Juan Genovés. Mariano Navarro

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Juan Genovés - Mariano Navarro

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y las otras menos. […] Me acuerdo también del edificio que había enfrente de la Fábrica de Tabacos y me acuerdo perfectamente de las operarias, con sus largas faldas, que salían por la puerta en tropel y se quedaban quietas, con las piernas separadas, en aquel solar, orinando de pie. Bajo las faldas se notaba el chorrito señalando la tierra con un pequeño charco. Los niños las observábamos.

      –¿Qué mireu xiquets? ¡Aneusen d’aci! –nos decían.

      Eran muy descaradas y se reían a grandes voces. Se convirtió en un espectáculo habitual, ya que el colegio estaba casi enfrente de la puerta de la Tabacalera. Quizá esto no corresponda a la época del primer colegio, sino que sea algo más posterior. El recreo de aquel colegio –todos los colegios tienen un nombre que no recuerdo– tenía el piso firme, muy compacto y áspero, lo menos indicado para jugar los niños. Era un romperodillas, una pesadilla; siempre con las rodillas hechas polvo. Primero la herida, luego la costra, luego se infectaba y después caía la costra; era una pesadilla continua.

      ¿Quiénes fueron mis maestros? Me gustaría saberlo, pero no tengo medio de enterarme: mis padres no existen y ya no queda nadie vivo de aquella época, al menos que yo conozca. Recuerdo que para entrar a mi clase había que subir una pequeña escalerilla, de unos ocho o diez escalones, con barandilla de hierro de forja con dibujos, demasiado lujoso, pienso, para un colegio de pobres. Todo aquel conjunto de edificios correspondía a lo que fue la Exposición Internacional de principios del pasado siglo, incorporados con posterioridad a diferentes servicios, como la misma Tabacalera. La Exposición le pilló a mi padre de niño y siempre me contaba aquellos fastos que para mí eran maravillas, donde él vio a los reyes y no sé qué lujos extraordinarios. Para mí era el parque de bomberos, con sus cascos y mangueras, y en la puerta, siempre uno de guardia con su brillante casco metálico. Los niños pasábamos delante de él y le hacíamos preguntas y según estaba de humor nos contestaba o nos enviaba a fer la mà.

      A disgusto debía hacer aquellos interminables ejercicios con mi pizarra y mi pizarrín, un artilugio antipático que consistía en una placa de pizarra negra enmarcada con unas varillas de madera, y se escribía con un trocito también de pizarra que siempre se rompía. Se escribían los ejercicios y a menudo se borraban con saliva; aquel chisme negro que pesaba un montón para mis escasas fuerzas, encharcado de saliva y mis dedos que frotaban para borrar mis desastres caligráficos. Fer redolins, o más bien desfer redolins, que era lo que más me gustaba: borrar los odiosos ejercicios y empezar mis dibujos. Aquella sensación tan agradable de dibujar en blanco sobre el negro de la pequeña pizarra –tan odiosa cuando tenía que escribir aquellos redondeles iguales, sin fin, y los palotes todos con la misma inclinación y el miedo a equivocarme de un momento a otro y la consiguiente reprimenda de alguien abstracto de quien soy incapaz de acordarme–; la pequeña pizarra que se volvía como el universo entero cuando dibujaba sobre ella.

      Solo guardo el recuerdo casi fantasmal de este único colegio. Salir para ir a mi casa a comer y luego de este rito de mayores, irme a la calle a jugar con mis amigos y aquella salida era, ¡por fin!, la libertad. Una tarde que duraba una eternidad y unos juegos y aventuras con mis compañeros absolutamente desinhibidos. Pero tampoco tanto. El territorio estaba delimitado y en nuestras correrías no pasábamos de ciertos límites, de los cuales me acuerdo a la perfección. Había fronteras peligrosas, por ejemplo, la gran acequia de Mestalla, de aguas potentes, que corría rápida con sus terribles remolinos.

      Agua turbia, amenazadora. Otro límite eran los niños de las tribus cercanas. Entre nosotros había un pacto no escrito de no agredirnos y, aunque nos mirábamos con respeto, no dejábamos de observarnos con tremenda curiosidad. Pienso ahora que era una actitud muy civilizada. Se dice que la animalidad de agredir al extraño, tomándolo por contrario, es algo primario que llevamos en los genes. No creo que sea cierto, más bien debe de ser aprendido. Aquel pequeño núcleo de familias era muy pacífico y no recuerdo nada dramático, creo que los pequeños éramos su espejo. Todo tenía lugar en la calle. A la sombra de las acacias había humor y risas, al menos en mi recuerdo. Cuando dirijo mis ‘antenas’ a estos tiempos de antes de la guerra y digo las acacias es porque delante de cada casa había un árbol y bajo él una tertulia de sillas bajitas, sobre todo a la tarde, y la gente recorría los distintos grupos. Todo lo que se oía eran chanzas y risas, por contraste acuden a mi cabeza dos grandes acontecimientos que recuerdo con traumatismo por mi parte.

      Al fondo del patio vivía una familia que cuidaba galgos y todos los días pasaban grupos como de quince o veinte perros de esta raza, que el dueño llevaba al canódromo donde tomaban parte en las carreras. Los sujetaba con largas correas y estos animales, de una gran vitalidad, seguramente ansiosos de competir, aullaban y armaban un gran alboroto todos juntos caminando hacia su destino en busca de la liebre que no era tal; un fraude intolerable para el esfuerzo de estos nobles animales a los que yo admiraba, sobre todo, por sus formas tan elásticas y armoniosas. De pronto un día se organizó una bronca enorme. Un gato se cruzó en su camino y la escena se trasformó en algo terrible. En un segundo todo cambió, un vértigo electrizante. No solo descuartizaron al pobre gato ante mis ojos, sino que en medio del gran escándalo que hacían los perros se oían los gritos de las personas. Se desató una histeria colectiva en todo el barrio. No recuerdo la angustia que me produjo estar en el escenario de aquel drama. Pero lo más notable que quedó grabado en mi ánimo fue experimentar por primera vez lo que era el pánico, que transforma e invade todo en un segundo, un fenómeno muy distinto al miedo que se destila lentamente. Con el pánico, el ambiente se hace insoportable y todo es inesperado, lleno de ondas negativas. Supongo que alguien de mi familia me apartó de aquel horror. Mis lloros continuaron cuando vi la sangre en la calle y, aunque los mayores insistían en que no había pasado nada, las huellas eran evidentes, yo no lo había soñado. Con qué ingenuidad se cree que se puede engañar a un niño.

      La otra ocasión fue con el carro de la hierba.

      –¡Herba per als conills! –pregonaba el hombre cuando llegaba al barrio.

      Entonces al caballo percherón se le llamaba el ‘aca’. Adornado de cintas y correajes colgantes, con todo su apero de cuero tiraba de un gran carro pintado de rojo y lleno de alfalfa hasta extremos inverosímiles. Con un arte admirable de la organización, ordenaba los manojos de hierba hasta el punto de que cabían tantos que casi desaparecía el carro; solo se veían las ruedas. El hombre subido arriba del montón de hierba repartía, tirándolos por el aire, los manojos que las mujeres recogían, al mismo tiempo que se gritaban risas, puyas y bromas. Aquellas casitas adosadas del Barrio Obrero tenían cada una su corralito y allí criaban conejos para el consumo familiar. Este hombre venía cada día, como el lechero, para traer su mercancía.

      Cierto día el carro atropelló a un niño pequeño que apenas andaba, una rueda le pasó por encima. Y aunque yo no estaba presente cuando ocurrió, oí los gritos y el revuelo y la gran conmoción en el barrio y, por desgracia, pude ver, en brazos de un hombre que corría, al niño inerte, manchado de sangre y los bracitos colgando, imagen que se me quedó grabada; nada en comparación con lo que más tarde vería en la guerra, pero esa imagen pervive en mí.

      El 18 de julio de 1936 se produjo el levantamiento militar contra el legítimo Gobierno de la República y, con su fracaso en muchas ciudades españolas, el inicio de la Guerra Civil. Valencia permaneció fiel a la República. El abuelo de Juan Genovés puso una bandera republicana en la puerta de su casa, a la que acudían los vecinos a oír la radio; era la única existente en el barrio. La casa de los Genovés quedó entre dos fuegos: los sublevados en el cuartel militar y los republicanos defensores en el campo de fútbol.

      Las escenas que Juan contempló a lo largo de tres años terribles quedaron marcadas a fuego en su memoria: bombardeos, detenciones, fusilamientos, incendios, muertos y heridos en medio de la calle, etcétera. Los horrores de una contienda especialmente sangrienta, ensayo de la matanza aún más salvaje que supondría años después la Segunda Guerra Mundial.

      Juan y Eduard reanudaron la enseñanza primaria

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