Juan Genovés. Mariano Navarro
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Era un aristócrata de izquierdas hasta la médula en su pensamiento y elitista en sus hechos. Su pequeño y solitario mundo le separaba del entorno social en que vivíamos. Nunca le vi tratar con la gente del barrio, se escurría siempre con algún comentario gracioso de todos con lo que se encontraba, tenía mucho ingenio para el humor zumbón valenciano. No le vi jamás entrar en el bar y alternar con nadie. En el taller se llevaba bien con todos, pero aislado, solitario, sin drama, con elegancia. Diplomático, con enorme sentido común esquivaba las ocasiones que pudieran comprometerle con algo que pudiera estorbarle en sus rutinas que le ocupaban todas las horas de día.
Claro está que no le conocí en su juventud, ‘sus años de gloria’, solo por referencias. Él contaba sus aventuras de joven de tal manera que no me creía nada. Me daba cuenta de sus exageraciones, era como si hablara de otra persona. Quizá la persona que le hubiera gustado ser. Todo eran éxitos y felicidad en sus relatos. Eso sí, no le cogí en ninguna mentira, las anécdotas las contaba siempre igual a través de los años, siempre fiel a sus mitos. Su juventud era su mito, y Valencia y sus grandes hombres: Sorolla, Benlliure y Blasco Ibáñez, su trinidad. Aparte de ellos, Pablo Iglesias y Charles Darwin (La selección de las especies, su biblia). Estaba también Víctor Hugo, que tenía que haber sido valenciano. Qué pena, una desgraciada mutación de la naturaleza.
Con la religión parece que no tuvo ningún problema. Simplemente, no era. No criticaba, no opinaba. A mi pregunta de niño: ‘¿Existe Dios?’, respondía: ‘Unos dicen que sí, otros que no. Tú verás, piénsatelo’. ‘Pero ¿y tú crees?’, insistía yo. ‘Por ahora creo que no’, respondía con su calma habitual.
En otro momento de nuestras entrevistas, el pintor evoca sus primeros contactos con lo que denomina “la pintura viva”: “Mi padre trabajaba en el taller de su hermano Vicente. Era un taller mediano, con unos diez o doce operarios. Eran como una familia, y estaba a dos pasos de mi casa. Fabricaban muebles infantiles plegables, desmontables, cunitas que se plegaban y se podían guardar cuando no se usaban, parquecitos, mesitas, sillitas, todo de madera y algunos artilugios metálicos, que también fabricaban ellos. Mi padre era el decorador y sobre los muebles, esmaltados de azul o rosa, claro está, inventaba personajes de Walt Disney, sobre todo, y también animalitos y cositas para niños y niñas. Tenían mucha demanda de toda España y el taller funcionó con éxito hasta la llegada de los plásticos y las técnicas en serie de los años sesenta. Desde muy pequeño, a veces ayudaba a mi padre. Allí aprendí a manejar la pintura viva. Los esmaltes brillantes y los trucos técnicos de los que se valía eran originales y me divertían”.
Le pedimos a Juan que trace un retrato de su madre semejante al de su padre, y escribe:
Mi madre se bajó de su pueblo, Casas Altas, en plena sierra de Ademuz, a Valencia cuando tenía solo trece años con la intención de conseguir un trabajo de sirvienta, igual que tantas niñas lo hacían en su pequeño pueblo, donde todo el mundo emigraba hacia las ciudades.
Consiguió el trabajo con tanto afán que fue durante toda su vida ‘sirvienta de vocación’. Mi madre era una sirvienta.
De su pueblo se trajo una fe católica, apostólica y romana a prueba de bombas. Una fe sencilla y luminosa. Creía convencida en la liturgia íntegra, excepto en curas y en obispos; a excepción del papa de Roma, todos los demás eran vagos y malas personas, de lo peor.
En su empleo de Valencia conectó con lo más rancio y selecto de la burguesía valenciana. A sus señoras, señores, señoritos y señoritas los adoró toda su vida, como a sus santos y vírgenes. Y, claro, cuando se encontró con mi padre lo elevó a un nivel supremo. Era su ídolo. A pesar de que nunca pudo convertirlo a su fe.
Tenía mi madre un sentido común fuera de lo corriente. Conectaba con todo el mundo con naturalidad, sencillez y dulzura, intentando servir, ayudar, acompañar. La señora María, mi madre, era famosa en todo el barrio. ‘¡Señora María!’, se oía gritar por cualquier sitio. Alguien le consultaba o le pedía algo, allá iba ella a servir.
Si mi madre hubiese sido rica, se hubiera arruinado de seguro. Porque sí, por conexión social e incluso física, por igualación de los vasos comunicantes.
Pero al fin el sentido común venció a su fe inquebrantable (cuando estos dos sentidos se funden, mala cosa para la religión romana). Unos años antes de su muerte tuvo un ataque cerebral que la dejó maltrecha, paralizándole parte de su cuerpo. Cierto día me llamó a Madrid y me dijo que necesitaba que viniese a Valencia para algo importante.
–Tengo que aclararme con la Virgen y quiero que vengas tú de testigo y me des valor.
Así lo hice y la llevé a la iglesia de la Virgen de los Desamparados. Ante la imagen nos arrodillamos y estuvo a mi lado largo rato concentrada. Al fin se levantó decidida, llena de coraje y me dijo:
–Ya está, ya le he dicho lo que le tenía que decir, vámonos. Se lo he razonado con buenas palabras, que no es justo lo que ha hecho conmigo, yo que le he obedecido, he sido su esclava toda la vida y al fin, así me lo paga. Ya está, ya se lo dije y tú lo has visto.
‘Qué raro’, pensé. Sentí un pequeño desconcierto, pero le dije que había sido muy valiente, y así lo sigo pensando ahora.
Mi madre era suavísima, pero muy fuerte de carácter, y desde mi recuerdo la admiro.
Pablo Genovés evoca, también él, algunos de sus recuerdos familiares: “Cuando íbamos a Valencia, íbamos a casa de mis abuelos. Ya no existe. Era una casita en la que Juan vivió muchísimos años. La recuerdo como un sitio maravilloso. Mi abuela era una mujer totalmente amable, cálida, mediterránea; era toda paz y amor; y mi abuelo coleccionaba cosas; todas esas cosas que mi padre pone