Blancanieves y otros cuentos. Jacob Grimm Willhelm Grimm
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—Ahora te tengo en mis manos —le dijo—; Serás tú quien va a morir.
Y, agarrando una barra de hierro, la emprendió con el viejo hasta que éste, gimoteando, le suplicó que no le pegara más; en cambio, le daría grandes riquezas. El chico, desclavó el hacha y lo soltó. Entonces el hombre lo acompañó nuevamente al palacio, y en una de las bodegas le mostró tres arcas llenas de oro.
—Una de ellas es para los pobres; la otra, para el Rey; y la tercera, para ti.
Dieron en aquel momento las doce, y el viejo desapareció, quedando el muchacho sumido en tinieblas.
—De algún modo saldré de aquí —se dijo.
Y, moviéndose a tientas, al cabo de un rato, dio con un camino que lo condujo a su aposento, donde se echó a dormir junto al fuego.
A la mañana siguiente compareció de nuevo el Rey y le dijo:
—Bien, supongo que ahora sabrás ya lo que es el miedo.
—No —replicó el muchacho—. ¿Qué es? Estuvo aquí mi primo muerto, y después vino un hombre barbudo, el cual me mostró los tesoros que hay en los sótanos; pero lo que es el miedo, nadie me ha dicho una palabra.
Dijo entonces el Rey:
—Has desencantado el palacio y te casarás con mi hija.
—Todo eso está muy bien —repuso él—. Pero yo sigo sin saber lo que es el miedo. Sacaron el oro y se celebró la boda. Pero el joven príncipe, a pesar de que quería mucho a su esposa y se sentía muy satisfecho, no cesaba de susurrar: “¡Si al menos supiese lo que es el miedo!”.
Al fin, aquellas murmuraciones acabaron por irritar a la princesa. Su camarera le dijo:
—Yo lo arreglaré. Voy a enseñarle lo que es el miedo.
Se dirigió al riachuelo que cruzaba el jardín y mandó que le llenaran un barreño de agua con muchos pececillos. Por la noche, mientras el joven dormía, su esposa, instruida por la camarera, le quitó bruscamente las ropas y le echó encima el cubo de agua fría con los peces, los cuales se pusieron a coletear sobre el cuerpo del muchacho.
Éste despertó de súbito y echó a gritar:
—¡Ah, qué miedo, qué miedo, mujercita mía! ¡Ahora sí que sé lo que es el miedo!
El lobo y las siete cabritas
Érase una vez una vieja cabra que tenía siete cabritas, a las que quería tan tiernamente como una madre puede querer a sus hijos.
Un día salió al bosque a buscar comida y llamó a sus pequeñuelas.
—Hijas mías —les dijo—, me voy al bosque; tengan mucho cuidado con el lobo, pues si entra en la casa, las devorará sin dejar ni un pelo. El muy bribón suele disfrazarse, pero lo reconocerán enseguida por su voz ronca y sus negras patas.
Las cabritas respondieron:
—Tendremos mucho cuidado, madrecita. Puedes ir tranquila.
Se despidió la vieja cabra con un balido y, confiada en la palabra de sus cabritas, emprendió su camino.
No había transcurrido mucho tiempo cuando llamaron a la puerta y una voz que decía:
—Abran, hijitas. Soy su madre; estoy de regreso y traigo regalos para ustedes. Pero las cabritas comprendieron, por lo rudo de la voz, que era el lobo.
—No te abriremos —exclamaron—. No eres nuestra madre. Ella tiene una voz suave y cariñosa, y la tuya es bronca. ¡Eres el lobo!
Entonces, el lobo fue a la tienda y se compró un buen trozo de yeso. Se lo comió para suavizarse la voz y volvió a llamar a la puerta de la casita:
—Abran hijitas —dijo—. Soy su madre y traigo un regalo para ustedes.
Pero el lobo había puesto una negra pata en la ventana y, al verla las cabritas, exclamaron:
—No, no te abriremos; nuestra madre no tiene las patas negras como tú. ¡Eres el lobo!
Corrió entonces el muy bribón a una panadería y le dijo al panadero:
—Me he lastimado un pie; úntamelo con un poco de pasta para que me sienta mejor.
Untada la pata, fue al encuentro del molinero:
—Échame harina blanca en el pie —dijo.
El molinero, comprendiendo que el lobo tramaba alguna tropelía, se negó desde el principio; pero la fiera lo amenazó: —Si no lo haces, te devoro.
El hombre, asustado, le blanqueó la pata. Sí, así es la gente.
Volvió entonces el rufián por tercera vez a la puerta y, llamando, dijo: —Abran, pequeñas; es su querida madrecita, que está de regreso y les traigo cosas buenas del bosque.
Las cabritas replicaron:
—Enséñanos la pata, queremos asegurarnos de que eres nuestra madre.
La fiera puso la pata en la ventana y, al ver ellas que era blanca, creyeron que eran verdad sus palabras y se apresuraron a abrir. Pero fue el lobo quien entró. ¡Qué sobresalto, Dios mío! ¡Y qué prisas por esconderse todas!
Una se metió debajo de la mesa, la otra en la cama, la tercera en el horno, la cuarta en la cocina, la quinta en el armario, la sexta debajo de la fregadera, y la más pequeña, en la caja del reloj. Pero el lobo fue descubriéndolas una tras otra y, sin gastar cumplidos, se las engulló a todas menos a la más pequeñita que, oculta en la caja del reloj, pudo escapar de sus garras
Lleno y satisfecho, el lobo se alejó a trote ligero y, llegado a un verde prado, se tumbó a dormir a la sombra de un árbol.
Al cabo de poco tiempo, la vieja cabra regresó a casa. ¡Santo Dios, lo que vio! La puerta, abierta de par en par; la mesa, las sillas y bancos, todo volcado y revuelto; la jofaina, rota en mil pedazos; las mantas y almohadas, por el suelo. Buscó a sus hijitas, pero no aparecieron por ninguna parte; llamó a todas por sus nombres, pero ninguna contestó. Hasta que, con una vocecita muy queda, dijo la más pequeña de las cabritas:
—Madre querida, estoy en la caja del reloj.
La cabra sacó a su pequeña, y entonces le explicó que había venido el lobo y se había comido a las demás. ¡Imaginen con qué desconsuelo lloraba la madre por la pérdida de sus hijitas!
Cuando ya no le quedaban más lágrimas, salió al campo en compañía de su pequeña y, al llegar al prado, vio al lobo dormido debajo del árbol, roncando tan fuerte que hacía temblar las ramas. Al observarlo de cerca, pareció que algo se movía y agitaba en su abultada barriga.
“¡Válgame Dios! —pensó—. ¿Serán mis pobres hijitas