Un mundo dividido. Eric D. Weitz
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En este libro no ofrezco una respuesta definitiva a la cuestión esencial –la del significado de los derechos– sobre la que han reflexionado durante siglos los filósofos, los teólogos y los teóricos de la política, y de la que actualmente se ocupan estudiosos de campos muy diversos; pero sí analizo los derechos humanos en toda su complejidad, adoptando un punto de vista práctico y abierto en los debates sobre su filosofía e historia. Los derechos humanos son aquí un ángulo de orientación, y no un punto de llegada.
Es necesario, sin embargo, asumir ciertas definiciones básicas, así como una perspectiva cronológica. Los derechos humanos tienen una historia larga. Ya se adivierte su presencia en las épocas antigua y medieval, en los grandes códigos legales a partir del de Hammurabi, en las ideas sobre la justicia y el humanitarismo implícitas en casi todas las religiones y en las reflexiones de Santo Tomás sobre el significado del derecho natural. En el siglo XVI se produjo un avance extraordinario con el pensamiento de Maquiavelo: la teoría política surgió entonces como disciplina.14 A esta aportación decisiva le siguieron pronto las de otros gigantes intelectuales, especialmente Thomas Hobbes y John Locke, que en el siglo XVII empezaron a examinar el significado de los derechos desde una perspectiva reconociblemente moderna.15
Las profundas raíces históricas de los derechos humanos no se observan únicamente en estas refinadas especulaciones teológicas y filosóficas, sino también en la sociedad y la vida política. Los fueros de las ciudades europeas medievales otorgaban a los burgueses la facultad de gobernar su comuna. En la Rusia del siglo XIX, el más autocrático de los Estados europeos, los campesinos argumentaban en los tribunales que la ley les ofrecía cierta protección frente a la arbitrariedad de sus señores. Las leyes otomana e islámica sobre la propiedad reconocían a los arrendatarios el derecho a disfrutar del fruto de su trabajo y ocupar la tierra siempre y cuando le sacaran el debido rendimiento.16
Habrá muchos que sostengan que los casos citados no tienen nada que ver con los derechos humanos; esos ejemplos, como otros miles que podríamos mencionar, son demasiado fragmentarios y episódicos, argumentarán, como para permitirnos ver en ellos la realización de una idea de derechos humanos. Estos estudiosos observarán, por lo demás, que el término “derechos humanos” apenas se utilizaba antes de la década de 1940, y su uso no empezó a extenderse hasta la de 1970. Algunos dirán, incluso, que no puede hablarse propiamente de derechos humanos hasta esta última década. Cualquier concepto surgido con anterioridad era forzosamente parcial, político y nacional. Según ellos, los derechos humanos son de índole moral más que política, y exceden el ámbito del Estado nación y las identidades nacionales.17
En este libro sigo otra línea de pensamiento, aunque conviene establecer ciertas distinciones. Los derechos humanos son más amplios que los políticos ejercidos por los ciudadanos europeos antes de la época moderna y los exclusivamente políticos de los ciudadanos nacionales. Sin embargo, el límite entre los derechos del hombre (les droits de l’homme o die Bürgerrechte) es permeable y nada firme, como supieron ver los redactores de la DUDH,18 cuyo trabajo se basó en las grandes proclamaciones de derechos de finales del siglo XVIII y principios del XIX, entre ellas la Declaración de Independencia y la Carta de Derechos de Estados Unidos, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, promulgada en Francia, y la Constitución de Cádiz de 1812. Pero los redactores creían en la necesidad de extender estos principios a todas las personas (no solo a los ciudadanos de Estados nación individuales) y crear mecanismos para hacerlos respetar en todo el mundo. En el siglo XIX, por lo demás, el término “derechos humanos” era raro pero no desconocido: los abolicionistas estadounidenses hablaban explícitamente de derechos humanos en sus discursos y escritos, lo mismo que las pioneras del feminismo, que en muchos casos participaban activamente tanto en la lucha por la abolición de la esclavitud como en el movimiento en pro de los derechos de la mujer.19
Si este libro empieza a finales del siglo XVIII es porque fue en esa época cuando las ideas de nación y derechos, formuladas en el siglo anterior por los téoricos, cristalizaron en el mundo político, principalmente en las revoluciones estadounidense y francesa, y en las latinoamericanas. A raíz de ello, el modelo político de Estado nación, con los derechos humanos que llevaba aparejados, se extendió por toda Europa y América en el siglo XIX, y por todo el planeta en el XX.20 En este proceso, ciertas ideas y tradiciones no occidentales contribuyeron a enriquecer y ampliar el significado de los derechos, especialmente en los planos social y económico y desde el punto de vista de la autodeterminación nacional.21
Comprender las raíces profundas y la diversidad geográfica de los derechos humanos nos permite apreciar su complejidad histórica y política. La larga historia de los derechos ha sido una fuente de ideas extraordinaria para los actores políticos desde finales del siglo XVIII. Lo que indica que siempre han revestido un carácter eminentemente político, y no solo moral. Hoy en día son contados los activistas en pro de los derechos humanos que declaran su lucha posnacional o pospolítica cuando se manifiestan pidiendo un cambio de sistema político en su país o sufren una dictadura en la cárcel o la cámara de tortura.
Entendidos en el sentido más amplio, los derechos humanos son naturales, inalienables y universales. “Naturales” significa que nos son inherentes por razón de nuestra humanidad. Este principio procede de la teología cristiana, particularmente de la formulada por Santo Tomás, aunque en siglos posteriores fue privado en gran medida de su carácter religioso por autores y activistas políticos:22 los derechos naturales ya no se basaban necesariamente en la creencia según la cual los humanos son creados a imagen y semejanza de Dios y están, por tanto, sujetos a una ley natural de origen divino que les permite ejercer derechos. Una vez excluido Dios de esta doctrina, el solo hecho de ser humana, es decir, capaz de razonar, da a una persona el “derecho a tener derechos”.
Estos derechos, para ser humanos, tienen que ser, por lo demás, “inalienables”, como afirma el préambulo de la DUDH: ningún Estado ni individuo puede privarnos nunca de ellos. Y son “universales” porque se aplican a todas las personas; por lo menos, a todos los adultos. Además, los derechos entrañan deberes y obligaciones para con los demás.23 Hay que establecer, como mínimo, el principio de que, si uno goza de derechos, sus congéneres tienen que poder ejercerlos también. Los derechos se atribuyen a los individuos, pero no existen más que en el mundo social, en el que las personas razonan, discuten y se relacionan unas con otras.24
Los derechos humanos son, pues, naturales, inalienables y universales, y llevan aparejados deberes y obligaciones; una definición abstracta, sin duda, pero también indispensable como principio o criterio para juzgar Estados o a individuos, y aspiración común a todas las personas, estén donde estén. Los derechos humanos amplían el campo de la libertad y creatividad humanas, por más que sepamos que nunca se pueden realizar enteramente, que la utopía nunca llega a materializarse y que, pese a sus contradicciones y ambigüedades, la ciudadanía nacional sigue siendo el fundamento de casi todas las reivindicaciones de derechos.
Los casos históricos estudiados en este libro se refieren a los actos de fundación y las reformas introducidas en diversos Estados nación. Pero Un mundo dividido también trata de los imperios, justamente porque los Estados nación casi siempre surgen de ellos, y también porque los imperios tuvieron que adoptar medidas –a veces represivas, otras humanitarias– para contrarrestar la atracción ejercida por la idea nacional.25 Eran muy diversos, pero tenían una propiedad común: la de gobernar poblaciones heterogéneas. Ningún sultán otomano, ningún zar ruso ni ningún emperador chino pensó nunca que todos sus súbditos tuvieran que ser de la misma etnia, profesar la misma religión o hablar la misma lengua. Los imperios reunían bajo su dominio poblaciones muy diferentes sin atender a sus caracteres peculiares. Su único hándicap radicaba en el territorio mismo, tan vasto que a los ejércitos imperiales les era difícil conquistarlo y a los recaudadores de impuestos recorrerlo sin ser asesinados o expulsados por las poblaciones locales.