Memorias de Cienfuegos. Alberto Vazquez-Figueroa

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Memorias de Cienfuegos - Alberto Vazquez-Figueroa Novelas

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a treinta y nueve con la promesa de volver a buscarnos.

      –Y volvió.

      –Sí, pero de los treinta y nueve tan solo dos habíamos conseguido sobrevivir, y algunos de ellos habían sido devorados por los caníbales. Si eso no puede ser considerado una infamia no creo que debamos continuar con esta farsa.

      –Que se sepa la verdad nunca podrá ser considerado «una farsa».

      –Pues dejad claro que las primeras víctimas del descubrimiento no fueron caníbales ni crueles enemigos de la Corona, sino fieles súbditos que nunca sospecharon que los abandonarían como a perros sarnosos.

      –Duras palabras son esas.

      –Las apropiadas.

      Eran sin dudas las apropiadas, aunque el gomero reconocía que al menos la mitad de cuantos se quedaron en el mal llamado «Fuerte De La Natividad» lo hicieron considerando que en aquel lado del océano tenían más posibilidades de prosperar que en sus lugares de origen.

      Otros temían volver por miedo a la justicia, y entre ellos se encontraba el maestro armero, Maese Benito, un tipo pintoresco y bondadoso, aunque algo maniático, del que se decía que había asesinado a su mujer en el transcurso de una discusión religiosa, aunque otras versiones aseguraban que en realidad su esposa, una atractiva muchacha judía, había preferido compartir el exilio con los de su raza a convertirse al cristianismo.

      Cienfuegos sospechaba que al menos cinco de los miembros de la tripulación que habían decidido desembarcar en La Española eran en realidad judíos que fingían haber abrazado una fe que no sentían y que abrigaban la esperanza de que a este lado del océano las imposiciones de los reyes y de la Iglesia no fuesen tan estrictas.

      Luis de Torres le había hablado a menudo del dantesco y bochornoso espectáculo que constituyeran en su día las caravanas de judíos, que por culpa de una ley injusta se habían visto obligados a abandonar sus hogares y la patria de sus antepasados en una masiva emigración hacia las costas del Norte de África, expulsados por el fanatismo de unos reyes que abrigaban el absurdo convencimiento de que únicamente quien creyera ciegamente en Cristo podía engrandecer a su patria.

      Nadie se atrevió a advertir a los tozudos soberanos de que con aquel cruel y estúpido acto de barbarie condenaban a su país a un negro e interminable período de estancamiento, ya que los judíos habían detentado por tradición la mayoría de los oficios directamente relacionados con la ciencia y la cultura.

      Obsesionados por los efectos de una larguísima contienda para liberar a la Península del dominio musulmán, los cristianos se habían concentrado preferentemente en la práctica de las artes de la guerra, relegando a un lado las humanísticas, y ahora, cuando ya el último bastión árabe había caído, en lugar de volver los ojos hacia quienes podían transformar una sociedad eminentemente luchadora en otra pacífica y evolucionada, los expulsaban.

      Mal aconsejados, y cegados sin duda por su reconocida soberbia, doña Isabel y don Fernando no habían sabido calcular los demoledores efectos de tan insensata orden, menospreciando a todas luces la firmeza de las creencias de todo un pueblo, hasta el punto de que, cuando al fin comprendieron la magnitud del daño que estaban causando, no demostraron el coraje suficiente como para enmendar su gigantesco error.

      La estructura de toda una sociedad se vino por tanto súbitamente abajo, puesto que de pronto desapareció un altísimo porcentaje de sus arquitectos, médicos, científicos y artesanos más cualificados, a la par que un gran número de familias se destruían al impedirse que seres de distintas creencias pudieran compartir el mismo techo.

      Si había sido ese el caso de Maese Benito de Toledo, o si por el contrario se trataba de un simple crimen pasional, el canario jamás conseguiría averiguarlo, pero lo cierto fue que con el transcurso del tiempo aprendió a tomarle afecto al gordinflón toledano, por más que nunca llegara a ocupar el puesto del converso Luis de Torres.

      El Nuevo Mundo comenzó muy pronto a causar estragos entre los recién llegados.

      Aquel paraíso, a buen seguro el más hermoso y plácido lugar que ningún español hubiera contemplado, ocultaba sin embargo infinidad de peligros, y más allá de las azules y cristalinas aguas, los hermosos arrecifes de coral, la cortina de altivas palmeras de rumorosas copas y la espesa, verde y luminosa vegetación salpicada de orquídeas, monos y cacatúas, pululaban desconocidos enemigos que venían a demostrar a los nativos que en realidad los semidioses eran tan vulnerables o más que ellos mismos.

      El primero en caer fue Sebastián Salvatierra, ya que una mañana hizo su aparición corriendo al tiempo que gritaba que una serpiente le había mordido, se aferró desesperadamente al palo mayor maldiciendo como un poseso, vomitó por tres veces, y se derrumbó entre terribles convulsiones cambiando de color hasta quedar de un tono entre grisáceo y morado.

      La terrible impresión dejó a todos sin aliento, dado que a pesar de las múltiples calamidades sufridas durante el viaje ninguno de los hombres que zarparan de España había muerto y aquel constituía un terrible precedente y el augurio de nuevas e incontables desgracias.

      Como para concederles la razón a los más pesimistas, una semana más tarde, el ibicenco Gavilán, un vigía con fama de vista de lince pero más aún de vagancia de oso, tuvo la mala ocurrencia de quedarse dormido bajo una especie de manzanillo de pequeños frutos verdes con rayas negras, sin percatarse de que sus rugosas hojas iban destilando un jugo blanco y pegajoso que le cubrió el pecho de rojizas ronchas que muy pronto comenzaron a llagarse y supurar haciéndole fallecer presa de altísimas fiebres que le obligaban a delirar llamando a gritos a un tal Miguel, que nadie logró nunca averiguar quién era.

      Luego le tocó el turno al granadino Vargas, al que tuvieron que cortarle un pie porque le habían invadido y se le habían infectado las niguas, que eran unos asquerosos gusanos que tenían la fea costumbre de anidar bajo la piel.

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