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Sin embargo, conviene agregar que san Buenaventura y santo Tomás se entienden perfectamente con Duns Escoto, para afirmar la subsistencia de un ser respecto del cual el eleatismo y el heraclitismo absolutos son igualmente vanos, porque aquel trasciende simultáneamente el más intenso dinamismo actual y el más acabado estatismo formal. Aun en aquellos cuyo pensamiento parece complacerse con el aspecto de acabamiento y de perfección que caracteriza al Ser puro, se descubre fácilmente la presencia del elemento “energía”, que sabemos es inseparable de la noción de acto. En este sentido, santo Tomás mismo, que habla de Dios en el puro lenguaje de Aristóteles, está sin embargo muy lejos del pensamiento de Aristóteles. El “acto puro” del peripatetismo lo es solo en el orden del pensamiento; el de santo Tomás lo es en el orden del ser, y por eso hemos visto que es a la vez infinito y perfecto. Ya sea, en efecto, que no se quiera hacer retroceder más allá de todo límite la realidad de un acto tal, ya sea que no se quiera encerrar sobre sí misma la perfección de su acabamiento, se reintroduce en él la virtualidad y se destruye del mismo golpe su esencia. «Lo infinito —dice Aristóteles— no es aquello fuera de lo cual no hay nada, sino, al contrario, aquello fuera de lo cual siempre hay algo»[25]. Lo infinito del Dios tomista es precisamente aquello fuera de lo cual no hay nada, y por eso después de habernos dicho que el verdadero nombre de Dios es ser, porque ese nombre no significa ninguna forma determinada —non significat formam aliquam—, santo Tomás escribe tranquilamente en fórmulas aristotélicas esta declaración, de la que podemos preguntarnos si Aristóteles la habría comprendido: porque Dios es forma, es el ser infinito —cum igitur Deus ex hoc infinitus sit, quod tantum forma vel actus est[26]—. Santo Tomás no ignora que la forma en cuanto tal es principio de perfección y acabamiento: perfectio autem omnis ex forma est, y precisamente por eso acaba de decir que Dios se llama ser porque ese nombre no designa ninguna forma; pero también sabe que, en el caso único en que el acto puro que se considera es el del ser mismo, la plenitud de su actualidad de ser le confiere de pleno derecho la infinidad positiva, desconocida por Aristóteles, de aquello fuera de lo cual no hay nada; por una paradoja que solo en Dios tiene sentido: sua infinitas ad summam perfectionem ipsius pertinet[27]. Para santo Tomás de Aquino como para Duns Escoto, pertenece a la esencia misma de Dios, en cuanto forma pura del ser, el ser infinito.
Cuando se reflexiona en el sentido de esa noción, aparece claro que había de engendrar, tarde o temprano, una nueva prueba de la existencia de Dios: la que se designa desde Kant con el nombre de argumento ontológico, de la cual a san Anselmo corresponde el honor de haber sido el primero en dar una fórmula definida. Aun los que rehúsan al pensamiento cristiano toda originalidad creadora hacen en general algunas reservas en favor del argumento de san Anselmo, que, desde la Edad Media, no ha dejado de reaparecer bajo las formas más diversas en los sistemas de Descartes, Malebranche, Leibniz, Spinoza, y aun en el de Hegel. Nadie discute que no haya huellas de él en los griegos, pero nadie parece haberse preguntado por qué los griegos nunca pensaron en ello[28], ni por qué, al contrario, es muy natural que fueran los cristianos quienes primero lo concibieran.
La respuesta a esta pregunta aparece con evidencia en seguida de planteada. Para filósofos tales como Platón y Aristóteles, que no identifican a Dios y el ser, resulta inconcebible que de la idea de Dios se pueda deducir la prueba de su ser; para un filósofo cristiano como san Anselmo, preguntarse si Dios es, es preguntarse si el Ser existe, y negar que sea es afirmar que el Ser no existe. He ahí por qué su pensamiento estuvo mucho tiempo asediado por el deseo de encontrar una prueba directa de la existencia de Dios, que se fundara en el solo principio de contradicción. El argumento es bastante conocido para eximimos de relatarlo en detalle, pero su sentido no siempre es claro en el espíritu de los mismos que lo refieren: la inconcebilidad de la no-existencia de Dios no tiene sentido sino en la perspectiva cristiana en que Dios se identifica con el ser y donde, por consiguiente, es contradictorio pretender que se le piensa y que se le piensa como no existiendo.
Si, en efecto, dejamos a un lado el mecanismo técnico de la prueba del Proslogion, por el cual no profeso excesiva admiración, veremos que aquella se reduce esencialmente a lo siguiente: que existe un ser cuya necesidad intrínseca es tal que se refleja en la idea misma que de él tenemos. Dios existe en sí tan necesariamente que, aun en nuestro pensamiento, no puede no existir: quod qui bene intelligit, utique intelligit idipsum sic essey ut nec cogitatione queat non esse[29]. El yerro de san Anselmo, y sus sucesores lo han visto bien, fue no darse cuenta de que la necesidad de afirmar a Dios, en lugar de constituir en sí una prueba definitiva de su existencia, no es sino un punto de apoyo que permite inducirlo. En otros términos: el desarrollo analítico por el cual hace salir de la idea de Dios la necesidad de su existencia no es la prueba de que Dios existe, pero puede ser el dato inicial de esa prueba, pues puede intentarse demostrar que la necesidad misma de afirmar a Dios postula, como su única razón suficiente, la existencia de Dios. Lo que san Anselmo no hizo sino presentir, otros debían necesariamente llegar a manifestarlo. San Buenaventura, por ejemplo, vio muy bien que la necesidad del ser de Dios quoad se es la única razón suficiente concebible de la necesidad de su existencia quoad nos. Que quien quiera contemplar la unidad de la esencia divina —dice— fije primero la mirada en el ser mismo: in ipsum esse, y vea que el ser mismo es en sí tan absolutamente cierto que no puede ser pensado como no siendo: et videat ipsum esse adeo in se certissimum, quod non potest cogitari non esse[30]. Toda la metafísica buenaventuriana de la iluminación se halla tras ese texto, dispuesta a explicar por una irradiación del ser divino sobre nuestro pensamiento la certidumbre que tenemos de su existencia. Otra teoría del conocimiento, pero no menos cuidadosamente elaborada, es también la que justifica la misma conclusión en Duns Escoto. Según este, el objeto propio del intelecto es el ser; ¿cómo, pues, podríamos dudar de lo que el intelecto afirma del ser con evidencia plenaria, es decir, la infinidad y la existencia?[31]. En fin, si salimos de la Edad Media para llegar al origen de la filosofía moderna, con Descartes y Malebranche, se comprueba que el descubrimiento de san Anselmo sigue manifestando su fecundidad. En Descartes particularmente se puede observar con interés que las dos maneras posibles de probar a Dios a partir de su idea se encuentran sucesivamente intentadas. En la V Meditación, intenta de nuevo, después de san Anselmo, el paso directo de la idea de Dios a la afirmación de su existencia, pero ya en la III Meditación había tratado de probar la existencia de Dios como causa necesaria de la idea que de Él tenemos. Y es también la vía que sigue Malebranche, para quien la idea de Dios está en nosotros como una señal dejada por Dios mismo en nuestra alma. En los notables textos donde el filósofo del Oratorio, al analizar nuestra idea general, abstracta y confusa del ser, muestra que ella es la marca de la presencia del Ser mismo en nuestro pensamiento, prolonga auténticamente una de las vías seguidas por la tradición filosófica cristiana por alcanzar a Dios: si Dios es posible, es real; si se piensa en Dios, menester es que sea[32].
Sea lo que fuere de sus prolongaciones modernas, el pensamiento cristiano y medieval debe ser considerado como uno en su afirmación del primado metafísico del ser y en la afirmación de la identidad de la esencia y de la existencia de Dios que de ello se deriva. Esta unidad, cuya importancia es capital, no se afirma solo sobre el principio sino también sobre todas las consecuencias que de ahí se siguen necesariamente en el dominio de la ontología. Pronto veremos desarrollarse algunas de las más importantes, especialmente en lo que concierne las relaciones