Obediencia imposible. Eduardo Wolovelsky
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Obediencia imposible - Eduardo Wolovelsky страница 2
Debemos aprender a convivir con el covid-19, y no podremos hacerlo regidos por el temor o aferrados únicamente a promesas vinculadas con las campañas de vacunación que, por otra parte, serán dificultosas y se extenderán en el tiempo. Además, lo más probable es que esta dolencia asuma un carácter endémico. Consideremos, brevemente, las palabras del epidemiólogo Michael Osterholm, porque nos pueden ayudar a imaginar el futuro próximo y, desde allí, ponderar con mayor cuidado lo que hemos de hacer en el presente. Es importante que nos preguntemos por las medidas que se han impuesto, pues parecen desconocer el hecho de que la existencia humana no se puede reducir solo a enfrentar la amenaza de un nuevo virus, aunque sea grave. Incluso, esto vale si pensamos solo en una parte del campo médico donde hay otras dolencias infectocontagiosas que considerar. Según Osterholm:
En 2014, el último año para el que disponíamos de estadísticas de la oms, se estima que en todo el mundo había 36,9 millones de personas con vih y que 1,2 millones de personas murieron de sida. En 2015, las estadísticas estiman que hubo 9,6 millones de casos de tuberculosis y que se produjeron 1,1 millones de muertes. Ese mismo año hubo 215 millones de casos de malaria y 438.000 muertes. Y aun así, ese magma de miseria y mortalidad humana no copa ni una diminuta fracción de los titulares y de la atención mediática que llenarían 10 casos de viruela en cualquier urbe del mundo.
Una y otra vez volvemos a la misma idea: lo que nos mata, nos hiere y nos asusta no se corresponden. Para aquellos de nosotros que vivimos en el llamado “primer mundo” estas tres grandes infecciones letales se han asimilado cómodamente en nuestras matrices de amenaza, junto con otras posibilidades diarias como los accidentes de tráfico y la delincuencia en las calles. Sabemos que existen; simplemente no pensamos mucho en ellas.
No siempre ha sido así. Los que vivimos en los ochenta recordamos el terror que provocó el sida, cuando ser diagnosticado con el virus de la inmunodeficiencia humana era una sentencia de muerte. En tiempos de nuestros abuelos y bisabuelos la tuberculosis podía ocasionar una muerte rápida y dolorosa o una agonía lenta. No había más tratamiento que el descanso y el aire fresco y seco. A lo largo de los siglos, la malaria ha encerrado un grave riesgo para gente de muchas partes del mundo, incluido mi estado natal de Minnesota. Actualmente, aunque todavía no tenemos cura o profiláctico, con un combinado de fármacos conseguimos mantener a raya a buena parte de los efectos letales del vih. Para curar la tuberculosis hay que seguir un tratamiento largo y riguroso de antibióticos; y la malaria es rara en Occidente.
Aunque nos hemos relajado un poco, estas tres enfermedades siguen siendo amenazas graves para la salud mundial. Sobre todo en zonas y países demasiado pobres para permitirse el tratamiento o una infraestructura médica adecuada.3
Es clara la valía del pensamiento que acabamos de citar. Sin embargo, y bajo la perspectiva que proponemos a lo largo de todas las páginas que siguen, hemos de manifestar un disenso con una de sus afirmaciones, porque nos parece que simplifica en exceso las derivas de la existencia humana. Por ello decimos que el olvido sobre algunas enfermedades no se debe a que las hemos asimilado “cómodamente a nuestras matrices de amenaza”, sino que no podemos vivir con la memoria permanentemente enfocada en ellas. Pensemos por un momento en el diagnóstico de Madame de Stäel: “El único bien que descubrimos en la vida es aquello que provoca el olvido de la existencia”. O la reflexión que nos propusiera el dramaturgo Maurice Maeterlinck: “La mayoría de los hombres disfrutan de la vida, olvidando que están vivos”. No son principios sobre cómo vivir, pero sí un reconocimiento acerca de los límites que hacen a la condición humana y que nos advierten sobre las políticas que insisten en que no olvidemos ni por un momento el miedo que nos obligan a sentir frente al covid-19. También nos alertan sobre la imposibilidad de fijar la vida como si fuese una grabación en pausa o de congelar la imagen del presente como si se tratase de un fotograma de alguna película a la expectativa de que llegue el redentor tecnológico con dosis suficientes para todos. Porque la vida no es una cinta que se pueda rebobinar, editar o empalmar. No se enfrenta a la muerte negándola, tal como ocurre cuando nos encierran para “protegernos” o cuando la volvemos omnipresente para luego suponer que nos es ajena porque los que han muerto son otros. Por el contrario, se le planta cara esgrimiendo una esperanza, la que forjamos sobre la vida que podrían tener las generaciones que nos sucedan, aunque nosotros ya no estemos. La paradoja es que se nos habla de salvar la vida atemorizando, confinando y culpabilizando a los más jóvenes. Cuando los condenamos de esta forma, no se están salvando vidas, se las destruye en silencio. Si somos conscientes de esto, puede que podamos descender del loco carrusel al que nos subimos, para fijar la mirada y pensar nuevamente en qué es lo que debemos hacer; para poder confrontar en voz alta con la intención de tomar las mejores decisiones posibles. Si nos rendimos frente al pánico, ante gobiernos que intentan desesperadamente mostrar un control aislando y espantando a las personas, es posible que los jóvenes de hoy vivan en el futuro bajo un férreo totalitarismo sanitario al cual, de manera velada, ya le hemos visto su rostro.
Contra la resignación
Este libro, como escribía el gran periodista Dante Panzeri,4 puede parecer que “no sirve para nada”, porque no dice qué hacer y no dice cómo hacerlo. No tiene la intención del manual práctico, sino la de un manifiesto a favor del pensamiento humano que, en simbiosis con las virtudes y los esfuerzos cotidianos ajenos a la santificación, exprese la posibilidad de que los jóvenes puedan proyectar una vida digna, no una plagada de encierros y temor a los demás. Este libro sí quiere ser un acto contra la resignación que, frente al covid-19, nos lleva a considerar al otro como una amenaza y a nosotros como personas temerosas, sin valía alguna, que solo desean perdurar en el tiempo bajo el resguardo de algún escudo protector al que le entregamos el alma. En lo personal, es una forma de no renunciar a la existencia aceptando que, cuando el hado lo disponga, he de morir con la tranquilidad de saber que habrá hombres y mujeres de una nueva generación que podrán alimentar la vida oponiéndose a subsistir maniatados.
1 Declaraciones del presidente Alberto Fernández, disponibles en línea: <https://shortest.link/8pp>.
2 Tzvetan Todorov, Leer y vivir, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2018, p. 34.
3 Michael T. Osterholm, La amenaza más letal. Nuestra guerra contra las pandemias y cómo evitar la próxima, Madrid, Planeta, 2020, p. 111.
4 Dante Panzeri, Fútbol. Dinámica de lo impensado [1967], Madrid, Capitán Swing, 2020.
Aislamiento social o la obediencia imposible
¿Dónde está la vida que hemos perdido en vivir?
¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido en conocimiento?
¿Dónde está el conocimiento que hemos perdido en información?
T. S. Eliot, El primer coro de la roca.
Es lo que se nos pide y es lo que acordamos, aunque más no sea a regañadientes: acatar la ley. Pero ¿qué hacer cuando la obediencia a algunos de esos mandatos escritos y promulgados bajo la guía del bien común conlleva la perspectiva de una tragedia? ¿Cómo actuar si esas leyes o eventuales decretos traban el propio accionar político y