El espíritu de la filosofía medieval. Étienne Gilson
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Las dos cuestiones son, en efecto, conexas. Si los filósofos griegos nunca saben exactamente cuántos dioses hay, es porque no tienen de Dios esa idea precisa que hace imposible admitir más de uno. Los mejores de ellos se libran, por un esfuerzo admirable, del materialismo que el politeísmo griego acarreaba consigo; hasta los vemos jerarquizar a los dioses y subordinar los de la fábula a dioses metafísicos, que a su vez se ordenan bajo un dios supremo; pero ¿por qué no le reservan a ese dios supremo la divinidad en propiedad y de modo exclusivo? La respuesta a esa pregunta hay que buscarla en el concepto que se forman de su esencia.
Verdad es que la interpretación de la teología natural de Platón plantea problemas difíciles. Excelentes helenistas, y que al mismo tiempo son filósofos, han sostenido con energía que el platonismo se elevó a una idea de Dios prácticamente indiscernible de la del cristianismo. Según el más firme defensor de esta tesis, el verdadero pensamiento de Platón es que «el grado de divinidad es proporcional al grado de ser; el ser más divino es, pues, el ser más ser; luego el ser más ser es el Ser universal o el Todo del ser». Después de eso, ¿cómo no comprender que τδχαντελώςov en Platón, es el ser universal, es decir, Dios, ese mismo Dios del que Fenelón dirá en su Tratado de la existencia de Dios (II, 52) que encierra en sí «la plenitud y la totalidad del ser», y del que Malebranche, en su Investigación de la Verdad (IV, 11), dirá que su idea es «la idea del ser en general, del ser sin restricción, del ser infinito»?
Nada más literalmente exacto que establecer semejante relación de textos; pero tampoco hay nada más engañoso. El χαντελώς δν de El sofista (248 E), es, en efecto, la totalidad del ser en lo que tiene de inteligible y, por consiguiente, de real; empero lo que quiere significar, es la negativa de seguir a Parménides de Elea en su esfuerzo por negar la realidad del movimiento, del devenir y de la vida. En ese sentido, es muy cierto decir que Platón restituye al ser todo lo que, al poseer un grado cualquiera de inteligibilidad, posee un grado cualquiera de realidad[8]. Pero desde luego Platón ni siquiera nos dice que su “ser universal” sea Dios[9]; y aun suponiendo que se le identifique a Dios, a pesar del silencio de Platón sobre ese punto, todo lo que se puede extraer de esa fórmula es que el dios platónico reúne en sí la totalidad de lo divino como reúne en sí la totalidad del ser. Basta relacionar los dos pensamientos que estamos comparando para ver estallar una profunda divergencia de sentido bajo la comunidad de las fórmulas. Según Platón, «el grado de divinidad es proporcional al grado de ser»; pero no hay grado de divinidad para un cristiano, pues solo Dios la posee. Para Platón, agrégase, «el ser más divino es el ser más ser»; pero, para un cristiano, no puede haber seres más o menos divinos sino por analogía o metáfora; propiamente hablando, no hay más que un Dios, que es el Ser, y seres, que no son Dios. Lo que separa radicalmente a las dos tradiciones es que en Platón no encontramos acepción del vocablo ser que esté reservada propia y exclusivamente a Dios. Por eso a la divinidad se la halla en él siempre en su grado supremo, pero no como un privilegio único; lo divino se encuentra en todo donde está el ser, porque no hay ser que reivindique la plenitud y el privilegio de la divinidad.
Por lo demás, esa es la causa oculta de las dificultades con que tropiezan los intérpretes de Platón, en sus esfuerzos por acercar al Dios cristiano su noción de lo divino. Se han gastado tesoros de ingeniosidad en esa empresa[10]. Unas veces identifican al Demiurgo del Timeo con la idea del Bien de La República, lo cual solo conduce a hacer de ese Demiurgo el Bien y no el Ser[11], cosa que, por lo demás, el mismo Platón nunca hizo[12]. Otras veces quieren reunir en un ser único, que no existe en Platón, la suma de la divinidad, y entonces ya no se sabe qué hacer con esa divinidad difusa que se encuentra por doquier en los seres, más particularmente en las Ideas, como si, en esta doctrina, los dioses no fuesen lo más divino que hay. Pero una dificultad del mismo género espera a los intérpretes de Aristóteles y es la que ahora conviene examinar. ¿Ha tenido éxito este en la difícil operación que consiste en dar cabida, en los cuadros del politeísmo griego, al Ser único del Dios cristiano?
Ciertamente, no faltan textos para apoyar una respuesta afirmativa a esta pregunta. ¿No habla Aristóteles de una esencia soberanamente real, trascendente al orden de las cosas físicas, situada por consiguiente más allá de la naturaleza, y que sería Dios? Parece, pues, que aquí hemos de hallamos verdaderamente ante una teología natural cuyo objeto propio sería, como él mismo lo dice, el “ser en cuanto ser” Metaf., I, i, 1003 a 31), el ser por excelencia (A2, 2, 994 b 18), la substancia siempre en acto y necesaria (A, 1071 b 19 y 1072b 10), en fin, ese Dios que santo Tomás encontrará tan fácilmente en las fórmulas de Aristóteles sin tener jamás que modificarlas en nada. Y, ciertamente, si en las fórmulas de Aristóteles no se hallase nada del Dios cristiano, santo Tomás nunca lo hubiese encontrado. Pudiera decirse que en cierto sentido es difícil acercársele más sin alcanzarlo; pero no es una razón suficiente para decir que lo alcanza. La verdad es que Aristóteles ha comprendido netamente que Dios es, entre todos los seres, el que merece por excelencia el nombre de ser; pero su politeísmo le impedía concebir lo divino como algo más que el atributo de una clase de seres. En él ya no se puede decir, como en Platón, que todo lo que es es divino, pues reserva la divinidad al orden de lo necesario y de la actualidad pura; pero, si su Primer Motor inmóvil es el más divino y el más ser de los seres, entonces sigue siendo uno de los “seres en cuanto seres”. Nunca se dará el caso que su teología natural deje de tener por objeto propio una pluralidad de seres divinos; y eso bastaría para distinguirla radicalmente de la teología natural cristiana. En él, el ser necesario es siempre un colectivo; en los Cristianos, es siempre un singular[13]. Y vayamos más allá todavía. Aun cuando se concediera, contra todos los textos, que el ser de Aristóteles en cuanto ser es un ser único, aún quedaría que ese ser no sería nada más que el acto puro del pensamiento que se piensa. Sería todo eso, pero nada más que eso, y, por lo demás, ese es el motivo por el cual los atributos del Dios de Aristóteles se limitan estrictamente a los del pensamiento. En buena doctrina aristotélica, el primer nombre de Dios es pensamiento y el ser puro se reduce al pensamiento puro; en buena doctrina cristiana, el primer nombre de Dios es el ser. Y porque no se le puede rehusar al Ser ni el pensamiento, ni la voluntad, ni la potencia, es por lo que los atributos del Dios cristiano excederán en cualquier sentido a los del dios de Aristóteles. No se alcanza la noción cristiana del Ser mientras se levantan estatuas a Zeus y a Deméter.
En presencia de esos laboriosos tanteos del pensamiento filosófico, ¡cuán directa parece en su método y sorprendente en sus resultados la vía seguida por la revelación bíblica!
Para saber qué es Dios, es a Dios mismo a quien Moisés se dirige. Queriendo conocer su nombre, se lo pregunta, y esta es la contestación: Ego sum qui sum. Ait: sic dices filiis Israel: qui est misit me ad vos (Éxodo, III, 14). Aquí también, ni una palabra de metafísica, pero Dios ha hablado, la causa se entiende, y el Éxodo es el que sienta el principio del cual quedará suspendida en lo sucesivo toda la filosofía religiosa. A partir de ese momento queda entendido de una vez por todas que el ser es el nombre propio de Dios y que, según la palabra de san Efrén repetida más tarde por san Buenaventura, ese nombre designa su esencia misma[14]. Ahora bien: es decir que el vocablo ser designa la esencia de Dios y que Dios es el único de quien esa palabra designa la esencia, es decir que en Dios la esencia es idéntica a la existencia y que es el único en quien la esencia y la existencia sean idénticas. Por eso, refiriéndose expresamente al texto del Éxodo, santo Tomás de Aquino declarará que entre todos los nombres divinos hay uno que es eminentemente propio de Dios, y este es Qui est, justamente porque no significa nada más que el ser mismo: non enim significat forman aliquam, sed ipsum esse[15]. Principio de inagotable fecundidad metafísica del que todos los estudios que seguirán no harán sino considerar las consecuencias. No hay más que un Dios y ese Dios es el ser: tal es la piedra angular de toda la filosofía cristiana, y no fue Platón, no fue Aristóteles, fue Moisés quien la sentó.
Para darse cuenta de su importancia, la vía más corta es quizá la de leer las primeras líneas del De primo rerum omnium principio de Duns Escoto: «Señor, Dios nuestro, cuando Moisés te preguntó, como al Doctor muy verídico, qué nombre te habría de dar