La pregunta por el régimen político. Arturo Fontaine

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La pregunta por el régimen político - Arturo Fontaine

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una persona que tenga todas las virtudes, pero a la que le falte el “elemento demoníaco” puede fallar (Bagehot, 1867, p. 22 y 23). Una gran ventaja del parlamentarismo es que, en principio, permite al partido o coalición mayoritaria elegir a la persona adecuada al momento. Esa capa dirigente de políticos profesionales elegidos puede hacer ese discernimiento, provocar la renuncia del gobernante y nombrar a otro. Esta es, a mi juicio, quizá la mayor virtud del parlamentarismo: poder escoger al gobernante apropiado según varíen los acontecimientos y circunstancias. Dicho voto de censura puede gatillar una disolución del Parlamento, claro. Pero asegura la representatividad de quienes elegirán al nuevo Primer Ministro. El régimen presidencialista, por sus plazos fijos, carece de esta flexibilidad.

      Las líneas que siguen en modo alguno pretenden abordar el parlamentarismo como tal.13 Nada de lo que aquí digo debe entenderse como crítica del parlamentarismo mismo. La cuestión es otra, la cuestión es si es conveniente y si es factible un régimen parlamentarista en Chile.

      La propuesta de un régimen parlamentarista para Chile hoy se vincula, me parece a mí, con los mencionados estudios de Arturo Valenzuela (Valenzuela 1985 y 1994) y otros en una línea similar. Los argumentos de Valenzuela siguen siendo los más sólidos y persuasivos para justificar un parlamentarismo para Chile. La tesis se funda en las conocidas objeciones de Linz al régimen presidencialista, ya esbozadas. Pero agrega un punto significativo: el sistema de partidos chileno, profundamente arraigado en la historia del país, por su carácter multipartidista opera mejor en un régimen parlamentarista que en uno presidencialista. ¿Por qué? Porque el parlamentarismo es más apto para formar coaliciones que el presidencialismo. ¿Por qué? Porque, si hay multipartidismo, el gobierno mismo surge de una alianza de diversos partidos que logra la mayoría del Parlamento y, en principio, termina cuando dicha mayoría se pierde.

      Desde luego, tal como predijo el profesor Valenzuela en 1985, ni el sistema electoral binominal ni el desarrollo económico lograrían poner fin al multipartidismo chileno. Según Valenzuela, “sería un error suponer que las bases electorales de los partidos estaban definidas estrictamente por líneas de clase”. Más bien los partidos se nutren de “subculturas políticas” que se transmiten “de generación en generación” (Valenzuela, 1985, p. 15, p. 19, p. 20). Por otra parte, el sistema electoral vigente a partir del 2015 permitió la emergencia de un gran número de partidos nuevos. No está asegurada la continuidad intergeneracional de esas grandes tendencias —radical, socialista, comunista, izquierda o derecha cristiana— que Valenzuela describió en 1985. Pero más allá de ello, el hecho del multipartidismo es indesmentible.

      Bajo el parlamentarismo hay incentivos potentes para armar una coalición mayoritaria. El argumento no dice que el multipartidismo deje de ser una dificultad en el régimen parlamentarista. El fraccionamiento del sistema de partidos es un problema en todos los regímenes políticos. Lo que el argumento sostiene es que esta dificultad se aborda mejor desde el parlamentarismo que desde el presidencialismo.14 ¿Por qué? Porque bajo el parlamentarismo las coaliciones tienden a armarse en el Parlamento después de las elecciones y para formar un gobierno. Supuesto lo anterior, ¿en qué se traduce? El atractivo de integrar el gobierno es un incentivo poderoso y la negociación entre los diversos partidos se facilita porque se sabe cuánto pesa cada uno de ellos. Es decir, es claro cuántos escaños cada partido tiene y aporta a la potencial coalición o sustrae de ella. Hay que suponer partidos disciplinados y dependientes entre sí para formar gobierno.

      Las democracias modernas se basan en partidos y coaliciones de partidos. El gobierno pertenece o cuenta con el apoyo de un partido o coalición. Las relaciones entre el gobierno y su coalición son cruciales. De las relaciones intra-partido e intra-coalición depende la suerte misma del gobierno. En la práctica, más relevantes que las relaciones Poder Ejecutivo-Parlamento son las relaciones del Gobierno con los parlamentarios de su partido y coalición, así como con los parlamentarios de los partidos de oposición (King, 1967, Andeweg y Nijzink, 1995). El Primer Ministro tiene un arma incomparable para presionar a los parlamentarios de su sector que el Presidente no tiene: la disolución. En virtud de ella, el gobierno dispone de una ventaja formidable para mantener la fidelidad de sus partidarios. En cambio, el Presidente, a medida que se acerca el fin de su mandato, tiende a perder poder para disciplinar a los parlamentarios díscolos. Es lo que se conoce como el síndrome del “pato cojo”. Volveremos sobre el tema de las coaliciones bajo el presidencialismo en el capítulo iv.

      Estas virtudes del parlamentarismo son grandes, son poderosas. Con todo, ¿queda con eso resuelta la cuestión de qué régimen conviene más a Chile? ¿No hay nada más que considerar? ¿No acarrea el parlamentarismo otras consecuencias que conviene ponderar? Parte de lo que sigue vale también para el semipresidencialismo, en cuanto opere de modo parecido al parlamentarismo, que es lo que muchos, en el fondo, buscan al propugnar dicho régimen. Y, en efecto, como dije, el semipresidencialismo funciona en varios países —Austria, Finlandia, por ejemplo— como un régimen virtualmente parlamentarista. Veamos.

      Elección indirecta del o la gobernante

      Estamos acostumbrados a elegir por votación directa y nacional a la persona que nos va a gobernar. Lo sentimos como un derecho básico. ¿O no, acaso? Para nosotros, en Chile, esto es consustancial a nuestra democracia. La legitimidad del o la gobernante proviene de que fue elegido por el pueblo. El parlamentarismo nos pide renunciar al derecho a elegir a la persona que nos va gobernar y transferirlo a los parlamentarios. A mi juicio, esta es una dificultad virtualmente irremontable. En un país como Chile, insisto. Hacerlo implica una radical transformación de la mentalidad y la cultura políticas. Cualquiera sean los méritos, logros y ventajas del parlamentarismo en otros países este obstáculo permanece. Lo que hace más plausible al semipresidencialismo es que mantiene la elección directa del Presidente de la República.

      Los parlamentarios depositarán su confianza, claro, normalmente en uno de ellos. Un 94 por ciento de los primeros ministros han sido previamente parlamentarios, contra un 58 por ciento de los presidentes de regímenes presidencialistas (Daniels y Shugart, 2010, p. 77). Aunque puede suceder que, si la Constitución lo permite, escojan a alguien que no es parlamentario, como sucedió con el profesor Giuseppe Conte y el economista Mario Draghi, los dos últimos primeros ministros de Italia (2018 y 2021). Nuestro gobernante se llamará Primer Ministro, Premier o, como en España, Presidente. Si se trata de un parlamentario, para llegar a serlo, fue votado solo en un distrito; no fue votado en todo Chile, como ocurre con nuestros presidentes. El Congreso o, más bien, la coalición de partidos que tenga la mayoría absoluta de los votos pasa a ser una élite de electores. Elegimos a los parlamentarios —cada cual en su distrito— y ellos, a su vez, decidirán quién será la persona que nos gobierne.

      Los tiempos creo que no favorecen esa elección indirecta del gobernante. “Casi todas las nuevas democracias de los años 1970, 1980 y 1990 han tenido presidentes elegidos, con diversos grados de autoridad política” (Shugart y Carey, 1992, p. 2). En 1950 había 20 países democráticos, 12 de los cuales eran parlamentaristas. En 2005 había 81 países democráticos, de los cuales 53 —un 65 por ciento— elegían a sus presidentes por votación popular, es decir, eran regímenes presidencialistas o semipresidencialistas (Samuels y Shugart, 2010, p. 5-6).

      La ciudadanía tiende, cada día más, a querer que el gobernante sea un representante o agente directo de la propia ciudadanía; no un agente del Parlamento. Si se hace una analogía con la teoría del principal y del agente que viene de la ciencia económica, el pueblo es el “principal”, es decir, quien delega su poder en su “agente”. Bajo el parlamentarismo su agente serán los parlamentarios, más concretamente, las dirigencias de los partidos políticos. La delegación de poder que el principal hace en el agente, siempre implica la posibilidad de una pérdida de agencia: el agente o representante puede apartarse de los objetivos del principal que transfirió poder. “La diferencia entre lo que quiere el principal y el agente hace se conoce como pérdida de agencia” (Strøm et alia, 2003, p. 23). En el campo político democrático

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