El espíritu de la filosofía medieval. Étienne Gilson
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Al emplear la expresión, por lo demás imprecisa, de Ser supremo, Condorcet no hace sino hablar la lengua de su tiempo; pero ese lenguaje mismo no hace sino condensar en dos palabras un trabajo secular de reflexión sobre la enseñanza del cristianismo. Hablar de un ser supremo, en el sentido propio de los términos, es en primer lugar admitir que solo hay un ser que merece verdaderamente el nombre de Dios, y es admitir además que el nombre propio de ese Dios es el Ser, de modo que ese nombre pertenece a ese ser único en un sentido que solo a él conviene. ¿Puede decirse que el monoteísmo haya sido transmitido a los pensadores cristianos por la tradición helénica?
No es muy fácil saber hasta dónde los griegos adelantaron en esa dirección, y los historiadores no siempre se entienden cuando se trata de decidirlo. Sin embargo, puede observarse primeramente que donde el monoteísmo obtuvo un franco reconocimiento, es decir, en el mundo cristiano, inmediatamente ocupó un puesto central y se impuso como el principio de los principios. La naturaleza misma de esta noción lo exige, pues si hay un Dios y si no hay más que uno, todo lo demás deberá referirse siempre a él. Ahora bien: no vemos ningún sistema filosófico griego que haya reservado el nombre de Dios a un ser único y suspendiera a la idea de ese Dios el sistema entero del universo. Es poco probable, pues, a priori, que la especulación helénica consiguiera verdaderamente apoderarse de lo que, no pudiendo ser por esencia sino un principio, el principio, nunca desempeñó en ella ese papel de principio. Veamos si los hechos confirman esta suposición.
Cuando nos atenemos a las evidencias más inmediatas, comprobamos que si bien los poetas y pensadores griegos llevaron con éxito su lucha contra el antropomorfismo en materia de teología natural, nunca eliminaron ni siquiera pensaron en eliminar el politeísmo. Jenófanes enseña que hay un dios muy grande, pero eso significa solo que es supremo entre los dioses y los hombres[2]; ni Empédocles, ni Filolao van más allá, y en cuanto a Plutarco, de sobra sabemos que la pluralidad de dioses es uno de sus dogmas[3]. Al parecer, el pensamiento griego jamás consiguió sobrepasar ese nivel, pues ni siquiera tuvo éxito en las teologías naturales de Platón y de Aristóteles.
Si nos atenemos al problema preciso que aquí se trata de resolver, sin confundirlo con otros más o menos estrechamente emparentados, la respuesta no puede ser dudosa. La cuestión no está en saber si la doctrina de Platón transmitió a la especulación cristiana elementos importantes y numerosos, que más tarde ayudaron a elucidar la noción filosófica del Dios cristiano, que es lo que ha ocurrido principalmente con la Idea del Bien, tal cual está descrita en La República; el problema es otro, pues solo se trata de saber qué es lo que Platón piensa de Dios y si admite o no la pluralidad de los dioses. Ahora bien: la noción de Dios está muy lejos de corresponder en él al tipo superior y perfecto de la existencia, y a eso se debe que la divinidad pertenecía a una clase de seres múltiples, aun quizá a todo ser, sea cual fuere, en la medida exacta en que es. El Timeo (28 G) representa un esfuerzo considerable por elevarse a la noción de un dios que sea causa y padre del universo; pero ese dios mismo, por grande que sea, no solo está en concurrencia con el orden inteligible de las Ideas, sino que es además comparable a todos los miembros de la vasta familia de los dioses platónicos. No elimina a los dioses siderales de que es autor (Timeo, 41 A-C), ni siquiera el carácter divino del mundo al que da forma; primero entre esos dioses, sigue siendo uno de ellos, y si ha podido decirse que en virtud de su primacía el Demiurgo del Timeo es «casi análogo al Dios cristiano»[4], debemos agregar inmediatamente que en esas materias no puede ser cuestión de matices; o no hay más que un Dios, o hay varios, y un dios “casi análogo” al Dios cristiano no es el Dios cristiano.
Lo mismo sucede en lo que respecta a Aristóteles; y la afirmación no debe sorprendemos, porque el cristianismo ha penetrado tanto en la historia de la filosofía como en la filosofía misma. Ciertos pormenores de la vida de Aristóteles debieran, sin embargo, llamar la atención sobre este aspecto de su doctrina. El hombre que dispuso por testamento que la imagen de su madre fuera consagrada a Deméter y que se erigieran en Estagira, como él lo había prometido a los dioses, dos estatuas de mármol altas de cuatro codos, una a Zeus Sóter y la otra a Atenea Soteira[5], ciertamente jamás salió de los cuadros del politeísmo tradicional. Aquí también, obsérvese bien, la cuestión no está en saber si Aristóteles contribuyó en gran parte o no a preparar la noción filosófica del Dios cristiano. Lo sorprendente, al contrario, es que luego de ir tan lejos por la buena vía, no la siguiera hasta el cabo; pero es un hecho, y como tal lo consigno, que se detuvo en camino.
Cuando hablamos del dios de Aristóteles para compararlo al Dios cristiano, entendemos hablar del motor inmóvil, separado, acto puro, pensamiento del pensamiento, descrito por él en un texto célebre de la Física (VIH, 6). Más tarde hemos de volver sobre el sentido que conviene atribuirle. Por ahora solo se trata de recordar que el primer motor inmóvil está muy lejos de ocupar en el mundo de Aristóteles el lugar único reservado al Dios de la Biblia en el mundo judeo-cristiano. Volviendo al problema de la causa de los movimientos en la Metafísica (XII, 8), Aristóteles comienza evocando el recuerdo de las conclusiones anteriormente establecidas por la Física: «Según lo que se ha dicho, está claro que hay una substancia eterna, inmóvil y separada de las cosas sensibles. Se ha mostrado igualmente que esta substancia no puede tener ninguna extensión, pero que es impasible e inmutable, puesto que todas las demás especies de cambio son imposibles sin cambio de lugar. Se ve, pues, claramente, por qué el primer motor posee esos atributos». Nada mejor, al parecer. Una substancia inmaterial, separada, eterna, inmóvil, ¿no es ese exactamente el Dios del cristianismo? Quizá; pero leamos la frase siguiente: «No debemos descuidar la cuestión de saber si conviene suponer una substancia de ese género, o más de una, y, en la segunda hipótesis, cuántas hay». Luego de eso empieza sus cálculos para establecer, por razones astronómicas, que ha de haber, bajo el primer motor, cuarenta y nueve, o quizá hasta cincuenta y cinco motores todos separados, eternos e inmóviles. Así, aun cuando el primer motor inmóvil sea el único en ser primero, no es el único en ser un motor inmóvil, es decir, una divinidad. Aunque solo hubiese dos, ya sería bastante para probar que, «a pesar de la supremacía del Pensamiento primero, el politeísmo todavía impregna profundamente el espíritu del Filósofo»[6]. En una palabra: aun considerado en sus más eminentes representantes, el pensamiento griego no alcanzó esa verdad esencial que entrega de un solo golpe y sin sombra de prueba la sentencia de la Biblia: «Audi Israel, Dominus Deus noster, Dominus unus est» (Deut., VI, 4).
Podría muy bien ocurrir que estas palabras no hayan tenido inmediatamente, en el espíritu de quienes las oían, el sentido pleno y neto que ofrecen hoy a un filósofo cristiano. El pueblo de Israel quizá no haya alcanzado sino progresivamente la clara conciencia del monoteísmo y de su verdad profunda[7]; empero, lo que no deja lugar a ninguna duda es que, si hubo algún progreso del pensamiento judío sobre ese punto, ese progreso estaba terminado desde hacía mucho cuando el cristianismo heredó la Biblia. A quien le pregunta cuál es el mayor mandamiento de la Ley, Jesús responde inmediatamente por la afirmación fundamental del monoteísmo bíblico, como si todo lo demás siguiera de ahí: «El primero de todos los mandamientos es este: Escucha, Israel; el Señor tu Dios es el Dios único» (Marcos, XII, 29). Ahora bien: ese Credo in unum Deum de los cristianos, artículo primero de su fe, apareció al mismo tiempo como una evidencia racional irrefragable. Que, si hay un Dios, ese Dios es único, he ahí lo que a partir del siglo XVII nadie se tomará siquiera el trabajo de demostrar, como si se tratase de un principio inmediatamente evidente. Sin embargo, los griegos no pensaron en ello. Lo que los Padres jamás dejaron de afirmar como una creencia fundamental, porque Dios mismo se lo dijo, es una de esas verdades racionales, y la primera de todas