verdadera; si ocurren otros, que era falsa.
Esto de ningún modo implica que seamos capaces de determinar por adelantado si es verdadera o falsa. Aquí es donde entra a jugar el juicio. Para tomar decisiones administrativas, es siempre necesario elegir premisas fácticas cuya verdad o falsedad no se conoce claramente ni se puede determinar con certeza mediante la información y el tiempo disponibles para alcanzar la decisión.
Que cierto ataque de infantería tome su objetivo o fracase constituye una cuestión estrictamente fáctica. Sin embargo, esta cuestión implica un juicio, dado que el éxito o el fracaso dependerán de la posición del enemigo, la exactitud y la fuerza de apoyo de la artillería, la topografía, la moral de las tropas que atacan y defienden, y un montón de otros factores que es imposible que el comandante que debe ordenar el ataque pueda conocer o evaluar totalmente.
En el lenguaje corriente, a menudo se confunden el elemento de juicio en la decisión con el elemento ético. Esta confusión empeora por el hecho de que cuanto más lejos se sigue la cadena de medios a fines, o sea, cuanto mayor es el elemento ético, más dudosos son los eslabones de la cadena y mayor es el elemento de juicio implicado en la determinación de qué medios contribuirán a qué fines. (9)
El proceso de formación de juicios ha sido estudiado de manera muy imperfecta. Se puede temer que en la administración práctica la confianza en que los juicios