Memorias de Cienfuegos. Alberto Vazquez-Figueroa

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Memorias de Cienfuegos - Alberto Vazquez-Figueroa Novelas

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      –Quien se apiadó de mí, me enseñó a contar y las primeras letras fue don Juan De la Cosa.

      –¿El cartógrafo?

      –Exactamente; el primer cartógrafo del Nuevo Mundo, el descubridor, con Alonso de Ojeda, del río Orinoco y Venezuela, el autor del mapa que cuelga en esa pared, y uno de mis buenos amigos a los que devoraron los caníbales.

      Don Bernardo Olivar alzó los brazos entre horrorizado y escandalizado mientras exclamaba:

      –¡Alto, alto, alto…! En ningún documento figura que al insigne Juan De la Cosa se lo comieran los caníbales.

      –Si lo admitieran la mitad de los que pretenden colonizar nuevas tierras se negaría a ir. Una cosa es saber que pueden matarte y otra muy distinta saber que puedes acabar convertido en chuletón.

      –¡Por los clavos de Cristo!

      –Así es, mal que me pese. Juro por Dios que he visto cómo devoraban a uno de mis compañeros mientras aún agonizaba. Y también vi lo poco que dejaron de don Juan, al que el Señor tenga en su gloria.

      Fray Gaspar de Vinuesa experimentó lo que podría considerarse un ataque de ansiedad, dejó la pluma a un lado, abrió el ventanal, aspiró profundo, pero casi de inmediato se encontraba listo para continuar con su tarea.

      –Cuando gustéis.

      –Los más versados en el tema de cuantos iban a bordo, que no eran muchos, aceptaban la medición de la circunferencia de la Tierra que había hecho Eratóstenes, pero otros consideraban más correctas las de Claudio Ptolomeo, que la reducía en un tercio. Colón prefería aferrarse a esta última versión porque de lo contrario se suponía que tendríamos que continuar navegando durante casi un año.

      –Lo que ni la tripulación ni los barcos soportarían…

      –Una mañana distinguimos un inmenso tronco que flotaba a estribor, y cuando nos aproximamos nos asustamos al comprobar que se trataba de los restos del palo mayor de una nave portuguesa cuyo tonelaje debió superar en mucho al de «La Marigalante».

      –¿Sabéis su nombre?

      –No, pero esa noche volvieron a escucharse los sollozos de quienes continuaban convencidos de que el fin de la travesía estaba próximo y habían llegado al punto en que todo barco que se aventurase por el Océano Tenebroso sería arrastrado a los abismos por las inmensas bestias que lo poblaban. Fue la primera vez que escuché «La Canción del Náufrago».

      –¿Qué canción es esa?

      «Marinero no le temas al mar, teme a la roca.

      Marinero no le temas al mar, teme a la roca.

      El mar mece tu cuerpo, la roca lo destroza.

      El mar mece tu cuerpo, la roca lo destroza.

      Mujer, recuérdame en tu corazón y no en la boca.

      Mujer, recuérdame en tu corazón y no en la boca.

      Que quiero descansar en el fondo y no en la costa.

      Que quiero descansar en el fondo y no en la costa».

      –Muy apropiada al momento, sin duda.

      –A la mañana siguiente tuve conocimiento de que tanto los pilotos de las tres naves como algunos de los timoneles habían comprobado que las brújulas nordesteaban casi una cuarta.

      –¿Y eso qué significa?

      –Que en lugar de señalar directamente al norte, como siempre ha ocurrido, declinaban unos quince grados, lo cual tan solo puede deberse a que la Estrella Polar hubiera cambiado de lugar, cosa impensable, o que todas las brújulas se hubieran averiado a un tiempo.

      –Una posibilidad también harto improbable.

      –En efecto, pero como yo aún no sabía cómo funcionaba una brújula, y en cierto modo se me antojaba demoníaca brujería que un pedazo de metal apuntase siempre en la misma dirección, decidí desentenderme del tema.

      –Resulta comprensible.

      –Yo seguía a lo mío, fregar cubiertas e intentar llenarme la tripa, pero esa noche nadie pareció capaz de descansar a bordo debido a que el eterno coro de asustadizos consideró un síntoma de terrible agüero el que la Estrella Polar, que había demostrado a través de los siglos una inquebrantable fidelidad a los hombres de mar, decidiera abandonarlos a su suerte en pleno corazón del océano. «¡Volvamos! –suplicaban–. La Polar nos está dando el definitivo aviso de que Dios no desea que sigamos adelante».

      –¿Y vos qué pensabais sobre ello…?

      –Yo por aquel tiempo no solía pensar más que en Ingrid, y por lo que me contaron ese día el Almirante reunió a sus pilotos y capitanes para comunicarles que en su opinión el inquietante hecho nada tenía que ver con designios divinos, sino tan solo con algún desconocido fenómeno astronómico, o con que tal vez la Tierra no fuera absolutamente redonda sino en forma de pera, lo cual explicaría el que al pasar de una determinada latitud, la posición de la estrella sufriera una ligera variación.

      –¡Inadmisible teoría…! –no pudo por menos que exclamar Fray Gaspar de Vinuesa–. En forma de pera… ¿A quién se le ocurre?

      –Al mismo que había dicho que era en forma de manzana y que pese a las burlas resultó que tenía razón –le hizo notar Cienfuegos–. Lo que sí recuerdo es que con ese motivo Vicente Yáñez Pinzón, que estaba considerado el más experimentado de los pilotos, aconsejó alterar el rumbo al sudoeste, porque en aquella época del año los vientos soplan insistentemente en esa dirección, y al tomarnos de popa nos permitirían avanzar más aprisa y con menos quebranto para unos cascos ya de por sí muy castigados.

      –Sabiendo lo que ahora sabemos era una decisión bastante acertada.

      –Pero por aquel entonces no lo sabíamos, y como el Almirante aseguraba que China estaba frente a nosotros y en diez días avistaríamos sus costas, cualquier desvío de la ruta se le antojaba una pérdida de tiempo. Ello no impidió que entre una parte de la marinería cundiera el descontento, ya que los más cualificados habían advertido que el hecho de abandonar la ruta natural de los vientos dominantes les iba adentrando en una región de grandes calmas. Y para un buen marino el peor peligro es quedarse sin viento… ¿Puedo fumar?

      –¿Fumar…?

      –Eso he dicho.

      –¿Y para qué?

      –Para nada. Puro placer.

      –¿Y qué placer se puede obtener de aspirar humo y quemarse los pulmones?

      –Resulta difícil de explicar, pero podéis probarlo.

      –¡Dios me libre! Eso debe ser muy perjudicial para la salud…

      –No lo creo. Obliga a toser, con lo cual se expulsan los malos humores y se limpian los pulmones.

      –¡Absurdo!

      –Pues los indígenas

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