Violencias contra niñas, niños y adolescentes en Chiapas. Austreberta Nazar Beutelspacher
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Como bien señala Aitken (2001), la construcción del concepto de niñez (construcción social, política, económica y moral) y la designación de los límites de edad que incluye, presenta implicaciones importantes para las formas en que se teorizan e implementan la justicia y los derechos de los niños. Las definiciones o conceptos como este han sufrido cambios en el tiempo y varían de un contexto geográfico a otro. A partir de las descripciones que han surgido del estudio de las violencias es posible identificar dos elementos para la reflexión: la edad y el nivel de agencia de las víctimas. Los mismos han sido considerados anteriormente (Appleton, 2014) como elementos clave en la elaboración de las definiciones y alcances explicativos de la explotación sexual comercial infantil, así como para clarificar la política y la práctica, su monitoreo y análisis.
Con base en la legislación, las definiciones más claras que delimitan quién es una persona “menor de edad” son de orden jurídico.1 En México, de acuerdo con el Código Civil Federal, en el artículo 646, la mayoría de edad comienza a los 18 años cumplidos, por lo que el término comprende a niñas, niños y adolescentes. Sin embargo, se define como adolescente a todo ser humano mayor de 12 años y menor de 18 años cumplidos (Castillejos Cifuentes, 2011).
Por otra parte, la “agencia” o capacidad de decisión o gestión se aprecian al referirse a las definiciones de explotación sexual comercial2 en la infancia y la adolescencia:
Es una violación de los derechos fundamentales de la niñez. Comprende el abuso sexual por parte del adulto y remuneración en dinero o especie para el niño o para una tercera persona o grupo de personas. El niño(a) es tratado(a) como objeto sexual y como mercancía. Constituye una forma de coerción y violencia y es considerada una forma contemporánea de esclavitud 3 (Declaración y Agenda para la Acción, Estocolmo, 1996, citado por icbf, unicef, oit, ipec y Fundación Renacer, 2006:189).
En esa definición no se incorpora una edad específica para designar quiénes se incluyen en el enunciado, pero sí se determina que el comercio o explotación sexual infantil, en alguna de sus modalidades, es una forma de maltrato infantil.
Por su parte, Mitchell, Finkelhor y Wolak (2010) consideran que las actividades sexuales por adultos con menores han sido claramente identificadas como el centro de preocupación en el campo del maltrato infantil, aun cuando involucren alguna forma de participación “voluntaria” de parte de las personas jóvenes (p. 19). Sobre ese fundamento, en su estudio identifican una tipología de “jóvenes en condición de prostitución” con base en los esfuerzos legales en Estados Unidos para considerarles como delincuentes o víctimas. Los autores mencionan tres grupos: a) jóvenes que sufren explotación por terceros; b) quienes lo hacen de manera aislada “por voluntad propia”, y c) los casos convencionales de comercio sexual con pago (p. 24).
Según Reid y Piquero (2016), las personas jóvenes que son explotadas en la prostitución son vistas de maneras dispares por la sociedad y en el ámbito de la justicia criminal, con respuestas que varían ampliamente desde el arresto de quienes se encuentran en condición de prostitución, hasta su protección como víctimas sexuales de tráfico.
La ley federal de Estados Unidos, mediante el Trafficking Victims Protection Act (2000), clasifica a todos los menores involucrados en cualquier tipo de actividad sexual comercial como víctimas de una forma severa de tráfico humano, sin que se haya involucrado el uso de la fuerza, la coerción o el fraude (los mismos elementos sí son necesarios para determinar si un adulto requiere protección por ser víctima). De esta manera, el sexo de supervivencia —término usado frecuentemente por investigadores para referirse al intercambio de sexo por necesidades básicas tales como comida o vivienda— puede ser legalmente considerado como “tráfico humano” (Reid y Piquero, 2016).
En las definiciones anteriores se contempla, desde luego, la edad en la que son incorporados a esta actividad, pero también aparece la “agencia” o capacidad de decisión del menor para involucrarse, elemento sustantivo para el tema de prostitución y explotación sexual comercial. En relación con el primer aspecto, existe un amplio consenso en los países occidentales, derivado de definiciones de orden jurídico, para considerar “menores de edad” a quienes no han cumplido 18 años, como en el caso mexicano y el de los Estados Unidos.
En cuanto al tema de la “agencia” coincidimos con lo planteado por Gutiérrez, Vega y Rodríguez (2008: 404) y lo establecido por la legislación de Estados Unidos (con la ya mencionada Trafficking Victims Protection Act) en el sentido de que por tratarse de personas muy jóvenes, la prostitución debe ser conceptualizada como consecuencia del abuso de poder y como una forma central de maltrato infantil: “En cualquier caso, se trata de personas menores de 18 años de edad, usurpadas de su derecho a ser respetadas y protegidas contra la esclavitud y el abuso sexual, la discriminación, las enfermedades y la delincuencia, entre otros”. En relación con esto mismo, Hallett (2017), señala que es muy diferente nombrar a “niñas prostitutas” o “víctimas de abuso”; en la primera denominación se infiere cierta capacidad de decisión personal, generalmente como delincuentes, mientras que la segunda, claramente las posiciona como víctimas. En este libro, al utilizar el término prostitución de niñas, niños y adolescentes, haremos referencia a menores de 18 años en su calidad de víctimas, evitando con ello cualquier forma de criminalización.
Las vulnerabilidades de niñas, niños y adolescentes
En el caso de la violencia contra niñas y niños, si bien puede seguirse el marco analítico propuesto para la clasificación de las violencias contra mujeres adultas, debe enfatizarse una condición específica de la niñez, referida a la vulnerabilidad que conlleva la debilidad física y la dependencia, lo que les impide afrontar la fuerza y poder de los adultos, la posición de contacto involuntario con sus maltratadores familiares sin opciones para alejarse, la dificultad para acceder a las instancias sociales que podrían protegerlos de un contexto de riesgo, así como la ausencia de herramientas o el no contar con experiencias suficientes que les permitan valorar lo bueno y lo malo, y los riesgos a los que están expuestos (Finkelhor y Dziuba-Leatherman, 1994: 177).
La vulnerabilidad en la niñez tiene, además, un componente histórico-social que ha definido los distintos grados de la tolerancia familiar, comunitaria y legal, así como la legitimación social y cultural de los abusos contra menores. Bagley y King (1990) refieren que, durante siglos, la niñez ha tenido escasa o nula protección individual y social, y no es sino hasta 1962, a partir del estudio y descripción que Henry Kempe hiciera del síndrome del niño apaleado o maltratado, que se empieza a reconocer el maltrato infantil como una categoría problemática (unicef, 2015). En 1970 es cuando se reconoce como un problema que debe prevenirse, y atenderse, mediante la protección del Estado.4 En América Latina, es a partir de la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño, aprobada en 1989, cuando ocurre un cambio radical que implica la oposición de dos grandes modelos: el modelo tutelar de la situación irregular y el modelo derivado de