Un mundo dividido. Eric D. Weitz
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Los derechos humanos internacionales, que no aparecieron hasta 1945, han ofrecido desde entonces un modelo de derechos universales, es decir, derechos que se extienden más allá del Estado nación. Según la DUDH, aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1948, los derechos son inherentes a todas las personas, sean ciudadanos de una nación o no. Existen multitud de tratados internacionales que confirman que los apátridas también tienen derechos humanos y, por tanto, han de ser protegidos por los Estados y la comunidad internacional.6 Los solicitantes de asilo gozan de una protección especial: Arturo y Astrid por lo menos fueron puestos en libertad al cabo de un mes. Todo acto que lleve la protección de los derechos humanos a la esfera internacional, por parcial o limitado que sea, constituye, a mi juicio, un avance muy importante, así como el mejor remedio contra las limitaciones de los derechos humanos basados exclusivamente en la ciudadanía nacional.7
En la mayoría de los casos, sin embargo, necesitamos el Estado nación para establecer y hacer respetar los derechos humanos o, alternativamente, nos vemos obligados a combatirlo como el principal violador de esos derechos. Los activistas invocan invariablemente los derechos humanos internacionales, pero empiezan por apelar al Estado al que pertenecen para que garantice su libertad de expresión, suministre agua limpia y ponga coto a las fuerzas paramilitares, tan dañinas para la población civil.8
Si hay una verdad indiscutible sobre los derechos humanos (y puede que sea la única) es que son dinámicos. Su significado ha ido evolucionando en los últimos dos siglos y medio: he aquí el segundo asunto que examinamos en este libro. Si en otra época estaban reservados a ciertas categorías de personas (hombres adinerados, europeos de raza blanca, ciudadanos soviéticos fieles al régimen), los excluidos no tardaron en reivindicarlos. Los activistas utilizaron la retórica de los derechos en contra de los poderosos, exigiendo una sociedad libre, abierta y más inclusiva. Observaremos este fenómeno repetidamente en las historias de Brasil, la Unión Soviética, Corea del Sur, Ruanda y Burundi, y otras que iremos examinando en los sucesivos capítulos. También lo veremos en el ámbito internacional, especialmente en el movimiento en pro de los derechos de la mujer a partir de 1945.
El conjunto de ciudadanos con derechos se fue ampliando y, con él, el significado de esos derechos. Los nuevos Estados que surgieron en el siglo XIX eran ante todo de carácter liberal: reconocían derechos políticos, como las libertades de expresión y reunión, y la protección contra los registros y las incautaciones arbitrarios, pero desatendían los derechos sociales.9 Sin embargo, ya a mediados de siglo, socialistas, feministas y ciertos liberales objetaron que limitar los derechos al plano político suponía ignorar las necesidades y aspiraciones de la inmensa mayoría de la población.10
Casi todos los estudiosos y activistas actuales insisten en la necesidad de complementar los derechos políticos derivados de las grandes revoluciones de finales de los siglos XVIII y XIX con derechos económicos y sociales. En 1966, las Naciones Unidas reafirmaron esta idea con la aprobación del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (Estados Unidos firmó el tratado, pero no ha llegado a ratificarlo). La Constitución guatemalteca, como muchas otras, concuerda con el mismo principio:11 al artículo titulado “Derechos humanos”, de contenido fundamentalmente político, le sigue inmediatamente otro dedicado a los “Derechos sociales”. De haber cumplido el Estado guamalteco estos preceptos, Arturo y Astrid habrían podido hablar con libertad y expresar su identidad cultural, y habrían recibido atención sanitaria y una educación, disfrutando así de la plenitud de los derechos humanos tal como se entienden hoy.
La extensión de los derechos humanos del plano estrictamente político al social implica que las personas deben tener los recursos necesarios para tomar decisiones conscientes (y meditadas) sobre su vida. Cuando pasan hambre y ven sus perspectivas vitales limitadas por la falta de acceso a la sanidad y la educación, difícilmente pueden tomar tales decisiones y participar en la política, porque emplean todo su tiempo y energía en recorrer los paisajes urbanos y rurales en busca de lo necesario para sobrevivir: la suya es una existencia miserable y angosta.12 A partir de 1945, la URSS y los países del tercer mundo establecieron una alianza poderosa en defensa de los derechos sociales y del principio de autodeterminación nacional. Sin embargo, los derechos sociales carecen de sentido cuando se disocian de los políticos, como veremos en los casos de Corea y la URSS.
La historia de los Estados nación es la de los derechos humanos, y a la inversa. Si las dos historias no se pueden separar es justamente porque los derechos humanos están reconocidos principalmente en las constituciones y leyes de los Estados nación y los imperios, como la URSS, creados como federaciones de nacionalidades. Los Estados nación y los derechos humanos se originaron en Occidente, incluidas Norteamérica y Sudamérica. En los siglos XIX y XX, el Estado nación se convirtió en la forma política predominante. Casi todos los Estados nación tienen una constitución que proclama los derechos de sus ciudadanos, aunque en ciertos casos no sean más que un barniz que oculta el dominio de los carceleros, los torturadores y los censores. Aun así, es muy significativo que hasta los dictadores más represivos se sientan obligados a declarse defensores de los derechos humanos.
El Estado nación y los derechos humanos han contribuido decisivamente a la creación de este mundo globalizado, lo mismo que el comercio internacional y las revoluciones de las comunicaciones, desde el telégrafo hasta internet.13 Ningún Estado nación ni ningún movimiento popular se ha formado de manera totalmente autónoma. Lo que guarda relación con el tercer asunto del que se ocupa Un mundo dividido: ¿cómo se adquieren los derechos? La campaña que promovió Amnistía Internacional en defensa de Arturo y Astrid pone de manifiesto el alcance global de las organizaciones no gubernamentales (ONG). También hubo abogados que intercedieron en su favor. Sin embargo, semejante activismo casi nunca basta para producir avances en materia de derechos humanos. En todos los casos, la creación de los Estados nación y el establecimiento (aunque imperfecto) de los sistemas de derechos que llevaban aparejados no se debieron únicamente a actos heroicos ni al altruismo de ciertos políticos. Las luchas populares, los intereses de los Estados y el funcionamiento del sistema internacional se combinaron en un consenso extraordinariamente frágil y efímero para fundar los Estados nación y, con ellos, los tratados, las constituciones y las leyes que proclamaban (por lo menos en el plano retórico) los principios inspiradores de los derechos humanos.
Cada una de las historias expuestas en los sucesivos capítulos ilustra los tres temas fundamentales de Un mundo dividido; en los diversos contextos nacionales examinamos históricamente quiénes tenían derecho a tener derechos y quiénes se veían excluidos, el significado exacto de esos derechos y cómo surgieron el Estado nación y los derechos humanos. Algunas historias parecen desarrollarse en lugares remotos, muy lejos de las capitales de las grandes potencias y los gigantes del mundo actual como la India y China: Grecia, en el Mediterráneo, Minesota, en el Medio Oeste de Estados Unidos, Corea, en el nordeste asiático, Namibia, en el sudoeste africano, Ruanda y Burundi, en la región africana de los Grandes Lagos, y Palestina e Israel, que pasaron a ser representativos de una nueva política –la del Estado nación y los derechos humanos– y también de sus violaciones. El activismo que practicaron para bien y para mal los griegos, los indios sioux, los coreanos, los herero y nama de Namibia, los judíos sionistas y los hutus y tutsis llevó a la intervención de los Estados centrales y las grandes potencias, siempre preocupadas por los focos