Violencias contra niñas, niños y adolescentes en Chiapas. Austreberta Nazar Beutelspacher
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Pese al reconocimiento legal y a los acuerdos internacionales, en la práctica las violencias contra la niñez siguen existiendo, incluso en modalidades generalizadas de comercio, explotación y esclavitud, sobre dos bases importantes: la estructura jerárquica y el ejercicio del poder dentro del hogar, y la tolerancia cultural e indiferencia social a su victimización, asociada al patriarcado y a su legitimación. La desprotección real del Estado juega un papel clave en ello. Este último elemento es uno de los componentes de la vulnerabilidad social, pero se refiere específicamente a las normas que han definido el estatus social y vulnerabilidad de niñas y niños ante la violencia. Es un tipo de vulnerabilidad específico de la niñez, diferente al concepto de vulnerabilidad social que suelen compartir individuos y ciertos grupos de población (Busso, 2001; Kaztman, 2000: 278; Pizarro, 2001).5
La vulnerabilidad social, a decir de Pizarro (2001), se presenta como un rasgo social dominante del nuevo patrón de desarrollo, convirtiéndose en un concepto explicativo complementario al de pobreza y desigualdad social, y como retomamos en este trabajo, es complementario al de vulnerabilidad por edad y sexo de las niñas, niños y adolescentes. Por ejemplo, la vulnerabilidad a la que hacen referencia Finkelhor y Dziuba-Leatherman (1994), por su especificidad, aleja el estudio de la explotación sexual comercial infantil —en la expresión de prostitución—, del debate sobre la prostitución producto de una elección individual (Lamas, 2016), que compete a la prostitución de mujeres, generalmente adultas. No obstante, tanto niñas, niños y adolescentes, como personas adultas, pueden compartir las condiciones de vulnerabilidad social como condición subyacente. La explotación sexual comercial de la niñez, abarca la doble condición de vulnerabilidad antes expuesta, y debe ser analizada considerándola en su especificidad.
Cuando se trata de abuso sexual infantil, se reconocen tres elementos como componentes de la vulnerabilidad, que tienden a incrementarla: la edad, ya que a menor edad es más fácil que sean víctimas por la fuerza o que sean involucradas en conductas sexuales que no comprenden; la existencia de alguna discapacidad física o mental, que les otorga mayor indefensión; que él o la menor ya haya sido víctima de abuso sexual, y que sea niña, porque en las mujeres la problemática aumenta (unicef, 2015), aun cuando los varones también pueden ser víctimas de abuso y explotación sexual (Adjei y Saewyc, 2017).
Una reflexión sobre la vulnerabilidad de menores indígenas
Las violencias en el hogar ocurren de manera diferenciada en los ámbitos urbano y rural (Arriola, 1995), así como en términos de etnicidad y género, en donde los indígenas y las mujeres son los grupos más afectados (Instituto Nacional de Estadística y Geografía, inegi, 2017; Sistema de Naciones Unidas en Panamá, 2010). De acuerdo con lo expresado por la Red por los Derechos de la Infancia en México, redim (2010), la población infantil indígena se encuentra sujeta a las condiciones de desventaja social y discriminación que vive la población indígena en general en el país.
Esta población ha enfrentado históricamente condiciones de discriminación y marginación que se observan en mayores tasas de analfabetismo, pobreza, desnutrición, trastornos mentales, mortalidad y morbilidad materna e infantil, entre otras, que la posicionan en situaciones de extrema vulnerabilidad, más aún en el caso de las mujeres y las niñas que son sujetas a una doble discriminación, la étnica y la de género (Hernández, 2010; Esteinou, 2015; Gómez-Restrepo, Rincón y Urrego-Mendoza, 2016). En cuanto a problemas y trastornos mentales, a nivel global las tasas suelen ser mayores que las de población no indígena que habita en las mismas zonas, lo cual redunda en pobreza socioeconómica y de calidad de vida, violencia y un deterioro del tejido social y cultural (Clarke, Colantonio, Rhodes y Escobar, 2008; Gómez-Restrepo et al., 2016).
Algunos autores (Gómez-Restrepo et al., 2016; Vargas-Espíndola et al., 2017; Yepes Delgado y Hernández Enríquez, 2010) se han inclinado a explicar la violencia y otros problemas de salud pública en poblaciones indígenas como producto de un creciente contacto con la sociedad occidental hegemónica y por cambios en el contexto geográfico que conducen a un desarraigo cultural, desestructuración de identidad y ruptura de formas tradicionales de organización social, lo que explicaría el hecho de que la población urbana, en donde este contacto entre cultura indígena y occidental podría asumirse como más intenso, tenga prevalencias más altas de violencia física, emocional y económica que la población rural. Sin embargo, González (2012), ha citado otras explicaciones: una subdeclaración debida a que las mujeres rurales no identifican como violencia algunas acciones que tienen connotaciones disciplinarias, o bien, a que deseen ocultar la conducta de sus esposos.
En el mismo sentido, se ha hecho referencia a un trauma histórico derivado de innumerables cambios sociales, marginación, precariedad económica y otras situaciones de desventaja que se traducen en problemas de salud mental, abuso de alcohol y violencia doméstica que no son “naturales” de la población indígena (Briseño-Maas y Bautista-Martínez, 2016; Gómez-Restrepo et al., 2016; Vargas-Espíndola et al., 2017). Esta última afirmación es muy importante porque separa el hecho de ser indígena —como el “otro, otra”, diferente—, de sus condiciones de precariedad y desventaja social. Es frecuente encontrar el sobreentendido de que la etnia como categoría de análisis engloba todas las condiciones de desventaja social y de conductas y relaciones de riesgo, como pertenecientes al grupo por ser indígenas, como si fuera “natural” en ellas y ellos, creando y manteniendo estereotipos que lejos de aportar elementos para la comprensión de su situación y relaciones, contribuyen a naturalizarlas, homogeneizarlas y generalizarlas.
Olivera, Bermúdez y Arellano (2014) señalan que la violencia se sostiene de discursos y prácticas culturales aprobadas por las familias y comunidades y, en sus diferentes formas, justificada por las propias víctimas; pero estos discursos y prácticas han sido utilizados con frecuencia para reforzar el estereotipo de relaciones culturales favorecedoras de las violencias en los grupos indígenas, por su condición étnica, naturalizando su ejercicio e incluso legitimándolo (Briseño-Maas y Bautista-Martínez, 2016). Estos discursos y prácticas cambien constantemente y pueden ser modificados para contrarrestar los actos violentos o sus consecuencias para las víctimas. Su condición cambiante conlleva, en todo caso, a situarlos y comprenderlos en contextos socioeconómicos de desigualdad y jerarquía social particulares y en distintos subgrupos de población, incluyendo a indígenas.
En este libro se presentan en forma comparativa las distintas expresiones de violencia y la magnitud diferenciada entre niñas, niños y adolescentes indígenas y no indígenas, enfatizando la desventaja social de los primeros; también se muestra su impacto en relación con las mujeres, niñas y adolescentes indígenas que habitan en áreas urbanas de Chiapas.
Víctimas primarias o directas y victimización secundaria
Es importante reconocer la diferencia entre víctimas directas (o primarias) y víctimas indirectas. El artículo 4.o de la Ley General de Víctimas en México indica:
Se denominarán víctimas directas aquellas personas físicas que hayan sufrido algún daño o menoscabo económico, físico, mental, emocional, o en general cualquiera puesta en peligro o lesión a sus bienes jurídicos o derechos como consecuencia de la comisión de un delito o violaciones a sus derechos humanos reconocidos