Blancanieves y otros cuentos. Jacob Grimm Willhelm Grimm
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—Si no es más que eso —respondió el muchacho—, no me será tan difícil. Si realmente aprendo qué cosa es el miedo, te daré mis cincuenta florines. Vuelve a buscarme por la mañana.
Y se encaminó al patíbulo, donde esperó sentado la llegada de la noche. Como empezó a hacer frío, encendió un fuego; pero, cerca de la medianoche, empezó a soplar un viento tan helado, que ni la hoguera le servía para calentarse. Y como el ímpetu del viento hacía chocar entre sí los cuerpos de los ahorcados, el mozo pensó: “Si tú, junto al fuego, estás helándote, ¡cómo deben estar pásandola esos que patalean ahí arriba!”.
Y como era bueno de naturaleza, arrimó la escalera y fue desatando los cadáveres, una tras otro, y bajándolos al suelo. Sopló el fuego para avivarlo, y sentó los cuerpos en torno al fuego para que se calentaran; pero los muertos permanecían inmóviles, y las llamas prendieron en sus ropas.
Al verlo, el muchacho les dijo:
—Si no tienen cuidado, los volveré a colgar.
Pero los ajusticiados nada respondieron, y sus andrajos siguieron quemándose.
Entonces el mozo se irritó.
—Puesto que se empeñan en no tener cuidado, nada puedo hacer por ustedes; yo no quiero quemarme.
Y los colgó nuevamente, uno tras otro; tras lo cual, volvió a sentarse al lado de la hoguera y se quedó dormido.
A la mañana siguiente regresó el hombre, dispuesto a cobrar los cincuenta florines.
—Qué, ¿ya sabes ahora lo que es el miedo?
—No —replicó el mozo—. ¿Cómo iba a saberlo? Esos de ahí arriba ni siquiera han abierto la boca, y fueron tan tontos, que dejaron que se les quemara la ropa que traen encima.
El hombre observó los cuerpo y se dio cuenta que por esta vez no se haría de esos florines, y se alejó murmurando:
—En mi vida me he topado con un tipo como éste.
Siguió también el mozo su camino, siempre expresando en voz alta su idea fija: “¡Si por lo menos supiese lo que es el miedo! ¡Si por lo menos supiese lo que es el miedo!”.
Un carretero que iba atrás de él lo escuchó, y le preguntó: —¿Quién eres?
—No lo sé —respondió el joven.
—¿De dónde vienes? —siguió inquiriendo el otro.
—No lo sé.
—¿Quién es tu padre?
—No puedo decirlo.
—¿Y qué demonios estás refunfuñando entre dientes?
—¡Oh! —respondió el muchacho—, quisiera saber lo que es el miedo, pero nadie puede enseñármelo.
—Basta de tonterías —replicó el carretero—. Ven conmigo, te buscaré alojamiento. El mozo lo acompañó y, al anochecer, llegaron a unaposada. Al entrar a la sala, el mozo volvió a decir en voz alta:
—¡Si al menos supiera lo que es el miedo!
Oyéndo, el posadero se echó a reír y dijo:
—Si de verdad lo quieres, tendrás aquí buena ocasión para enterarte.
—¡Cállate, por Dios! —exclamó la patrona—. Más de un temerario lo ha pagado ya con la vida. ¡Sería una pena que esos hermosos ojos no volviesen a ver la luz del día!
Pero el mozo replicó:
—Por costoso que sea, quisiera saber lo que es el miedo; para esto me marché de casa.
Y estuvo importunando al posadero, hasta que éste se decidió a contarle que, no muy lejos de allí, se levantaba un castillo encantado donde, con toda seguridad, aprendería a conocer el miedo si estaba dispuesto a pasar tres noches en él. Dijo que el Rey había prometido casar a su hija, que era la doncella más hermosa que alumbrara el sol, con el hombre que a ello se atreviese.
Además, había en el castillo joyas impensables, capaces de enriquecer al más pobre, que estaban guardados por espíritus malos, y podrían recuperarse al desvanecerse el maleficio. Muchos lo habían intentado, pero ninguno había escapado con vida de la campaña.
A la mañana siguiente, el joven se presentó ante el Rey y le dijo que, si se le autorizaba, él se comprometía a pasarse tres noches en vela en el castillo encantado.
El Rey lo observó, y como su aspecto le resultó simpático, dijo:
—Puedes pedir tres cosas para llevarte al castillo, pero deben ser cosas inanimadas.
A lo que contestó el muchacho:
—Entonces voy a necesitar fuego, un torno y un banco de carpintero con su cuchilla.
El Rey hizo llevar aquellos objetos al castillo. Al anochecer, subió el muchacho, encendió en un aposento un buen fuego, colocó al lado el banco de carpintero con la cuchilla y sentóse sobre el torno.
—¡Ah! ¡Si por lo menos aquí tuviera miedo! —suspiró—. Pero me temo que tampoco aquí me enseñarán lo que es.
Hacia medianoche quiso avivar el fuego, y mientras lo soplaba oyó de pronto unas voces, que venían de una esquina, que gritaban:
—¡Ay, miau! ¡Qué frío hace!
—¡Tontos! —exclamó él—. ¿Por qué gritan? Si lo que tienen es frío,entonces acérquense al fuego a calentarse.
Apenas dijo estas palabras, cundo llegaron de un enorme brinco dos grandes gatos negros que, sentándose uno cada lado, clavaron en él una mirada ardiente y feroz. Al cabo de un rato, cuando ya se habían calentado, dijeron:
—Compañero, ¿qué te parece si echamos una partida de naipes?
—¿Por qué no? —respondió él—. Pero antes enséñenme las patas.
Los animales sacaron las garras.
—¡Ah! —exclamó el muchacho—. ¡Qué uñas tan largas! Primero se las cortaré. Y, agarrándolos por el cuello, los levantó y los sujetó por las patas al banco de carpintero.
—Como ya he adivinado sus intenciones —dijo— se me han pasado las ganas de jugar a las cartas.
Acto seguido los mató de un golpe y los arrojó al estanque que había al pie del castillo.
Ya que se había despachado de aquellos dos y cuando se disponía a instalarse de nuevo junto al fuego, de todos los rincones y esquinas empezaron a salir gatos y perros negros, en número cada vez mayor, hasta el punto de que ya no sabía él donde meterse.
Aullando