Blancanieves y otros cuentos. Jacob Grimm Willhelm Grimm

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Blancanieves y otros cuentos - Jacob Grimm Willhelm Grimm страница 5

Blancanieves y otros cuentos - Jacob Grimm Willhelm Grimm Clásicos

Скачать книгу

— y arremetió contra el ejército de alimañas.

      Parte de los animales escapó corriendo; el resto los mató y arrojó sus cuerpos al estanque.

      De vuelta al aposento, reunió las brasas aún encendidas, las sopló para reanimar el fuego y se sentó nuevamente a calentarse y, estando así sentado, le vino el sueño con una gran pesadez en los ojos. Miró a su alrededor, y descubrió en una esquina una espaciosa cama. “¡Qué suerte!”, dijo, y se acostó en ella sin pensarlo más.

      Pero apenas había cerrado los ojos cuando la cama se puso en movimiento, como si quisiera recorrer todo el castillo. “¡Mucho mejor!”, se dijo el mozo. Y la cama seguía rodando y moviéndose, como tirada por seis caballos, cruzando umbrales, subiendo y bajando escaleras. De repente, ¡hop!, un vuelco, y la cama se puso patas arriba, y el mozo debajo, como si se le hubiese venido una montaña encima.

      Lanzando al aire mantas y almohadas, salió de aquel revoltijo y, exclamando: “¡Que el que tenga ganas se de una vuelta!”, volvió al lado del fuego y se quedó dormido hasta la madrugada.

      A la mañana siguiente se presentó el Rey y, al verlo tendido en el suelo, creyó que los fantasmas lo habrían matado.

      —¡Lástima, tan guapo que estaba! —dijo.

      El muchacho escuchó e, incorporándose, exclamó:

      —¡No están aún tan mal las cosas!

      El Rey, admirado y contento, preguntó qué tal había pasado la noche.

      —¡Muy bien! —respondió el muchacho—. Ya he pasado una noche, también pasaré las dos que quedan.

      Al entrar en la posada, el hostelero se quedó mirándolo, como quien ha visto un fantasma.

      —Jamás pensé volver a verte vivo —le dijo—. Supongo que ahora sabrás lo que es el miedo.

      —No —replicó el muchacho—. Todo es inútil. ¡Ya no sé qué hacer!

      Al llegar la segunda noche, se encaminó de nuevo al castillo y, sentándose junto al fuego, volvió a la vieja canción: “¡Si tan sólo supiera lo que es el miedo!”.

      Antes de medianoche escuchó un estrépito. Muy débil al principio, luego más fuerte; siguió un momento de silencio y, al fin, emitiendo un agudísimo alarido, bajó por la chimenea la mitad de un hombre y fue a caer a sus pies.

      —¡Caramba! —exclamó el joven—. Aquí falta una mitad. ¡Hay que tirar más!

      Volvió a oírse el estruendo y, entre un alboroto de gritos y aullidos, cayó la otra mitad del hombre.

      —Aguarda —exclamó el muchacho—. Voy a avivarte el fuego.

      Cuando, ya estaba listo el fuego, volvió a mirar a su alrededor, las dos mitades se habían soldado, y un hombre horrible estaba sentado en su sitio.

      —¡Eh, amigo, éste no es el trato! —dijo—. El banco es mío.

      El hombre quería echarlo, pero el mozo, empeñado en no ceder, lo apartó de un empujón y se instaló en su asiento.

      Bajaron entonces por la chimenea nuevos hombres, uno tras otro, llevando nueve tibias y dos calaveras y, después de colocarlas en la posición debida, comenzaron a jugar a bolos.

      Al muchacho le entraron ganas de participar en el juego y les preguntó: —¡Hola!, ¿puedo jugar yo también?

      —Sí, si tienes dinero.

      —Dinero tengo —respondió él—. Pero sus bolos no están bien redondos —y, tomando las calaveras, las puso en el torno y las modeló debidamente—. Ahora rodarán mejor —dijo—. ¡Así da gusto!

      Jugó y perdió algunos florines; pero al dar las doce, todo desapareció de su vista. Se tendió y durmió tranquilamente.

      A la mañana siguiente se presentó de nuevo el Rey, curioso por saber lo que había ocurrido.

      —¿Cómo lo has pasado esta vez? —preguntó.

      —Estuve jugando a los bolos y perdí unos cuantos florines. —¿Y no sentiste miedo?

      —¡Qué va! —replicó el chico—. Me divertí mucho. ¡Ah, si pudiese saber lo que es el miedo!

      La tercera noche, sentado nuevamente en su banco, suspiraba mohíno y malhumorado: “¿Por qué no puedo sentir miedo?” Era ya bastante tarde cuando entraron seis hombres fornidos llevando un ataúd. Dijo él entonces:

      —Ahí debe de venir mi primito, el que murió hace unos días. Y, haciendo una seña con el dedo, lo llamó:

      —¡Ven, primito, ven aquí!

      Los hombres depositaron el féretro en el suelo. El mozo se les acercó y levantó la tapa; contenía un cuerpo muerto. Tocó la cara, que estaba fría como hielo.

      —Aguarda —dijo—. Voy a calentarte un poquito.

      Y, volviéndose al fuego a calentarse la mano, la aplicó seguidamente en el rostro del cadáver; pero éste seguía frío. Lo saco entonces del ataúd, y sentó junto al fuego con el muerto sobre su regazo, y se puso a frotarle los brazos para reanimar la circulación. Como tampoco esto servía de nada, se le ocurrió que metiéndolo en la cama podría calentarlo mejor. Lo acostó, lo arropó bien y se echó a su lado.

      Al cabo de un rato, el muerto empezó a calentarse y a moverse. Dijo entonces el mozo:

      —¡Ves, primito, como te he hecho entrar en calor!

      Pero el muerto se incorporó gritando:

      —¡Te voy a estrangular!

      —¿Con que será así? —exclamó el muchacho—. ¿Así me lo agradeces? Pues entonces vuelves a tu ataud.

      Y, levantándolo, lo metió en la caja y cerró la tapa. En esto entraron de nuevo los seis hombres y se lo llevaron.

      —No hay manera de sentir miedo —se dijo—. Está visto que no me enteraré de lo que es, aunque pasara aquí toda la vida.

      Apareció luego otro hombre, más alto que los anteriores, y de terrible aspecto; pero era viejo y llevaba una gran barba blanca.

      —¡Ah, joven tonto —exclamó—; pronto sabrás lo que es miedo, pues vas a morir! —¡Calma, calma! —replicó el mozo—. Yo también tengo algo que decir en este asunto.

      —Deja que te agarre —dijo el ogro.

      —Poco poco. Lo ves muy fácil pero soy tan fuerte como tú, o más. —Eso lo veremos —replicó el viejo—. Si lo eres, te dejaré marchar. —Ven conmigo, que haremos la prueba.

      Y, a través de tenebrosos corredores, lo condujo a una fragua. Allí empuñó un hacha, y de un hachazo clavó en el suelo uno de los yunques.

      —Yo

Скачать книгу