Memorias de Cienfuegos. Alberto Vazquez-Figueroa
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Memorias de Cienfuegos - Alberto Vazquez-Figueroa страница 4
–¡Absurdo!
Cienfuegos observó de medio lado a Fray Anselmo, un joven y regordete dominico que se había sumado al grupo con el aparente fin de que existieran dos copias del manuscrito sin una sola palabra de diferencia que algún día pudiera dar pie a malentendidos.
Al igual que Fray Gaspar de Vinuesa, hacía gala de una escritura clara y pulcra, aunque en lo que respecta a la higiene personal su pulcritud no estaba a la altura de su letra. Tenía caspa y olía a puchero.
–Se os antoja absurdo porque habéis crecido sabiendo que la Tierra es redonda, pero os recuerdo que los miembros de vuestra congregación estaban entre los que con mayor fanatismo defendían que acaba en ese abismo que aterrorizaba no solo a los grumetes, sino a incontables miembros de la tripulación. Por las noches algunos lloraban mientras otros maldecían el día en que habían aceptado enrolarse en tan insensata aventura. La mayoría eran andaluces, y sabido es con cuanta intensidad son capaces de maldecir los andaluces.
–Y los gallegos.
–Cierto, pero en aquella malhadada aventura gallegos y catalanes había pocos, y en cuanto oscureció se hizo un silencio roto tan solo por el crujir del navío, el rumor del agua al lamer las bordas, el restallar de los foques y los lamentos de gente que lloraba.
–¿Lloraba, ha dicho?
–Y a moco tendido. Y si yo no lloré fue porque nadie me había enseñado.
–A llorar se aprende en el momento de nacer –le hizo notar don Bernardo Olivar.
–Y con razón, porque pasar del cálido vientre de tu madre a un mundo tan cruel manda cojones.
Ahora fue el recién llegado Fray Anselmo el que alzó la mano:
–No se puede escribir «cojones» en un documento oficial.
–Ya hemos aclarado ese punto –puntualizó el marqués–. O sea que adelante con los cojones, y si nos capan será por haber cumplido fielmente los mandatos de Su Majestad.
–Me conforta vuestro sentido del humor –le hizo notar Cienfuegos–. Y bien que lo hubiera necesitado en aquellos difíciles momentos, puesto que lejos de mi entorno el brusco cambio me golpeaba con tanta violencia que me resultaba inaceptable que no se tratara de un absurdo sueño, viéndome en la necesidad de asimilar conceptos y situaciones de los que con anterioridad ni siquiera tuve jamás noticia alguna.
–Resulta comprensible.
–Si apenas tenía una clara noción de la utilidad de la mayoría de los objetos, y desconocía el suficiente número de palabras como para comunicarme con el resto de la tripulación, me sentía incapaz de captar el auténtico significado de los gestos que conformaban su habitual manera de expresarse. A la luz del día parecían comportarse de modo más o menos razonable, pero en cuanto las tinieblas se apoderaban de la nave, un miedo irrefrenable los transformaba en niños.
–El diablo reina en la noche.
–Eso suena a blasfemia, Fray Anselmo, pero por ser la primera no os lo tendré en cuenta… –lo reconvino el Marqués de Peñagrande–. Continuad, por favor.
–Me acurruqué en el suelo y permanecí así, como alelado, hasta que hizo acto de presencia un hombre que se abría paso por entre los fardos, los toneles o los cuerpos, como si no existiesen o tuviesen órdenes expresas de apartarse. Vestía de oscuro, olía a sotana y había algo en él que imponía respeto y repelía al propio tiempo. Ascendió los tres escalones del castillo de proa, llegó a mi lado, se detuvo a tan corta distancia que me hubiera bastado alargar la mano para rozar sus botas, y buscó apoyo en un obenque para permanecer muy erguido con la vista clavada en la distancia.
–¿Cómo podíais saber que olía a sotana si hasta ese momento no habíais tenido contacto con ningún religioso?
–Porque un cabrero que vive de su entorno debe tener olfato de podenco, vista de cernícalo y memoria de rata. Aquel hombre olía como el cura que intentó bautizarme, y aquel tufo a ropa pesada me obligó a pensar que era un hombre autoritario, encerrado en sí mismo y muy diferente al resto de la tripulación.
–¿Acaso os consideráis tocado por el don de la intuición?
–La intuición es el último clavo al que puede aferrarse el ignorante que carece de poder, familia o amigos, y vive en un entorno en el que la muerte lo acecha a cada paso. Y no es un don; tan solo un recurso que por desgracia no se aprende a base de palabras sino de golpes.
–Doy fe de ello… Continuad.
–El hombre de negro se mantuvo muy quieto durante un período de tiempo que se me antojó desmesurado, musitando en voz baja, tal vez rezando o conjurando a los demonios de las aguas en un intento de calmarlos y evitar que devoraran la nave, como al parecer todos temíamos. Luego alzó lentamente la mano, acarició con un gesto que podría considerarse de amor profundo el foque, y pareció tratar de cerciorarse de que tomaba todo el viento que soplaba sin permitir que se le escapara tan siquiera una brizna y en ese justo momento se escuchó un sollozo y alguien gritó: «¡Este barco se hunde!». No había pasado un segundo cuando desde popa otro le respondió: «¿Y por qué te preocupas tanto…? ¿Acaso es tuyo?». Juraría que el incluso el Almirante se echó a reír.
–Sería la única vez que lo hizo. Tenía fama de amargado.
–De avinagrado, sería la palabra correcta. Al despuntar el alba me patearon las piernas con aquella costumbre al parecer inseparable de los hombres de a bordo y me obligaron a dejar reluciente «La Marigalante».
–¿Quién era «La Marigalante»?
–¿Y quién iba a ser…? ¡La nave!
–En ningún lugar figura una cuarta nave con ese nombre –puntualizó don Bernardo Olivar.
–Es que no había ninguna cuarta nave. Era la primera, la capitana.
–Se llamaba «Santa María» –le hizo notar, casi reprendiéndole, Fray Gaspar de Vinuesa.
–¡Y un cuerno!
–Tampoco creo que se pueda hablar de cuernos en un documento de esta naturaleza.
–Pues os aseguro que si en lo que tengo que contar no figura la palabra cuerno van a quedar lagunas del tamaño de las de Ruidera. Se llamaba «La Marigalante», pero a Sus Majestades les pareció inapropiado que una expedición a la búsqueda del Cipango estuviera comandada por una nave con tal nombre. ¿Os imagináis…? «La Pinta», «La Niña» y «La Marigalante». Parecería una flotilla de putones destinada a expandir la gonorrea.
–¡Señor…!
–¡Perdón! A veces me paso.
–¡Y tanto!
–¿Puedo escribir gonorrea?
–¡Por Dios, don Gaspar! Dadme un respiro.
Si el Marqués de Peñagrande sospechó desde un primer momento que el encargo que había recibido de labios del emperador no iba a resultar tarea sencilla, jamás llegó a imaginar que pudiera complicarse tanto, dado que el que estaba considerado en aquellos momentos «el hombre