Memorias de Cienfuegos. Alberto Vazquez-Figueroa
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–A veces creo que si aquel día no hubiera aceptado compartir el tabaco con los cubanos y permitir que se rieran cuando tosía, me habrían cortado el cuello por melindres. Y también creo que el hecho de saber adaptarme a las costumbres de los lugareños, fueran quienes quiera que fueran, es lo que me ha permitido llegar a viejo.
–Yo jamás lo hubiera conseguido.
–Será porque teníais una sólida educación y unas costumbres muy arraigadas, mientras que yo no era más que un mostrenco para el que todo lo nuevo era bienvenido. –Buscó un recipiente en que depositar la ceniza aprovechando para dar un par de vueltas a la amplia estancia antes de inquirir–: ¿Por dónde íbamos?
–El peor peligro es quedarse sin viento… –repitió de inmediato Fray Gaspar.
–«Malos vientos destrozan naves; malas calmas destrozan hombres». Es una frase atribuida al viejo Vázquez de La Frontera, que en el transcurso de un viaje patrocinado por Enrique el Navegante se adentró en una inmensa barrera vegetal que convertía el agua en una especie de masa impenetrable.
–¿El llamado «Mar de los Sargazos»?
–¡Exactamente! –Cienfuegos señaló un punto en el mapa–. ¡Este de aquí, que el diablo confunda como confundió al Almirante. Si hubiera aceptado el consejo de Vázquez de La Frontera dejándose llevar por los vientos habría encontrado la que ahora llamamos «Ruta de los Alisios», que constituye el auténtico Camino Real hacia las costas del Nuevo Mundo.
–¿Podemos considerar esa «Ruta de los Alisios» el primer derrotero del Nuevo Mundo?
–Desde luego. Para algunos, Vázquez de la Frontera no había sido nunca más que un viejo charlatán que apenas había superado en cincuenta leguas La Gomera, pero otros eran de la opinión de que tenía razón cuando aconsejaba «¡Al sudoeste! ¡Siempre al sudoeste! ¡Dejaos llevar por el viento! ¡El viento nunca engaña!».
–Pues vino a resultar que tenía razón –señalo don Bernardo Olivar–. Pero lo que importa es que acabéis ese dichoso tabaco que nos está haciendo llorar y continuemos con nuestra historia –casi al instante se corrigió a sí mismo–. He querido decir, «vuestra historia».
–A la cuarta noche de haber nordesteado la brújula, algunos marinos expertos percibieron que la andadura de la nave disminuía pese a que el viento no parecía haber perdido fuerza.
–¿Vos lo notasteis?
–¿Yo? Yo era un tarugo que nada entendía de la andadura de un barco. Al poco se escuchó a don Juan De la Cosa lamentarse de que el timón no obedecía con la presteza acostumbrada, y podría creerse que una gigantesca mano se entretuviera en aferrarnos desde el fondo, o que súbitamente el mar se hubiera espesado hasta convertirse en un puré difícilmente navegable. Y, en efecto, la primera claridad del día nos sorprendió observando un mar que parecía haberse convertido en una infinita pradera de hierba de color azul verdoso.
–¿Qué dijo el Almirante?
–Que el Cipango y Catay seguían estando al oeste y aquello no podía ser más que la vegetación que crecía sobre un bajío, por lo que ordenó largar una sonda, que lógicamente nunca alcanzaría un fondo que se encontraba a miles de brazas. No obstante, muchos a bordo se mantenían pendientes del más mínimo detalle que revelase que se hallaban a punto de estrellarse contra un arrecife.
–¿Y eso…?
–La tripulación se dividía en dos grupos: los auténticos marinos, para los que el viaje significaba un paso en la conquista de nuevas rutas comerciales, y los desesperados, para los que embarcarse tan solo había sido una especie de huida hacia delante…
–Y un gomero despistado…
–Y un gomero despistado, en efecto. Estábamos allí, apresados por un viscoso mejunje que al aferrarse a los timones amenazaba con bloquearlos, por lo que de noche las embarcaciones pequeñas acudían a buscar cobijo junto a la nao capitana, se arriaba el trapo hasta dejarlo al mínimo y los vigías permanecían atentos a la aparición de las rompientes porque nadie aceptaba que la maleza tuviera su origen en sí misma y a flor de agua.
–Creo que yo tampoco lo hubiera aceptado –señaló Fray Gaspar–. Parece una historia de brujería.
–La desidia se apoderó de la tripulación, surgían disputas por los más nimios motivos, el contramaestre se vio en la obligación de echar mano de toda su autoridad y don Juan De la Cosa de su extraordinaria diplomacia.
–¿El Almirante continuaba en sus trece…?
–Y en sus catorce y en sus quince, hasta la tarde en que un alcatraz se posó en un obenque para cagarse justo sobre la rosa de los vientos. De dónde había salido y por qué eligió semejante lugar para hacer sus necesidades cuando tenía a su disposición millas de mar abierto no pudimos averiguarlo, y quizá fuera pura casualidad o una deliberada exhibición de puntería. Se alejó hacia el sudoeste y Juan De la Cosa y Pero Alonso Niño vieron en ello una señal inequívoca de que había sido enviado para indicarles el camino a su nido en una costa cercana, pero el Almirante ordenó que el rumbo continuara inalterable, abriéndonos camino como buenamente podíamos a través de aquel potaje de berros.
–No cabe duda de que era terco.
–Más que una mula. Apuntaba en el diario de a bordo la estimación de la distancia recorrida, pero en otro cuaderno anotaba las leguas, restándoles siempre una pequeña parte, pues de ese modo pretendía hacernos creer que nos habíamos alejado menos de lo que era en realidad, al tiempo que guardaba el secreto de en qué punto se encontraba tierra firme cuando pusiéramos el pie en ella.
–Retorcido amén de terco.
–Más que una bayeta de cocina, pero ni los hermanos Pinzón, ni De la Cosa, ni Pero Alonso Niño se dejaban engañar, pese a que en apariencia dieran por buenas sus acotaciones. «La Pinta», que era la más veloz, se adelantaba en las horas diurnas, zigzagueaba, iba y venía tratando de avistar un rastro de tierra, pero pese a que no encontró tierra, una mañana su vigía de cofa gritó: «¡Aguas libres a proa!».
–Debió ser un gran alivio.
–Desde luego, puesto que algunos comenzaban a musitar que una muerte rápida y noble era más digna que aquella condena a vagar eternamente por un infinito mar de hierbas nauseabundas. Cuando al fin se cerraron sobre las estelas los últimos sargazos y el rumor de las olas cantó contra los cascos, comenzamos a bailar y saltar como locos. Ahora sí que la tierra parecía estar cerca; se palpaba ya en el aire y los hombres se quemaban los ojos de mirar al oeste. Existía la promesa de la reina de un jubón de seda y una renta vitalicia de diez mil maravedíes para quien divisara la costa en primer lugar, y un centenar de infelices que jamás habíamos poseído más que un pantalón remendado nos mordíamos los labios soñando conquistar semejante fortuna.
–¿También Vos?
–¿Os imaginas lo que hubiera sido presentarme ante Ingrid con un jubón de seda y una renta vitalicia? Tenía los ojos como platos porque cientos de aves surcaban el cielo y un pajarraco de curvado pico que mostraba a las claras que no se alimentaba de peces sino de frutos se posó en el bauprés. Los que habían recorrido las costas de Guinea no dudaron en señalar que sus congéneres de África jamás