Juan Genovés. Mariano Navarro

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Juan Genovés - Mariano Navarro

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tantos años. Que he visto envejecer hasta su desaparición, en tantos y tantos momentos diferentes; en ocasiones tan diversas, íntimas, cotidianas y también extraordinarias. Dudo. Quizá el sistema de ‘representación’ sería narrar momentos que se repetían como calcos. Describir su monotonía, costumbres rutinarias. Silencioso y contenido, aunque de tiempo en tiempo tenía sus catarsis e intentaba romper y cambiar su pequeño y limitado mundo. Como un canario poniendo orden en su jaula. De pronto cambiaba la posición de todas las cosas de la pequeña habitación llamada ‘sala’ (su jaula), que le pertenecía solo en parte. Disponía de una mesa llamada escribanía con dos amplios cajones cerrados con llave y un flexo con la luz, la silla de madera cuadrada en forma de cuatro, la librería y encima de ella la radio. Arriba de esta librería (una simple estantería), en lo alto sobre la pared: el reloj con su fuerte tictac y sus horas sonoras de campanadas rotundas las veinticuatro horas que oía toda la vecindad. A este reloj le daba cuerda dando vueltas con una llave como una ceremonia religiosa todos los sábados por la mañana. Se subía a su silla después de poner un paño para no ensuciarla y empinado de pie: rac, rac…, crujía la llave a cada vuelta. ‘Está el papá dando cuerda al reloj’. Sobre la pared había, además, tres cuadros, dos alargados en tonos azules, de temas griegos clásicos y la ‘mora’. En el suelo una papelera de alambre. De la misma habitación no le pertenecían la mesa camilla, tres sillas más y las macetas del balconcillo, que eran propiedad materna, así como el resto de la casa. Nunca se cambiaba nada de sitio, salvo cuando a mi padre le entraba ‘la catarsis’ (cada dos o tres meses). Nos levantábamos por la mañana, una revolución total, todas las cosas cambiadas de sitio, excepto el reloj, que era inmutable. Me maravillaba su derroche de imaginación para colocar de otra manera sus cuatro cosas. Él se sentía orgulloso y nosotros asombrados con cierta admiración. Se ponía a silbar música de zarzuela (silbaba muy bien) o a canturrear (también lo hacía muy bien) piezas de operetas decimonónicas que entonaba a media voz. Sin molestar, sin imponer, mantenía sus rutinas imperturbables, sorteaba las puyas de mi madre, siempre provocativas hasta cierto punto, cuidadosa de no pasarse, él seguía la vida como un barco de vela con discreción pero con su rumbo.

      Era un aristócrata de izquierdas hasta la médula en su pensamiento y elitista en sus hechos. Su pequeño y solitario mundo le separaba del entorno social en que vivíamos. Nunca le vi tratar con la gente del barrio, se escurría siempre con algún comentario gracioso de todos con lo que se encontraba, tenía mucho ingenio para el humor zumbón valenciano. No le vi jamás entrar en el bar y alternar con nadie. En el taller se llevaba bien con todos, pero aislado, solitario, sin drama, con elegancia. Diplomático, con enorme sentido común esquivaba las ocasiones que pudieran comprometerle con algo que pudiera estorbarle en sus rutinas que le ocupaban todas las horas de día.

      Claro está que no le conocí en su juventud, ‘sus años de gloria’, solo por referencias. Él contaba sus aventuras de joven de tal manera que no me creía nada. Me daba cuenta de sus exageraciones, era como si hablara de otra persona. Quizá la persona que le hubiera gustado ser. Todo eran éxitos y felicidad en sus relatos. Eso sí, no le cogí en ninguna mentira, las anécdotas las contaba siempre igual a través de los años, siempre fiel a sus mitos. Su juventud era su mito, y Valencia y sus grandes hombres: Sorolla, Benlliure y Blasco Ibáñez, su trinidad. Aparte de ellos, Pablo Iglesias y Charles Darwin (La selección de las especies, su biblia). Estaba también Víctor Hugo, que tenía que haber sido valenciano. Qué pena, una desgraciada mutación de la naturaleza.

      Con la religión parece que no tuvo ningún problema. Simplemente, no era. No criticaba, no opinaba. A mi pregunta de niño: ‘¿Existe Dios?’, respondía: ‘Unos dicen que sí, otros que no. Tú verás, piénsatelo’. ‘Pero ¿y tú crees?’, insistía yo. ‘Por ahora creo que no’, respondía con su calma habitual.

      En otro momento de nuestras entrevistas, el pintor evoca sus primeros contactos con lo que denomina “la pintura viva”: “Mi padre trabajaba en el taller de su hermano Vicente. Era un taller mediano, con unos diez o doce operarios. Eran como una familia, y estaba a dos pasos de mi casa. Fabricaban muebles infantiles plegables, desmontables, cunitas que se plegaban y se podían guardar cuando no se usaban, parquecitos, mesitas, sillitas, todo de madera y algunos artilugios metálicos, que también fabricaban ellos. Mi padre era el decorador y sobre los muebles, esmaltados de azul o rosa, claro está, inventaba personajes de Walt Disney, sobre todo, y también animalitos y cositas para niños y niñas. Tenían mucha demanda de toda España y el taller funcionó con éxito hasta la llegada de los plásticos y las técnicas en serie de los años sesenta. Desde muy pequeño, a veces ayudaba a mi padre. Allí aprendí a manejar la pintura viva. Los esmaltes brillantes y los trucos técnicos de los que se valía eran originales y me divertían”.

      Le pedimos a Juan que trace un retrato de su madre semejante al de su padre, y escribe:

      Mi madre se bajó de su pueblo, Casas Altas, en plena sierra de Ademuz, a Valencia cuando tenía solo trece años con la intención de conseguir un trabajo de sirvienta, igual que tantas niñas lo hacían en su pequeño pueblo, donde todo el mundo emigraba hacia las ciudades.

      Consiguió el trabajo con tanto afán que fue durante toda su vida ‘sirvienta de vocación’. Mi madre era una sirvienta.

      De su pueblo se trajo una fe católica, apostólica y romana a prueba de bombas. Una fe sencilla y luminosa. Creía convencida en la liturgia íntegra, excepto en curas y en obispos; a excepción del papa de Roma, todos los demás eran vagos y malas personas, de lo peor.

      En su empleo de Valencia conectó con lo más rancio y selecto de la burguesía valenciana. A sus señoras, señores, señoritos y señoritas los adoró toda su vida, como a sus santos y vírgenes. Y, claro, cuando se encontró con mi padre lo elevó a un nivel supremo. Era su ídolo. A pesar de que nunca pudo convertirlo a su fe.

      Tenía mi madre un sentido común fuera de lo corriente. Conectaba con todo el mundo con naturalidad, sencillez y dulzura, intentando servir, ayudar, acompañar. La señora María, mi madre, era famosa en todo el barrio. ‘¡Señora María!’, se oía gritar por cualquier sitio. Alguien le consultaba o le pedía algo, allá iba ella a servir.

      Si mi madre hubiese sido rica, se hubiera arruinado de seguro. Porque sí, por conexión social e incluso física, por igualación de los vasos comunicantes.

      Pero al fin el sentido común venció a su fe inquebrantable (cuando estos dos sentidos se funden, mala cosa para la religión romana). Unos años antes de su muerte tuvo un ataque cerebral que la dejó maltrecha, paralizándole parte de su cuerpo. Cierto día me llamó a Madrid y me dijo que necesitaba que viniese a Valencia para algo importante.

      –Tengo que aclararme con la Virgen y quiero que vengas tú de testigo y me des valor.

      Así lo hice y la llevé a la iglesia de la Virgen de los Desamparados. Ante la imagen nos arrodillamos y estuvo a mi lado largo rato concentrada. Al fin se levantó decidida, llena de coraje y me dijo:

      –Ya está, ya le he dicho lo que le tenía que decir, vámonos. Se lo he razonado con buenas palabras, que no es justo lo que ha hecho conmigo, yo que le he obedecido, he sido su esclava toda la vida y al fin, así me lo paga. Ya está, ya se lo dije y tú lo has visto.

      ‘Qué raro’, pensé. Sentí un pequeño desconcierto, pero le dije que había sido muy valiente, y así lo sigo pensando ahora.

      Mi madre era suavísima, pero muy fuerte de carácter, y desde mi recuerdo la admiro.

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