El comportamiento administrativo. Herbert Alexander Simon
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Por cierto, ambos ofrecen distintas sugerencias para la eliminación gradual de esta área de incertidumbre. Freund confía en la legislatura para restringir la discrecionalidad mediante el ejercicio de su función de determinación de políticas. (20) Dickinson cree que la discrecionalidad administrativa puede ser gradualmente reemplazada por normas generales a ser formuladas por los tribunales, a medida que los principios surjan progresivamente a partir de un conjunto de problemas determinado. (21) Ninguno está dispuesto a admitir ninguna diferencia fundamental entre elementos fácticos y normativos incluidos en los fallos de los tribunales ni a ver en esa diferencia una justificación para una acción discrecional.
Los tribunales se han acercado un poco más al reconocimiento de esta distinción, aunque, al separar las “cuestiones de hecho” de las “cuestiones de derecho”, ubican en la última categoría a un gran número de cuestiones de hecho, especialmente cuando los “hechos jurisdiccionales” y los “hechos constitucionales” se convierten en “cuestiones de derecho”. (22) Este no es el lugar, sin embargo, para discutir la totalidad del problema de la revisión judicial. Estos breves comentarios apenas sirven para ilustrar la falta de un acuerdo general sobre la diferencia fundamental entre cuestiones de hecho y de valor en el campo del derecho administrativo.
A esta opinión de que la discrecionalidad es inherentemente no deseable, se opone una igualmente extrema de que “todas” las decisiones administrativas se pueden regir por el criterio interno de corrección sin ningún tipo de peligro y que se puede reemplazar el control legislativo por el control que ejerce la comunidad científica. (23) Nuestro propio análisis expone la falacia de un argumento que afirma que las decisiones son todas fácticas tan claramente como refuta un argumento que sostiene que son todas éticas.
La posición a la que nos conducen las presunciones metodológicas del presente estudio es la siguiente: el proceso de validación de una proposición fáctica es claramente distinto del de validación de un juicio de valor. El primero se valida por su conformidad con los hechos; el segundo, por voluntad humana.
El Legislador y el Administrador
Las instituciones democráticas encuentran su justificación principal como un procedimiento para la validación de los juicios de valor. No existe una forma “científica” o “experta” de realizar tales juicios, así que la pericia, de cualquier tipo que sea, no resulta un requisito para el desempeño de esta función. Si fuera posible, en la práctica, separar estrictamente los elementos fácticos de una decisión de los éticos, los roles adecuados para el legislador y el experto en el proceso democrático de toma de decisiones serían sencillos. Esto no es posible por dos razones. Primero, como ya se ha señalado, la mayoría de los juicios de valor se realizan en términos de valores intermedios, los cuales, a su vez, implican cuestiones fácticas. Segundo, si se confiaran las decisiones fácticas a los expertos, debería haber sanciones disponibles para garantizar que los expertos se ajusten, de buena fe, a los juicios de valor que se formularon democráticamente.
Los críticos de los procedimientos existentes para hacer cumplir la responsabilidad señalan el alto grado de inefectividad que estos procedimientos tienen en la práctica. (24) Pero no hay motivo para concluir que los procedimientos carecen de valor inherente. Primero, por las razones ya explicadas, la responsabilidad propia del administrador no es una respuesta al problema. Segundo, el hecho de que la presión de trabajo legislativo impida la revisión de algo más que unas pocas decisiones administrativas no destruye la utilidad de las sanciones que permiten al cuerpo legislativo imputar al administrador la responsabilidad por “cualquiera” de sus decisiones. La previsión de una posible investigación y revisión legislativa tendrá un efecto poderoso de control sobre el administrador, incluso si esta revisión potencial solo puede hacerse efectiva en unos pocos casos. En el cuerpo político, la “función” de decidir se puede distribuir de forma muy distinta de la “autoridad definitiva” para resolver decisiones controvertidas.
No sería posible establecer un principio definitivo con respecto a un tema tan controvertido, y que ha sido explorado de una manera tan imperfecta. (25) No obstante, si la distinción entre cuestiones fácticas y éticas es válida, se podrían extraer las siguientes conclusiones:
1) La responsabilidad hacia las instituciones democráticas, en lo que respecta a la determinación de valor, se puede reforzar mediante la invención de mecanismos de procedimiento que permitan una separación más efectiva de los elementos fácticos y éticos de las decisiones. En capítulos posteriores, se ofrecerán algunas sugerencias según estas líneas.
2) La asignación de una cuestión a la legislatura o el administrador para su decisión debería depender de la importancia relativa de los puntos fácticos y éticos involucrados, y del grado en que los primeros sean controvertidos. Las posibilidades de una asignación adecuada sin sobrecargar a la legislatura aumentarán cada vez más, en la medida en que el Punto 1 precedente se implemente con éxito.
3) Dado que el cuerpo legislativo debe forzosamente realizar muchos juicios fácticos, necesita contar con un acceso rápido a la información y el asesoramiento. Sin embargo, esto no debe tomar la forma de simples recomendaciones para la acción, sino de información fáctica sobre las consecuencias objetivas de las alternativas que se encuentran frente al cuerpo legislativo.
4) Dado que el organismo administrativo debe forzosamente realizar muchos juicios de valor, debe ser sensible a los valores de la comunidad, más allá de los que están explícitamente sancionados en forma de ley. De igual modo, aunque la función de realizar juicios de valor a menudo se delega al administrador, en especial cuando no hay temas controvertidos implicados, debe continuar siendo completamente responsable por ellos, en caso de desacuerdo.
Si resulta conveniente mantener los términos “política” y “administración”, es mejor aplicarlos a la división de las funciones decisorias que siguen las líneas aquí sugeridas. Aunque no es idéntica a la separación entre “valor” y “hecho”, tal división dependería claramente de esa distinción fundamental.
Sería ingenuo insinuar que la división del trabajo entre la legislatura y el administrador de un organismo público real siempre se ajustará perfectamente a estos lineamientos precedentes. En primer lugar, por razones políticas, el cuerpo legislativo a menudo deseará evitar tomar decisiones puramente políticas y querrá pasárselas a un organismo administrativo. (26) En segundo lugar, el administrador puede ser considerablemente distinto del individuo neutral y sumiso que aquí se describe. Es posible que tenga (y generalmente tendrá) su propio conjunto bien definido de valores personales, que le gustaría ver implementado mediante su organización administrativa, y es posible que resista cualquier intento por parte de la legislatura de asumir por completo la función de determinación de políticas, o que sabotee las decisiones mediante el modo de ejecutarlas.
No obstante, tal vez sería justo decir que, para alcanzar la responsabilidad democrática en el gobierno moderno, se requerirá una aproximación a las líneas de demarcación entre la legislatura y la administración que se detallaron precedentemente.
Una Nota sobre Terminología
Antes de concluir este capítulo, debería señalarse que el término “política” suele usarse en un sentido más amplio y general que el que aquí se le da. En la bibliografía sobre la administración en el sector privado, el término “política” a menudo significa: (a) cualquier norma general que se ha establecido en una organización para limitar la discrecionalidad de los subordinados (por ejemplo, es una “política” del departamento B archivar una