Blancanieves y otros cuentos. Jacob Grimm Willhelm Grimm
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—¿Te puedes callar? —gritó el gato—. ¡Si dices una palabra más, te devoro!
—... “terminado” —tenía ya el pobre ratón la palabra en la lengua.
No pudo frenarla y, apenas la hubo soltado, el gato pegó un brinco, agarrándolo, y tragándoselo de un bocado.
Así van las cosas de este mundo.
El mozo que quería aprender lo que es el miedo
Era una vez un padre que tenía dos hijos. El mayor era listo, despierto, despabilado y capaz de salir con bien de todas las cosas. El menor, al contrario, era un verdadero tonto, incapaz de comprender ni aprender nada, y cuando la gente lo veía, no podían dejar de exclamar: “¡Éste sí que va a ser la cruz de su padre!”.
Para todas las faenas había que acudir al mayor; no obstante, cuando se trataba de salir durante la noche a buscar algo, y había que pasar por las cercanías del cementerio, o de otro lugar tenebroso y lúgubre, el muchacho solía resistirse:
—No, padre, no puedo ir. ¡Me da mucho miedo!
Pues, en efecto, era miedoso.
En las veladas, cuando se encontraban todos reunidos alrededor a la lumbre, y alguien contaba uno de esos cuentos que ponen carne de gallina, el público no podía dejar de exclamar: “¡Oh, qué miedo!”. El hijo menor, sentado en un rincón, escuchaba aquellas exclamaciones sin realmente entender su significado.
—Siempre están diciendo: “¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo!”. Pues yo no lo tengo. Debe ser alguna habilidad de la que yo no entiendo nada.
Un buen día su padre le dijo:
—Oye, tú. Ya eres mayor y estás robusto. Es hora de que aprendas también cómo ganarte el pan. Mira a tu hermano cómo se esfuerza; en cambio, contigo todo es inútil, como si machacaras hierro frío.
—Tiene razón, padre —respondió el muchacho—. Yo también tengo ganas de aprender algo. Si no le parece mal, me gustaría aprender a tener miedo, de esto no sé ni pizca.
El mayor se echó a reír al escuchar aquellas palabras, y pensó para sí:
“¡Santo Dios, qué bobo es mi hermano! En su vida saldrá de él nada bueno. Pronto se ve por dónde tira cada uno”.
El padre se limitó a suspirar y a responderle:
—Ya llegará el día en que sepas lo que es el miedo, pero con esto no vas a ganarte el sustento.
A los pocos días, el sacristán fue a visitarlo. El padre le contó de su apuro, cómo su hijo menor era un inútil; ni sabía nada, ni era capaz de aprender nada.
—Para que me entienda, una vez le pregunté que cómo pensaba ganarse la vida y me dijo que quería aprender a tener miedo.
—Si no es más que eso —repuso el sacristán—, puede aprenderlo en mi casa. Deja que venga conmigo. Y lo asustaré de tal forma, que no habrá más que ver.
El padre, pensando que le serviría para despabilarse, aceptó. Y así, el sacristán se lo llevó consigo y le encargó la tarea de tocar las campanas.
A los dos o tres días, lo despertó a medianoche y lo mandó a subir el campanario a tocar la campana. “Vas a aprender lo que es el miedo”, pensó el hombre mientras se retiraba sigilosamente.
Estando ya el muchacho en la torre, al voltear para tomar la cuerda de la campana, vio una forma blanca que permanecía inmóvil en la escalera, frente al hueco del muro.
—¿Quién está ahí? —gritó el mozo. Pero la figura no se movió ni respondió—. Contesta —insistió el muchacho— o lárgate; nada tienes que hacer aquí a medianoche. Pero el sacristán seguía inmóvil, con el propósito de que el mozo lo tomara por un fantasma. El chico le gritó una segunda vez:
—¿Qué buscas aquí? Habla o te arrojaré escaleras abajo.
El sacristán pensó: “No llegará a tanto”, y continuó en su papel como una estatua de piedra.
Por tercera vez le advirtió el muchacho, y viendo que sus palabras no surtían efecto, arremetió contra el espectro y de un empujón lo echó escaleras abajo, con tal fuerza que, no muy de su agrado, saltó diez escalones y fue a desplomarse contra una esquina, donde quedó maltrecho.
El mozo, terminado el toque de campana, volvió a su cuarto, se acostó sin decir palabra y se quedó dormido.
La mujer del sacristán estuvo durante un buen rato esperando el regreso de su marido; pero viendo que tardaba demasiado, fue a despertar, muy inquieta, al ayudante y le preguntó:
—¿Dónde está mi marido? Subió al campanario antes que tú.
—En el campanario no estaba —respondió el muchacho—. Pero había alguien frente al hueco del muro, y como no quiso ni responder ni marcharse, supuse que era un ladrón y lo he arrojado escaleras abajo. Vaya a ver, ojalá que no se trate de él. De veras que lo sentiría.
La mujer corrió a la escalera y encontró a su marido tendido en el rincón, quejándose y con una pierna rota.
Lo bajó como pudo y corrió luego a la casa del padre del mozo, sin dejar de derramar lágrimas.
—Su hijo —lamentó— ha causado una gran desgracia; ha echado a mi marido escaleras abajo y le ha roto una pierna. ¡Sáque en seguida a ese tonto de mi casa!
Corrió el padre, muy asustado, a casa del sacristán, y con su hijo regresaron a casa.
—¡Qué mala persona! ¿Por qué has hecho eso? Ni que tuvieras el diablo en el cuerpo.
—Soy inocente, padre —contestó el muchacho—. Le digo la verdad. Él estaba allí a la mitad de la noche, como si tuviera malas intenciones. Yo no sabía quién era, y por tres veces le advertí que hablara o se marchara.
—¡Ay! —exclamó el padre—. ¡Lo único que me causas son disgustos! Vete de mi casa, no quiero volver a verte.
—Bueno, padre, así lo haré. Sólo espera a que sea de día y me marcharé. Aprenderé lo que es el miedo; y al menos así sabré algo que me servirá para ganarme el sustento.
—Aprende lo que quieras —dijo el padre—; lo mismo me da. Aquí tienes cincuenta florines; márchate a recorrer el mundo; y no le digas a nadie de dónde eres ni quién es tu padre, pues eres mi mayor desgracia.
—Sí, padre, como usted quiera. Si sólo me pide eso, fácil será obedecerlo.
Llegado el amanecer, el muchacho se embolsó sus cincuenta florines y se marchó por la carretera. Mientras andaba, se decía a sí mismo: “¡Si tan sólo tuviera miedo! ¡Si tan sólo tuviera miedo!”.
Mientras