Orígenes y expresiones de la religiosidad en México. María Teresa Jarquín Ortega

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Orígenes y expresiones de la religiosidad en México - María Teresa Jarquín Ortega

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a su casa, y le halló ciertas calabazas del demonio y unas mantas pintadas que eran del demonio; y despues este que declara tuvo noticia que en casa [de] Tezcacoacatl, indio, estaban otros ídolos, e así fue al á e halló en su casa al dicho Tezcacoacatl, borracho, y le halló ciertos ídolos y copal, e navajas […] y el dicho Tezcacoacatl confesó que era verdad que tenía cargo de ciertos ídolos […] y que los ídolos estaban en el monte […] [y el fraile Antonio de Aguilar] fue al monte donde decía que estaban los ídolos, y en una cueva hallaron dos ídolos de palo, grandes, e los hizo traer al monasterio de Ocuilan y allí predicó e amonestó a los indios de parte del señor Obispo […] y para mostrarles de cuán poca virtud eran aquellos ídolos […] los hizo quemar delante de todo el pueblo con las cosas de sacrificio […] y los indios visto aquello, de su voluntad trujeron al dicho monasterio muchos ídolos e cosas de sacrificio, e los dieron: todo lo cual llevó al Padre Fray Antonio a México […].13

      La narración del fraile agustino resulta ilustrativa de las prácticas idolátricas que los indios continuaban realizando de manera clandestina. Ante esta situación no es difícil pensar que las autoridades religiosas apoyaran las decisiones de los hijos de san Agustín para extirparlas.

      Aunado a los aspectos referidos debemos considerar la relevancia de la deidad y el culto que los indios le rendían. Romero (1957) sostiene que Ostotoc Teótl era una advocación de Tezcatlipoca; si atendemos este señalamiento entenderemos la dimensión del culto entre los indios de la región. Sahagún (1989: 307-328), en su obra enciclopédica, específicamente en los siete primeros capítulos del libro vi, refiere que Tezcatlipoca era tenido por los indios como el dios principal al que se dirigían con mucha devoción los sacerdotes, reconociéndolo como todopoderoso, no visible, ni palpable, al que elevaban sus ruegos en tiempos de pestilencias y pobreza, y a favor en tiempo de guerra contra los enemigos. A él se le reconocía como el primer proveedor de las cosas necesarias, señor de las riquezas y la abundancia, del descanso, contento y placeres, y dador de ellas; al que oraban los líderes recién electos para recibir ayuda a fin de realizar bien su oficio y al que suplicaban los guerreros para que al morir en guerra fueran recibidos en la casa del sol.

      González (1991: 84) señala que Tezcatlipoca, el espejo humeante, era el dios principal de las tribus nahuas del valle de México; a veces se representa directamente como el doble de Huitzilopochtli, se une a este para algún acto y aparece a su lado durante las fiestas. Ambos dioses son jóvenes y de espíritu guerrero. Tezcatlipoca era patrono de los guerreros, personifica a las estrellas, al cielo nocturno, al invierno y al Norte, su nahual es el jaguar manchado. ¡Qué mejor deidad que el espejo humeante para proteger y enviar sus bendiciones a una región y en un tiempo en que predominaba la guerra! Por los datos referidos, respecto a los atributos de esta deidad se advierte que para los hijos de san Agustín no fue sencillo erradicar el culto a Ostotoc Teótl de las creencias de los indios de la región.

       El portento del Cristo en la cueva

      En líneas anteriores destacamos que erradicar las prácticas idolátricas requirió el trabajo exhaustivo de la orden agustina con los indios de la región. La presencia de la imagen del Cristo en Chalma resultó, posiblemente, una esperanza para los frailes a fin de lograr su cometido. Florencia nos dice al respecto:

      Aviendose convertido los mas de los ocuiltecas a nuestra santa fe con la predicación de los celosos hijos de San Agustín, con la comunicación de los recién convertidos alcanzaron a saber estos dos religiofos (sean Fr. Sebastian de Reyna, y Fr. Nicolas de Perea, o otros, que esta es question de nombre) del idolo famoso que tenían los indios en esta cueva en la barranca de Chalma, y de las abominaciones, que en ella se cometían, y lastimados de ver que se daba al demonio el culto, que solo se debe al verdadero Dios, y que allí se fomentaba la idolatría, que ellos venian a destruir, guiados de los mismos naturales, entraron en la barranca, subieron la cueva, y vieron con sus ojos la abominación, que había oido de relación, y arrebatado de celo fervoroso, el uno de los padres, empezó a predicar contra el ídolo y un gran número de indios que había concurrido, dándoles a entender su engaño, y su ceguedad, y que aquel ídolo no era Dios, sino demonio que pretendía su muerte, y la de los miserables que allí morian sacrificados [sic] (Florencia, 1689: 10-11).

      Nótese cómo el jesuita enfatiza el trabajo realizado por los agustinos Sebastián de Reyna y Nicolás de Perea para la conversión de los indios, sus esfuerzos y la retórica utilizada con ellos. En otra parte de la crónica Florencia refiere el portento con mucha cautela y ofrece dos versiones del acontecimiento; sorprende el hecho de que Florencia se muestre inclinado hacia el contenido de la primera versión:

      Los que en todo quieren gobernarse por los aranceles de la prudencia humana, juzgan, que no se han de recurrir a los ángeles, en lo que pueden obrar los hombres; y que aun para la obra del mayor servicio de Dios, que fue la propagación del evangelio, y conversión del mundo, que fue lo mismo, que colocar a Cristo en la posición que tenía del demonio, y quitarle a este su principado, no se valió el señor de los ángeles, que lo hicieran mejor, y presto, sino de hombres, y no como quiera de hombres, sino de los más pobres y abjetos del mundo […] por más probable, y por más seguro, que los apostólicos religiosos llevaron la santa imagen, y la pusieron en la cueva, y por su medio consiguieron la victoria del idolo, y del infierno; y que el haber sido asi no hace menos celebre el aantuario, ni menos milagrosa la santa imagen [sic] (Florencia, 1689: 18-19).

      La postura que asumió el jesuita respecto del portento es congruente con su preparación académica. Como especialista en filosofía y teología enfatiza que aun cuando hubieran sido los frailes quienes colocaron la imagen de Cristo en la cueva para sustituir a la antigua deidad, esta situación no demerita la relevancia del santuario ni mucho menos del Cristo; sin embargo, como hombre de fe no olvidó por completo la versión divina. En el capítulo xxviii de la Descripción Florencia refiere lo siguiente: “Y es, que desde, que se colocó, o pareció en este destierro, como en el otro, la efigie, y señal de Cristo Crucificado, han defaparecido de él, todos los animales fieros y nocivos” [sic] (Florencia, 1689: 242).

      Aun con los datos contenidos en la narración nos atrevemos a realizar un cuestionamiento: ¿hasta qué grado los indios aceptaron de inmediato la sustitución de imágenes? Debemos tener en cuenta que al momento de la “aparición” del Cristo (1539) el trabajo de los regulares con los indios se encontraba en su etapa inicial, por ello no fue sencillo ni grato para las primeras generaciones de indios aceptar el cambio, sobre todo, cuando su deidad ancestral era poseedora de una fuerza simbólica extraordinaria. La realidad demostró que era necesario esperar el cambio generacional para que a finales del siglo xvi se obtuvieran los primeros resultados del programa religioso, esto significa que con todo y la relevancia de la imagen del Cristo no se tuvo la respuesta esperada por parte de los indios. Este aspecto es un reflejo del silencio que guardan las fuentes históricas sobre el particular.

      Fue en el siguiente siglo cuando, bajo el impulso de la Contrarreforma, la veneración de las imágenes y su amplia difusión el culto alcanzó un auge tan inusitado que permitió configurar la llamada cultura barroca cuyos principales sujetos históricos fueron las sensibilidades colectivas de los indios.

      En el siglo xvii los milagros se prodigaron por doquier, surgieron nuevos santuarios y aquellos portentos que tuvieron su origen en el siglo anterior lograron un renacimiento inusitado a merced de la piedad barroca, la exaltación de los sentimientos y la esperanza en una vida posterior a la muerte.

       Promotores del culto: los frailes ermitaños taumaturgos Bartolomé de Jesús María y Juan de San José14

      Con base en lo registrado por Florencia sabemos que a principios del siglo, para ser más exactos, en la segunda década del siglo xvii, llegó a Chalma Bartolomé Hernández quien en el transcurso de los años tuvo un papel destacado en la promoción del culto al Cristo. Hernández

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