Juan Genovés. Mariano Navarro

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Juan Genovés - Mariano Navarro

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El estruendo de las bombas sonaba a veces más próximo; otras veces, con alivio, más lejos. ‘Ya se alejan’, se oía susurrar. Al cabo de un rato volvían a sonar las sirenas que indicaban el fin del peligro, aquella tensión se relajaba y era una alegría, venían los comentarios, los chistes y las bromas. En la tierra de un solar cercano, todo el mundo de mi barrio colaboró con entusiasmo en cavar con todo tipo de instrumentos unas zanjas largas que llamábamos ‘trincheras’. A mí me parecían muy hondas, pero en realidad no debían de tener más allá de un metro de profundidad. Allí nos íbamos metiendo todo el mundo cuando sonaba la alarma, si nos daba tiempo de llegar. Por la noche, a veces, era un espectáculo durante la alarma mirar al cielo, que se llenaba de ráfagas de luz de los reflectores de la llamada ‘defensa aérea’, buscando al avión enemigo para enfocarlo, pero era un desastre, nunca acertaban y los impactos de los cañones antiaéreos, en forma de pequeñas nubecillas, iban de un lado y el avión por otro. El bimotor, lento y tranquilo (le llamaban ‘la pava’), seguía su curso. A veces eran dos. En cierta ocasión, ya enfocaron al enemigo y se vio un caza muy cerca, persiguiendo al bombardero; pudimos ver caer sin rumbo a un avión en picado. Los gritos de júbilo salieron de todos los lados con entusiasmo: ‘¡Le han dado!’.

      Luego se supo que era uno de los nuestros, un ‘chato’, como les llamaban a aquellos ridículos avioncitos, del que incluso pude ver sus restos en el campo donde cayó. Allí acudía todo el mundo para ver ‘el éxito’ de nuestra defensa aérea tumbando a uno de los nuestros. Luego se supo que la tal defensa estaba infectada de fascistas: la gente lo decía a veces indignada. Aquello fue una desilusión enorme, una de tantas, pues cada día se perdía algo de entusiasmo. En otras ocasiones la cosa iba aún peor, como aquella en la que bombardearon la estación (vivíamos a poco más de quinientos metros de ella). El estruendo fue fenomenal: tres descargas, una seguida de otra; el suelo parecía que había saltado cada vez más alto. Gritos y desastre total. Luego todo era una ruina, polvo, cascotes, incendios, gritos… Como aquello sucedió algunas veces más, mi padre dijo que vivir allí era un peligro y nos fuimos toda la familia a vivir al centro de la ciudad, a una tienda de muebles que tenía mi tío Vicent en la calle de Colón. Allí los bombardeos eran otra cosa más rutinaria, teníamos un refugio subterráneo cerca y todo estaba más ordenado. No puedo recordar con precisión, pero creo que a mí me daban instrucciones de llevar siempre una pequeña mochila que tenía no sé qué cosas, una botellita de agua y algo más para llevar al refugio, pero yo tenía la manía tremenda de llevarme mi abultada cartera del colegio, siempre la tenía a mano. Y, desoyendo el reglamento, lo primero que agarraba era mi cartera y olvidaba la mochila. Al final, todos se reían de mí por llevar mi tesoro al refugio; yo no entendía nada, lo encontraba de lo más natural.

      Unos recuerdos sobre este escenario, el de los bombardeos, que comparte Eduard: “No quiero que se me olvide contar una cosa: mi hermano, llevándome de la mano al colegio, en la guerra o recién acabada. Con nuestros baberitos azul y blanco, y de rayas, por la Alameda, entre las palmeras… El colegio era, en realidad, un convento de monjas, pero de paisano, porque era durante la República. No sé si se llamaba La Pasionaria, y sonaban las sirenas. Íbamos por un sótano andando y andando, y al salir ya había terminado el bombardeo. Y cuando sonaban las sirenas, nos metíamos en un agujero que habíamos hecho en el corral, pero mi primo Ramón se quedaba arriba a ver si eran los italianos, que venían con los ‘moscas’, más pequeñitos, o los alemanes, con aquellos tan grandes. Vimos dos avioncitos y uno cayó. Fuimos corriendo a verlo. Cayó lejísimos, en Arrancapinos. Y fuimos hasta allí y vimos el avión clavado en el suelo. Era republicano. Nos metimos en una acequia y, cuando se quemaron los depósitos de la Campsa, se veían las llamas y el humo negro a lo lejos. Siempre me cogía de la mano, muy majete, mi hermano”.

      Genovés vuelve al recuerdo de su primo Ramón. “Se acabó la guerra y estuvo dos o tres años escondido en mi casa. No podía volver a Barcelona. Fue como mi maestro. Yo tenía nueve o diez años y ya me había leído hasta cosas de Marx. Me hizo ver lo que era la sociedad, lo que era la política, lo que era la injusticia y tantas cosas. Fue mi maestro”.

      “Con la edad que tenía entonces, ahí le cambió la vida”, afirma, categórico, Eduard. “Ahí es cuando Juan entró conscientemente en lo que ha sido toda su vida. […] Cómo le viene a él esa idea de pensar en el prójimo, en la idea de las libertades, el no soportar la autoridad que le venga impuesta por cualquier clase de organización o de gobierno. Y ese rechazo viene de la profundidad con la que le hablaba mi primo Ramón”.

      “Era anarquista y, muchos años después, se llevó una gran desilusión cuando supo que yo estaba en el PC. Dejé de verle una temporada muy larga y ya muy mayor, en los años ochenta, vivía en Barcelona y teníamos muy pocas ocasiones para vernos. La última vez que lo vi me dijo: ‘Tú ves a los Beatles, pues los Beatles son anarquistas. Todo movimiento que rompa con lo establecido es anarquismo’”.

      Y concluye contándonos: “[Ramón] murió en 2003, a los ciento dos años de edad. Con motivo del entierro de Paco Candel, mi primo escritor, me trasladé a Barcelona y tuve ocasión de ver allí reunida a toda mi familia catalana, de la que llevaba tiempo alejado. Saludé a Palmira, hermana de Ramón. Ella me contó el fin de la vida de su hermano. A medida que envejecía, la obsesión por el anarquismo fue creciendo hasta llevarlo a la locura. Sus dos hijos lo acogieron sucesivamente en sus casas y, al final, no lo podían aguantar. Los acusaba de burgueses. Los insultaba a ellos y a sus hijos, torturaba a sus nietos con sus teorías. Le buscaron una residencia de ancianos y los acusaba de encarcelarlo, decía que lo habían metido en una cárcel encubierta del capitalismo para encerrar a los rebeldes como él.

      ”Finalmente, Palmira se lo llevó a su casa. Estuvo diez años con él. Una pesadilla. ‘Créete Juan’, me decía, ‘que me alegré cuando me quedé sola. Estaba alucinado con su anarquismo, me contaba cien veces al día su propia historia y se enfadaba. Me llamaba de todo: burguesa, reaccionaria, de todo, y quería arreglarme la vida; en fin, un loco insoportable, mi pobre Ramón. Tan confiado estaba con que la anarquía estaba tan próxima que no se podía morir. Miraba por la ventana a la calle y gritaba: ¡No ha llegado! ¡No ha llegado la liberación, el Estado libre y libertario, aún no, pero pronto, ya verás, el anarcosindicalismo, la libertad, están ahí, a la vuelta de la esquina…”.

      El 30 de marzo de 1939 cayó Valencia en manos del bando nacional y muy poco después cayó también Madrid. El 1 de abril un comunicado del general Franco declaraba el fin de la contienda y la victoria del bando nacional: “En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército Rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado”.

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