Los dos árboles del paraíso. Omraam Mikhaël Aïvanhov

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Los dos árboles del paraíso - Omraam Mikhaël Aïvanhov

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en ti su morada. El agua que viene de las profundidades es pura.

      El discípulo debe dominar su pensamiento y, con su pensamiento, servir a la verdad. Por eso es indispensable que se concentre en sí mismo. Puede pensar en la luz vivificante, en el bello ropaje de siete colores con la que está revestida y en su hablar musical. Es la gran armonía del mundo. Puede pensar también en el Sol vivificante de Dios al que todo aspira. Así se establece una perfecta armonía en la conciencia humana.

      En un lago agitado no se ve nada. El lago en calma refleja las cimas de las montañas, el Cielo, el Sol y las estrellas. El discípulo debe tener un alma tranquila y un pensamiento bien equilibrado; entonces llega la clara visión de las cosas, y muchas contradicciones encuentran su solución.

      En cuanto vives en el amor, crees y todo es claridad para ti. En eso reconocerás que vives en el mundo del amor. Allí no hay dudas; si dudas, ahí tienes la prueba segura de que no vives en el amor.

      El discípulo debe amar el alma de los hombres y, puesto que esto es así, no debe odiar a nadie. El alma de aquél a quien amas y la de aquél a quien no amas se aman de igual manera allí arriba. Y si tú, según la carne, estableces una diferencia entre ellas, estás en el error.

      El discípulo no debe estar enfermo. O, al menos, debe tomar cada enfermedad como un medio educativo a través del cual la naturaleza equilibra las fuerzas del organismo. El amor excluye toda enfermedad. Aporta la vida abundante. ¡El enfermo que se sumerge en el amor de Dios puede curarse instantáneamente!

      En sus relaciones, los discípulos deben observar la regla siguiente: servicio por servicio, pero no por dinero. El dinero puede echar a perder al hombre; lleva otra imagen, mientras que el servicio lleva la imagen del amor. A través del servicio el discípulo transmite y recibe la imagen del amor. ¡La moneda de intercambio del futuro será la amistad! ¡La verdadera moneda de intercambio del futuro será el amor!

      El discípulo no debe prestar servicio por dinero; eso está fuera de toda regla de la escuela divina. ¡Sólo debe servir a los demás por amor!

      El discípulo debe mantener relaciones con aquéllos que están más avanzados que él para aprender de ellos. Debe frecuentar a aquéllos que son iguales a él para adquirir, gracias a la emulación que se establezca entre ellos, más celo por el estudio. Y debe descender junto a aquéllos que se encuentran más abajo para ayudarles. Si ayuda a los que están más abajo que él, será ayudado por los que están más arriba.

      El alma puede manifestar su fuerza cuando no está apegada a la materia. Es fuerte cuando penetra la materia sin apegarse a ella. El discípulo debe solamente mirar a través de la materia, pero no vivir en ella.

      Si el discípulo siente el vacío y el sinsentido de su vida, que contemple una noche el Cielo estrellado y la grandeza del espectáculo le llenará de ánimo.

      ¡Perdona siempre a causa de Dios! El perdón no proviene del hombre. Viene de Dios. Puedes estar en lucha contigo mismo, preguntándote si debes perdonar, pero debes salir vencedor de esta lucha. El primer paso gracias al cual el discípulo entra en la vida espiritual es el perdón. Sí, perdona a causa de Dios.

      El discípulo debe pasar por el fuego y por el agua. Por el agua para purificarse, y por el fuego para resplandecer.

      Se distinguen tres estados en la vida del hombre. El estado físico, en el que todo es inquietud. El estado espiritual, en el que se aspira a un ideal. Y, finalmente, el estado divino, en el que reina una paz absoluta. El discípulo debe haber superado el primer estado.

      La iglesia del discípulo debe estar en sí mismo. “Sois el templo de Dios y el Espíritu de Dios mora en vosotros...”

      Hay en el hombre una soledad mística en la que se opera su fusión con Dios. Pero eso sucede únicamente en aquél que comprende. Hay en el alma una región sagrada que es inviolable. Nadie puede franquear su umbral. Es un lugar sagrado destinado solamente a Dios.

      La abeja que liba la flor sabrá hacer miel con ella; el hombre cogerá la flor, respirará su perfume y, después, la echará. El buey, en cambio, la aplastará con sus pesadas pezuñas. El discípulo debe adoptar el ejemplo de la abeja.

      No le preguntarán al discípulo por cuántos sufrimientos ha debido pasar, sino lo que ha aprendido de ellos.

      El discípulo debe purificar su amor sin cesar para llegar a fundirse con el amor de su Maestro. Lo pequeño sólo puede elevarse hacia lo grande gracias al amor. Únicamente el amor hace la grandeza de las cosas infinitas. Únicamente el amor puede hacer descender lo grande junto a lo pequeño, y poner lo pequeño al servicio de lo Sublime.

      El discípulo debe tender siempre hacia el bien. El bien es el fruto del amor. El amor es el fruto del espíritu. Y el espíritu es la manifestación de Dios.

      La oración aporta inmediatamente una purificación. El discípulo debe rezar continuamente. Debe ponerse a resguardo de las influencias transitorias levantando a su alrededor el sólido escudo de la oración, de los pensamientos puros y de un incesante amor por Dios.

      Sólo os he leído algunos pasajes del libro del Maestro. Esperemos que en otra ocasión nos sean dadas buenas condiciones para proseguir esta lectura.

      Sólo el amor de Dios aporta la plenitud de la vida.

      Paris, 2 de abril de 1938

      II

      Los dos primeros mandamientos

      Conferencia improvisada (notas taquigráficas):

      Un escriba que les había oído discutir, viendo que Jesús había respondido bien, se adelantó y le dijo: “¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?” Jesús respondió: “El primero es: Escucha, Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor, y amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu pensamiento y con toda tu fuerza. Y éste es el segundo: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay mandamientos más grandes que éstos...” El escriba dijo: “Muy bien, Maestro, tienes razón al decir que Él es único y que no hay otro más que Él; amarle con todo el corazón, con toda la inteligencia y con toda la fuerza, y amar al prójimo como a sí mismo, es mejor que todos los holocaustos y que todos los sacrificios...” Jesús, viendo que había hecho una observación llena de sentido, le dijo: “No estás lejos del Reino de Dios...” Y nadie se arriesgaba a hacerle preguntas.

      Marcos 12: 28-35

      “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu pensamiento y con toda tu fuerza; y amarás a tu prójimo como a ti mismo...” Estas palabras han sido repetidas tan a menudo que ya no las oímos. Si escucháis caer la lluvia durante mucho tiempo, acabáis durmiéndoos, estáis hipnotizados; y a fuerza de haber oído en las iglesias: “Amarás al Señor, tu Dios... amarás a tu prójimo como a ti mismo...” ya no lo escucháis. Por otra parte, los hombres piensan que es fácil amar a su prójimo como a sí mismos, ¡pero no se preguntan cómo se aman a sí mismos! Si amamos a los demás tal como nos amamos actualmente nosotros mismos, ¡qué lástima para ellos! ¿Qué pueden hacer en la vida sostenidos por un amor como éste?

      Cuando Jesús dice: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu pensamiento y con toda tu fuerza”, hay que comprender que hace alusión a los cuatro principios que actúan en el hombre: el corazón, el intelecto, el alma y el espíritu. A menudo se confunden el intelecto y el espíritu, que, sin embargo, no son lo mismo. Podéis observar que Jesús dice “con toda tu fuerza”; y quien

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