Un mundo dividido. Eric D. Weitz

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Un mundo dividido - Eric D. Weitz

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condiciones no podían ser más adversas para la creación de los Estados nación y el reconocimiento de los derechos humanos. Es verdad que estos no requieren una igualdad social absoluta (que tal vez sea imposible, en cualquier caso): en las sociedades liberales, supuestas defensoras de los derechos humanos, se dan diferencias económicas y de poder extremas. Según el pensador de la Ilustración Johann Gottlieb Fichte (mencionado en el prólogo) y el filósofo al que inspiró en el siglo XX, Emmanuel Lévinas, los derechos humanos presuponen el reconocimiento del otro como ser humano, cuya sola existencia le da derecho a tener derechos. Si bien los Estados nación limitaban el reconocimiento a los nacionales o a las personas de cierta raza (como veremos en capítulos ulteriores), esta forma de ciudadanía suponía un progreso respecto a la situación anterior, en la que las jerarquías de poder reducían a la mayoría de la gente a la condición de súbditos sin apenas derechos.

      Muchos ven en el mundo contemporáneo, definido por los Estados nación y los derechos humanos, un momento natural e inevitable en la evolución de la humanidad; pero hay que explicar por qué lo es. A pesar de las rígidas jerarquías de poder y las enormes desigualdades mencionadas antes, se observan, por lo menos retrospectivamente, indicios de un nuevo paradigma político. Primero es necesario examinar hasta qué punto el mundo actual representa una ruptura radical con el de los milenios anteriores, en que predominaban los imperios, formas de gobierno regionales, tribus y clanes, sistemas todos basados en la desigualdad y el no reconocimiento (al menos desde el punto de vista de los derechos) de otros individuos. Estudiaremos el mundo de finales de finales del siglo XVIII y de principios del XIX con la ayuda de ciertos exploradores. Veremos las impresiones de estos viajeros sobre las sociedades y los paisajes que observaron y las gentes que conocieron (véase mapa de la p. 23). En sus travesías establecieron relaciones profundas con estas regiones y culturas hasta entonces desconocidas, y revelaron, a menudo sin saberlo, las fisuras existentes en el Viejo Mundo. De este modo hicieron posible la difusión global de un modelo político desarrollado por primera vez en el litoral atlántico.

      JERARQUÍAS

      A principios de la década de 1830, el estadounidense James De Kay viajó por el Mediterráneo oriental, recorriendo Egipto, Siria, Grecia, Anatolia y multitud de islas otomanas y griegas, donde observó muchas cosas interesantes. En Estambul consiguió una invitación para un banquete fastuoso, en el que los comensales iban probando infinidad de manjares exquisitos mientras oían tocar a los músicos. De Kay y sus colegas les pidieron que tocaran una canción patriótica: los músicos, aparentemente estupefactos, respondieron a través del intérprete que “ninguna de esas canciones ha sobrevivido en Turquía”.3

      Así era el imperialismo: los turcos no tenían un himno nacional como La bandera estrellada o La Marsellesa. Los ciudadanos le guardaban al zar, al sultán o al emperador una lealtad personal teñida de religiosidad, pero no existía un vínculo patriótico con la nación compartido por todos. Los imperios eran (y son) jerárquicos por definición. El emperador suele adoptar un aire de omnipotencia, un aspecto casi divino. Es raro que aparezca en público y siempre se le ve de lejos, lo que simboliza el lugar excepcional que ocupa y la enorme distancia que le separa de sus súbditos.

      El mundo de los exploradores citados en el texto

      De Kay llegó a conocer Estambul muy bien, pero no era lo bastante ilustre como para ser recibido en la corte. El palacio y los edificios anejos, así como los entresijos del Gobierno, fueron terra incognita para él…, hasta que un día tuvo un golpe de suerte y fue invitado a una ceremonia imperial.

      De Kay, como muchos miles de súbditos otomanos, presenció el rito en el que el joven príncipe entró en la edad adulta y fue puesto en manos de sus preceptores. El autor no dice, quizá por delicadeza, si también fue circuncidado, costumbre típica del Imperio otomano. En cualquier caso, De Kay describe una ceremonia celebrada con todo el boato imperial:

      El sultán estaba sentado en su trono, emplazado en un pabellón espléndido que excedía con mucho nuestra idea del lujo oriental. A la derecha del trono, de pie, el gran muftí, los principales ulemas y los instructores del serrallo. A la izquierda, todos los dignatarios del imperio, y enfrente, los oficiales más importantes del Ejército y de la Armada. El joven príncipe fue presentado, y después de abrazarle los pies a su padre en señal de reverencia se sentó en un cojín colocado entre el gran muftí y el sultán. Hubo una breve pausa, y entonces se leyó un capítulo del Corán. El gran muftí pronunció a continuación una plegaria indicada para la ocasión. Cada vez que se detenía, los niños respondían en voz alta ‘¡Amén!’; sus gritos resonaban en todo el campamento y en los montes cercanos. Concluida la oración, el príncipe se levantó, le abrazó de nuevo los pies a su padre, pidió permiso para retirarse y, después de hacer una grácil reverencia a los presentes, se marchó.4

      Acto seguido se les ofreció a las tropas y los oficiales un magnífico banquete, servido con gran “pompa y aparato […]. Una interminable sucesión de sirvientes espléndidamente ataviados, que llevaban en la cabeza bandejas de plata con toda clase de manjares, cubiertos con paños de oro y plata. Los criados fueron recorriendo todos los pabellones con aire solemne y el acompañamiento musical de una banda militar”.5

      Observamos aquí la ostentación de poderío característica de todos los imperios. En la ceremonia están presentes las autoridades religiosas (el gran muftí y los ulemas), militares (los generales) y civiles, y todas rinden pleitesía al sultán, que ejerce el poder supremo, y cuyo hijo le demuestra igualmente su respeto y obediencia (véase ilustración de la p. 26). La comida es señal de opulencia y prosperidad, y el sultán revela su magnanimidad –además de su poder para decidir sobre la vida de sus súbditos– perdonando a quince criminales condenados a muerte.

      El comandante del Ejército (serasquier) repara en la presencia de De Kay y sus acompañantes, que tienen un aspecto occidental, y se ofrece a enseñarles el palacio, los jardines y varios edificios anejos una vez que se haya retirado el sultán, que no puede ser visto por invitados tan humildes. Las columnas y paredes pintadas, con sus adornos de oro y plata; las lujosas alfombras; las colgaduras con flecos dorados; el trono, hecho de una madera poco común, exquisitamente tallada y con incrustaciones de oro y marfil, y cuya parte trasera está adornada con la figura de un sol adornado en oro; al viajero estadounidense le impresionaron mucho estas muestras de opulencia, lo que indica que el esplendor imperial puede fascinar hasta al demócrata más convencido.6

      La ceremonia que presenció De Kay y el palacio que visitó después pusieron de manifiesto el poder imperial. Ante el emperador y los demás dignatarios no se congregaban ciudadanos con derechos, sino súbditos imperiales. Las autoridades religiosas, los funcionarios y la gente común: cada grupo ocupaba su lugar y obedecía al que estaba por encima de él en una jerarquía presidida por el sultán.

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