Un mundo dividido. Eric D. Weitz
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Los Estados nación demostraron su valor en las revoluciones estadounidense y francesa y con el advenimiento, en la misma época, de la Revolución Industrial: se revelaron entonces capaces de movilizar recursos humanos y productivos con mayor eficacia que los imperios, por definición extensos y difíciles de administrar. Su poderío se hizo aún más evidente cuando empezaron a crear sus propios imperios coloniales; los ingleses, franceses, holandeses, japoneses y estadounidenses formaron así una especie de híbrido: el imperio nacional. Los activistas políticos en todo el mundo adoptaron el Estado nación como modelo, incorporándole sus propias tradiciones. El nacionalismo no fue, por tanto, un fenómeno exclusivamente occidental ni mucho menos.27
El Estado nación se presentaba como garante de la vida y los bienes de sus ciudadanos, así como de su derecho a participar en el sistema político. Pero su atracción se debía a otro motivo aún más importante: todos los nacionalistas prometían a la población un porvenir brillante, feliz y próspero una vez que se hubiese liberado del yugo extranjero. Tal era el mensaje que voceaban en las manifestaciones, emitían por la radio y publicaban en panfletos y periódicos; la expansión de los medios de comunicación propició la aceptación entusiasta y masiva del Estado nación y de la idea de derechos humanos. Que la realidad a menudo contradijera ese discurso tan esperanzador apenas menoscababa el atractivo del Estado nación.
El establecimiento y la extensión de los derechos humanos nunca han sido puros ni inequívocos. Abundan las paradojas. Los capítulos siguientes examinarán la combinación de inclusiones y exclusiones, reconocimiento y privación de derechos, triunfos y desastres que han acompañado a los Estados nación y al establecimiento de los derechos humanos. Al final de cada capítulo llevamos el relato al presente, porque el concepto de ciudadano con derechos, tal como se ha definido históricamente, sigue influyendo en nuestra época…, y afecta directamente a Arturo y Astrid, y a millones de personas más.
Comenzaremos con una panorámica del mundo de finales del siglo XVIII y principios del XIX, cuando ya habían surgido las ideas de nación y derechos, pero casi todo el planeta seguía dominado por imperios, formas de gobierno regionales, tribus y clanes. Eran las jerarquías de poder explícitas (y no un sistema que prometía derechos para todos los ciudadanos) las que prevalecían, y se manifestaban, como veremos, en estructuras políticas formales, ceremonias populares y prácticas cotidianas. Al mismo tiempo, las grandes transformaciones del siglo XIX, los extraordinarios desplazamientos de población y los avances económicos, en las comunicaciones y los transportes, abrieron nuevas posibilidades y permitieron vislumbrar el mundo que estaba por venir: el de los Estados nación y los derechos humanos.
I
IMPERIOS Y SOBERANOS
El siglo XIX y su continuación
La bella ciudad vietnamita de Hôi An sobrevivió casi intacta a las guerras que arrasaron el país en el siglo XX. Hoy en día atrae a multitud de turistas por las vistas que ofrece del río, los barcos encantadoramente antiguos y las sastrerías modernas, capaces de cortar con pericia y en apenas veinticuatro horas vestidos o trajes hechos con telas de excelente calidad. En los días calurosos –y en Vietnam siempre hace calor–, el visitante se sienta en las terrazas de los restaurantes para ver pasar a la gente –jóvenes y viejos, vietnamitas y extranjeros– hasta altas horas de la noche; los vecinos de la ciudad se escapan de sus modestas casas y de sus pisos mal ventilados, y todos disfrutan del paisaje físico y humano.
Apenas quedan vestigios de la prosperidad de la que gozó Hôi An en otro tiempo. En el siglo XVIII era un puerto floreciente y cosmopolita: mercaderes holandeses, portugueses, chinos, japoneses, hindúes y de muchos otros países llegaban a la ciudad y permanecían allí, a veces varios meses, hasta que los vientos del comercio les permitían volver a sus lugares de origen. Compraban seda, jade, porcelana, laca, cuernos de búfalo, pescado seco y especias, y vendían textiles, pistolas, herramientas, plomo y azufre.
Hôi An ilustra muy bien lo globalizado que ya estaba el mundo a finales del siglo XVIII y principios del XIX. Los lazos que unían ciudades, regiones y países eran principalmente comerciales. El tráfico de bienes, mercaderes y marineros vinculaba Hôi An con Ámsterdam, el gran centro comercial holandés, e impulsaba así el florecimiento de las dos ciudades.
Existían otros vínculos más duraderos. A partir de las travesías colombinas de la década de 1490, los europeos fundaron imperios transoceánicos en América y Sudáfrica y fueron lentamente conquistando Australasia y la India con mayor rapidez. Se produjeron desplazamientos de población sin precedentes en la historia: los europeos viajaron por todo el mundo, crearon colonias y esclavizaron a africanos en el Nuevo Mundo y a trabajadores y mercaderes chinos en el Sudeste Asiático y América. En casi todas las regiones del mundo, las poblaciones ya eran diversas y pasaron a serlo mucho más, fenómeno contra el que se rebelaban los nacionalistas, que sostenían que cada Estado debía representar a una población única y homogénea.
Las redes comerciales, los imperios y los movimientos migratorios (espontáneos y forzados) favorecieron el intercambio de ideas y la difusión de modelos políticos. El encuentro con pueblos, especies y entornos diferentes obligaron a los científicos, intelectuales y políticos europeos a repensar su idea de los mundos humano y natural. Ese conocimiento a veces era directo y personal, y lo adquirían viajando en buques mercantes y participando en expediciones financiadas por el Estado; tal fue el caso de los célebres naturalistas Alexander von Humboldt y Charles Darwin. Otros estudiosos, como el filósofo francés Montesquieu, casi nunca abandonaban sus fincas o casas de campo, se sentaban en sus bibliotecas, leían libros de viajes y relatos de expediciones científicas, géneros ambos muy populares en los siglos XVIII y XIX, y reflexionaban sobre las consecuencias para los europeos y la humanidad en general de la expansión del mundo conocido.1 Con los africanos, los asiáticos y los habitantes de Oriente Medio vino a ocurrir lo mismo: el poderío, los productos y las ideas europeos les llevaron a revisar algunas de sus creencias religiosas, políticas y científicas. No se limitaron a asimilar las ideas occidentales, también crearon movimientos reformistas que las combinaban con las tradiciones indígenas. Fath Alí Sah, que reinó en Persia entre 1797 y 1834; Mehmet Alí, gobernador de Egipto entre 1805 y 1849, y una serie de sultanes otomanos empezando en 1789 por Selim II comprendieron la necesidad de acometer reformas.2
En el siglo XIX se estrecharon aún más las relaciones creadas por el comercio, el poder imperial y los movimientos migratorios. A principios de ese siglo y finales del anterior, sin embargo, nadie habría predicho que otro resultado de esa interconexión creciente sería un mundo dividido en 193 Estados soberanos, que en casi todos los casos se proclamaban defensores de la idea de derechos humanos. Estos derechos apenas se vislumbraban en unas cuantas zonas, particularmente en las colonias británicas de Norteamérica. Luego sobrevinieron la Revolución francesa, la expansión francesa en Europa y las múltiples revoluciones latinoamericanas. En 1815, sin embargo, la ola revolucionaria ya había sido derrotada en Europa y se había enfrentado a graves escollos en América Latina. Ese año, en el Congreso de Viena, las grandes potencias restauraron la legitimidad dinástica y combatieron todo conato de independencia nacional y declaración de derechos. Entonces se observaban enormes desigualdades de riqueza y escandalosas jerarquías de poder en todo el mundo. Los menos pudientes vivían en un penoso estado de sumisión a los poderosos, sin apenas