El espíritu de la filosofía medieval. Étienne Gilson
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A menos de vaciar esta expresión de todo contenido positivo, es menester admitir francamente que solo una relación intrínseca de la revelación a la razón le da un sentido. Y aun importa que ese sentido sea exactamente definido. No se trata en modo alguno de sostener que la fe sea un tipo de conocimiento superior al del conocimiento racional. Jamás lo pretendió nadie. Al contrario, es evidente que el creer es un simple sucedáneo del saber y que, todas las veces que sea posible, substituir la creencia por la ciencia es siempre para el entendimiento una ganancia positiva. La jerarquía tradicional de los modos de conocimiento, en los pensadores cristianos, es siempre la fe, la inteligencia, la vista de Dios cara a cara: «Inter fidem et speciem —escribe san Anselmo— intellectum quem in hac vita capimus esse medium intelligo»[16].
Tampoco se trata de sostener el absurdo de que se pueda aceptar por la fe la premisa mayor de un silogismo y extraer ciencia de su conclusion. Si se parte de una creencia para deducir su contenido, nunca se obtendrá más que creencia. Los que reprochan a quienes definen el método de la filosofía cristiana por el fides quarens intellectum de confundir teología y filosofía, muestran simplemente que no entienden de ningún modo la posición de aquellos, y aun dan lugar a pensar que no entienden bien lo que es la teología. Pues aun cuando la teología es una ciencia, en modo alguno se da por fin transformar en inteligencia la creencia por la cual adhiere a sus principios, lo que para ella equivaldría a destruir su propio objeto. Por otra parte, tanto como el teólogo, el filósofo cristiano no intentará transformar la fe en ciencia por una extraña química que pretendiera combinar esencias contradictorias. Lo que se pregunta simplemente el filósofo cristiano es si, entre las proposiciones que él cree verdaderas, no hay cierto número que su razón pudiera saber verdaderas. Mientras el creyente estriba sus asertos sobre la convicción íntima que su fe le confiere, permanece puro creyente y aún no ha entrado en el dominio de la filosofía; pero en cuanto halla entre sus creencias verdades que pueden llegar a ser objetos de ciencia, se convierte en filósofo. Y si esas luces filosóficas nuevas se las debe a la fe cristiana, se convierte entonces en un filósofo cristiano.
El desacuerdo presente que separa a los filósofos sobre el sentido de esa noción se vuelve por eso mismo más fácil de explicar. Algunos consideran a la filosofía en sí misma, en su esencia formal y haciendo abstracción de las condiciones que presiden tanto su constitución como su inteligibilidad. En este sentido, está claro que una filosofía no podría ser cristiana, ni tampoco judía o musulmana; y que la noción de filosofía cristiana no tiene mayor sentido que la de física o matemática cristiana[17].
Otros, teniendo en cuenta el hecho evidente que, para un cristiano, la fe desempeña el papel de principio regulador extrínseco, admiten la posibilidad de una filosofía cristiana; empero, cuidadosos por conservarle a la filosofía la pureza formal de su esencia, consideran como cristiana toda filosofía verdadera que presente «una concepción de la naturaleza y de la razón abierta a lo sobrenatural»[18]. No es dudoso que ese sea uno de los caracteres esenciales de la filosofía cristiana; pero no es el único, ni quizá el más profundo. Una filosofía abierta a lo sobrenatural sería seguramente una filosofía compatible con el cristianismo, y no sería necesariamente una filosofía cristiana. Para que una filosofía merezca verdaderamente ese título, es menester que lo sobrenatural descienda, a título de elemento constitutivo, no en su textura, lo que sería contradictorio, sino en la obra de su constitución. Llamo, pues, filosofía cristiana a toda filosofía que, aun cuando haga la distinción formal de los dos órdenes, considere la revelación cristiana como un auxiliar indispensable de la razón. Para quien lo entiende así, esta noción no corresponde a una esencia simple susceptible de recibir una definición abstracta; más bien corresponde a una realidad histórica cuya descripción solicita. No es más que una de las especies del género filosofía y contiene en su extensión los sistemas de filosofía que no han sido lo que fueron sino porque existió una religión cristiana y sufrieron voluntariamente su influencia[19]. En cuanto realidades históricas concretas, esos sistemas se distinguen unos de otros por sus diferencias individuales; empero, por el hecho de constituir una especie, presentan caracteres comunes que autorizan a agruparlos bajo una misma denominación.
En primer lugar, y ese es quizá el rasgo más distintivo de su actitud, el filósofo cristiano es un hombre que opera una elección entre los problemas filosóficos. En uso de su derecho, es capaz de interesarse en la totalidad de esos problemas tanto como cualquier otro filósofo; empero, de hecho, se interesa únicamente o sobre todo por aquellos cuya solución importa a la conducta de su vida religiosa. Lo demás, indiferente en sí, es objeto de lo que san Agustín, san Bernardo y san Buenaventura estigmatizan con el nombre de curiosidad: vana curiositas, turpis curiositas[20]. Aun los filósofos cristianos tales como santo Tomás, cuyo interés se extendía al conjunto de la filosofía, no han hecho obra creadora sino en un dominio relativamente restringido. Nada más natural. Puesto que la revelación cristiana no nos enseña más que las verdades necesarias para la salvación, su influencia no ha podido extenderse sino a las partes de la filosofía que conciernen a la existencia de Dios y su naturaleza, el origen de nuestra alma, su naturaleza y su destino. En el título mismo y en las primeras líneas de su tratado Del conocimiento de Dios y de sí mismo, Bossuet ha hecho entrar la enseñanza de una tradición de dieciséis siglos: «La sabiduría consiste en conocer a Dios y en conocerse a sí mismo. El conocimiento de nosotros mismos ha de llevarnos al conocimiento de Dios». No hay quien no reconozca en esas fórmulas el noverim me, noverim te de san Agustín[21]; y aunque santo Tomás no lo hiciera expresamente suyo, lo puso en práctica. No se trata de disminuir sus méritos como intérprete y comentarista de Aristóteles; sin embargo, no es en eso donde se muestra más grande, sino en los geniales puntos de mira que señala y, por los cuales, prolongando el esfuerzo de Aristóteles, lo sobrepasa. Esos puntos de mira, esas apreciaciones, las encontramos referentes a Dios, al alma o a la relación del alma con Dios. Y aun muy a menudo será necesario extraer las más profundas de entre ellas de contextos teológicos donde se hallan metidas, porque fue en el seno de problemas teológicos donde efectivamente nacieron. En una palabra: en todos los filósofos cristianos dignos de ese nombre, la fe ejerce una influencia simplificadora y su originalidad se manifiesta sobre todo en la zona directamente sometida a la influencia de la fe: doctrina de Dios, del hombre y de sus relaciones con Dios.
Por el hecho mismo que elimina la vana curiosidad, la influencia de la revelación sobre la filosofía le permite darse un fin y remate. Considerado desde el punto de vista cristiano, el curioso se ha metido en una empresa interminable. De hecho, todo conocimiento racional de cualquier realidad, sea cual fuere, depende de su competencia; de derecho, no hay ninguno del que esté autorizado a decir que, si lo tuviera, este no transformaría completamente el conocimiento que tiene de todo lo demás. Ahora bien: lo real es inagotable y por consiguiente la tentativa de sintetizarlo en forma de principios es una empresa prácticamente imposible. Hasta puede darse, como lo hará observar Comte más tarde, que la realidad natural no sea sintética y que no sea posible encontrarle una unidad sino considerándola desde el punto de vista de un sujeto[22]. Al elegir al hombre en su relación