Los dos árboles del paraíso. Omraam Mikhaël Aïvanhov
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Los dos árboles del paraíso - Omraam Mikhaël Aïvanhov страница 6
Ya os hablé de los cuatro principios que son el corazón, el intelecto, el alma y el espíritu, y de las relaciones que existen entre ellos, pero lo volveré a recordar aquí en unas pocas palabras. El grupo corazón-intelecto es un reflejo, en el plano inferior, del grupo alma-espíritu. El intelecto y el espíritu son principios masculinos; y el corazón y el alma son principios femeninos. De la unión de estos dos grupos corazón-intelecto y alma-espíritu nacen hijos; la unión del intelecto y del corazón produce los actos del plano físico, y la unión del alma y del espíritu da nacimiento a la voluntad superior, que es todopoderosa. Éstos son los seis principios, tres de los cuales representan los lados del triángulo inferior, y los otros tres los lados del triángulo superior.*
* Ver El segundo nacimiento, tomo 1 de las Obras completas.
Estos dos triángulos juntos forman el sello de Salomón, o hexagrama, sobre cuyo significado tendremos a menudo la ocasión de volver.*
* Leer la conferencia “El lenguaje simbólico” (Lenguaje simbólico, lenguaje de la naturaleza, tomo 8 de las Obras completas).
Para comprender los papeles respectivos del corazón, del intelecto, del alma y del espíritu, basta con una imagen muy sencilla. Mirad: en una casa viven cuatro personas: el dueño y la dueña de la casa, el criado y la sirvienta. El criado está destinado al servicio del dueño y la sirvienta al servicio de la dueña. A veces, el dueño se va de viaje, y su mujer se queda sola con los servidores; a veces también, se va con ella, y los servidores, al quedarse solos, empiezan a hacer tonterías: invitan a los domésticos de las casas vecinas a beber y a comer con ellos lo que han descubierto en los armarios y, cuando han bebido y comido bien, se pelean y lo rompen todo. Interpretemos ahora esta pequeña historia. El servidor es el intelecto, relacionado con el dueño, el espíritu; el corazón es la sirvienta, relacionada con la dueña, el alma. La casa es nuestro cuerpo. Cuando el alma y el espíritu nos dejan, el corazón y el intelecto se ponen a desear y a pensar estupideces; dan banquetes, se divierten y rompen todo en la casa.
Encontramos otra imagen de estos cuatro principios en el proceso de la galvanoplastia.* Sin repetiros todo lo que ya os dije, os recordaré solamente ciertos detalles que os serán necesarios para comprender mi pequeña charla de hoy.
Para hacer este experimento conocido en física con el nombre de galvanoplastia, se necesitan cuatro elementos:
1. La pila, porque es la que produce la corriente necesaria;
2. la solución, un baño líquido en la que están disueltos los elementos que se depositarán en el cátodo;
3. el electrodo positivo, el ánodo, hecho del metal que recubrirá la imagen;
4. el electrodo negativo, el cátodo, en donde se encuentra la imagen que debe ser recubierta de metal.
En este experimento de galvanoplastia encontramos igualmente, en las funciones de cada uno de los elementos (la pila, la solución, el ánodo y el cátodo), las cuatro operaciones aritméticas que están también relacionadas con las funciones del corazón, el intelecto, el alma y el espíritu. Sí, el corazón, el intelecto, el alma y el espíritu corresponden a las cuatro operaciones: el corazón suma, el intelecto sustrae, el alma multiplica y el espíritu divide. De la misma manera, el cátodo suma, capta los elementos disueltos en la solución. En el ánodo, lo que se hace es una sustracción, y la lámina de metal disminuye poco a poco. En la solución se produce una multiplicación: las moléculas se reducen a átomos y electrones. En cuanto a la pila, divide: reparte y envía las fuerzas que permiten funcionar a los demás.
Así pues, cuando Jesús decía: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu pensamiento y con toda tu fuerza”, quería decir que todas las facultades del hombre deben ser puestas al servicio de la Divinidad. El Maestro Peter Deunov nos dio también esta fórmula: “Tened el corazón puro como el cristal, el intelecto luminoso como el Sol, el alma vasta como el universo y el espíritu poderoso como Dios y unido a Dios...” Es decir, que debemos amar al Señor con la pureza de nuestro corazón, con la luz de nuestro intelecto, con la inmensidad de nuestra alma y la fuerza de nuestro espíritu.
El corazón debe ser puro. Pero pocas personas conocen los efectos químicos de la pureza y de la impureza. La mayoría se dejan llevar por sentimientos de angustia, de odio, de rebeldía, sin saber que si en este momento analizaran su sangre descubrirían en ella venenos, sustancias nocivas para todo el organismo. Sí, la Ciencia iniciática enseña desde siempre que la pureza de la sangre depende de la pureza de los sentimientos. Y si vuestra sangre es impura crea en vuestro organismo condiciones propicias para la aparición de todas las enfermedades. Donde se encuentra una ciénaga, agua estancada, se producen putrefacciones: pero donde el agua fluye sin cesar no puede haber ciénagas ni, por tanto, tampoco puede haber putrefacciones. Lo mismo sucede en nosotros. Por eso debemos velar para que nuestro corazón sea como un río de agua viva.
El intelecto debe ser luminoso y proyectar su luz. Allí donde reina la oscuridad corremos grandes peligros, porque no podemos dirigirnos ni defendernos. Mientras que donde reina la luz avanzamos con seguridad, no corremos peligro de ser sorprendidos por los obstáculos o los enemigos.
El alma debe ser vasta. Es el amor el que ensancha el alma, el que la dilata. Cuando estáis llenos de amor os sentís capaces de abrazar el mundo entero. Mirad los enamorados: caminan con la cabeza levantada, sienten todo el Cielo en ellos. Pero, cuando pierden su amor, están encogidos, ya no miran al Cielo.
El espíritu debe ser poderoso. Se vuelve poderoso cuando recibe las fuerzas divinas; pero, para recibir estas fuerzas, debe conectarse con Dios. Sin esta conexión no puede ser poderoso. Porque, debemos saberlo, todas nuestras fuerzas vienen de la Fuente divina.
De ahora en adelante, comprenderéis mejor las palabras de Jesús: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu pensamiento y con toda tu fuerza...”
Ocupémonos ahora del segundo mandamiento: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo...”
¿Creéis que este mandamiento es fácil de comprender y de aplicar? Pero yo os pregunto: ¿cómo se ama a sí mismo el borracho? Bebe sin medida y todas sus células sufren. Si les pedís su opinión sobre este amor, os contarán sus sufrimientos y su descontento. Y el glotón, que sobrecarga su estómago de alimentos indigestos e impuros, ¿sabe acaso amarse a sí mismo? Y el fumador, ¿de qué manera ama a sus pulmones? ¿Acaso no los oye sufrir y quejarse?... Y así sucesivamente para muchas otras formas de amar.
Olvidamos demasiado a menudo que nuestro cuerpo físico representa un pueblo de células con unas funciones bien definidas. En él se encuentran soldados, médicos, ministros, arquitectos, obispos, electricistas, farmacéuticos, exactamente como en la sociedad: unos protegen el organismo, otros hacen en él instalaciones, reparaciones... Nosotros somos los reyes de este pueblo al que no conocemos, y las células se quejan sin cesar de que este rey es malvado, injusto, ignorante, incapaz de gobernar. Algunos de nuestros súbditos carecen de luz y de calor, otros carecen de agua o de aire puro, y se lamentan diciendo: “¡Ay!, ¿qué debemos hacer? Nuestro rey no oye nada.”
Debemos saber, en primer lugar, que somos reyes y debemos aprender a conocer nuestro pueblo. Constantemente hacemos lo contrario a las leyes que regulan la vida de las células: comemos, bebemos, respiramos sin escuchar