Juan Genovés. Mariano Navarro

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Juan Genovés - Mariano Navarro

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en el corral de la casa”.9

      El mismo Genovés nos ha dejado un vivo apunte de lo que fue su experiencia, en esta descripción de los comedores de Auxilio Social, en los que se combatía la espantosa hambre que asolaba a la población española:

      Unas señoritas muy simpáticas, de amplia sonrisa, con la voz agradable, atiplada y serena –hablaban un castellano muy especial que no era de aquí, de mi barrio–, servían en grandes cazos la comida. A mí me parecían seres de otro mundo, maravillosas. No las podía identificar con ‘los malos’. Cuando al fin se llegaba a aquel mostrador ventana, era un placer encontrarse allí, tan bien situado. Se veía el ir y venir de los cocineros con sus calderas relucientes. Olía la comida a limpio, y ellas, las señoritas, con sus bromas, su felicidad, como blancas palomas revoloteando y repartiendo sus manjares. Llegado a esta meta, con mi lechera en la mano, quedaba paralizado y creo que con la boca abierta, prendido, sin perder detalle de aquel paraíso. Lo malo, lo angustioso, era lo que se pasaba antes de llegar allí. Aunque mi recuerdo es confuso en los detalles concretos, en forma de retazos aislados y en general, aún ahora puedo sentir con qué intensidad se vivía en aquel tumulto el sentimiento de la rabia y el odio. El enfrentamiento entre nosotros atados a aquella cola diaria, cada uno con su cacharro metálico, de diversa especie, en la mano. Entrechocando unos contra otros, apretados y empujados como enemigos. Protestando de todo y de nada. Discusiones violentas por no sé qué, cualquier cosa. […]

      Todos los líos y problemas duraban hasta que aparecían los guardias. Terminaban las voces, los gritos, se hacía un silencio absoluto; se podía cortar el silencio. Nos ordenaban, serios, con su cara malhumorada, mandaban y nos ponían de a uno. Había que retroceder, la cola se hacía larguísima hacía atrás. Era extraño, nadie comentaba nada, nadie osaba pronunciar palabra alguna. Cuando se marchaban los guardias con su fusil al hombro calle arriba, venía otra vez el lío, los gritos y los insultos, se renovaba con fuerza el odio y el tumulto. La espera se hacía interminable. Era un tiempo infinito el que teníamos que esperar allí. A mí se me hacía interminable hasta conseguir el triunfo que significaba obtener la lechera llena de comida caliente, humeante, y el saquito de tela amarilla preparado por mi madre para ese uso, abultado de cosas maravillosas para comer. Y llegar a casa y desplegarlo todo, como si se tratase de un trofeo de victoria. Pronto desaparecía. Algo quedaba y se guardaba ‘para luego’.

      No sé cómo pensaría la gente mayor que había vivido otras experiencias, pero para un niño como yo entonces, que abría los ojos a la vida, el mundo que me ofrecían ‘los malos’ no me parecía tan malo.

      ‘Ellos y nosotros’. Siempre tuve la impresión de que los humanos estábamos repartidos en dos bandos. ‘Ellos’ eran los inaccesibles, los que veía de lejos, los que mandaban y eran dueños; estos eran ‘los malos’. ‘Nosotros’, ‘los buenos’, llenos de líos y problemas, de no tener casi nada; mis amigos y también las risas y las discusiones y las alpargatas y los remiendos éramos ‘los buenos’. Me había tocado la peor parte. De mi bando quedaba lo peor. La suciedad, el desorden, el inconformismo, los lloros, los colores grises, los ocres sucios, la pobreza y tantos tormentos que adivinaba por venir.

      Lo bonito, lo armonioso, lo limpio, las buenas maneras, la distinción, la abundancia y el lujo, los colores pastel, la ropa elegante y tantas, tantísimas cosas más, eran de ellos, quizá para siempre.

      Notaba la injusticia, pero no podía comprender entonces la resignación de los perdedores. El ambiente que percibía en mi gente era de agachar la cabeza resignada. Aquello me extrañaba y me confundía tanto…, todo era derrota. Mi extrañeza venía de no comprender entonces, con toda su dimensión exacta, lo que significaban el desastre y la desolación de una guerra de tres años que se acababa de perder.

      No podía ni imaginar entonces la humillación que significaba para la gente adulta, tragar a la fuerza, forzados por el hambre, aquellos alimentos regalados por el enemigo vencedor.

      Durante los durísimos primeros años de la posguerra, los Genovés atravesaron, como otros muchos españoles, días terribles de escasez, miseria y miedo a las represalias de los inclementes vencedores. Una situación económica del país agravada por el hecho de que el 1 de septiembre de 1939 las tropas alemanas invadiesen Polonia y diera comienzo la Segunda Guerra Mundial, lo que redujo aún más las relaciones comerciales internacionales de España. Vieron cómo las calles cambiaban sus nombres; así, por ejemplo, la avenida 4 de Abril pasó a llamarse avenida José Antonio, y la plaza Castelar, plaza del Caudillo. En 1940 se prohibieron las celebraciones del Carnaval y de la Nochevieja. Al año siguiente, pese a las penurias de la población, la Virgen de los Desamparados, mutilada durante la contienda, recibía el regalo, costeado por los valencianos, de una nueva corona de oro y pedrería, según informaba el diario Las Provincias, en la que se habían utilizado más de dos kilos de oro y 2.670 piedras de 250 quilates.

      “No he tenido estudios, no hice el bachillerato”, explica Genovés. “De la escuela, a los doce años, me fui a preparar Bellas Artes; hacían un examen de ingreso que equivalía a tres años de bachiller. Me preparé con don Santiago, mi maestro de siempre, y entré en la Escuela sin bachiller. En mi barrio no lo hacía ninguno, éramos muy, muy pobres, vivíamos al lado de la estación, casi todos hijos de ferroviarios; pasábamos mucha hambre. Recuerdo a mi madre llorar, y decirle yo: ‘tengo hambre’, y ella se echaba a llorar porque no tenía nada que ofrecerme. Hoy toca no comer, y no comíamos”.

      Entre las poquísimas alegrías que quizá tuvo el niño Genovés, al que por su menudo tamaño sus profesores y amigos denominaban “el Xiquet”, estuvo el que el Valencia Club de Fútbol ganase por primera vez el Campeonato Nacional de Liga la temporada 1940-1941, galardón que recibiría igualmente en 1944, en fechas próximas al Desembarco de Normandía, que marcó el principio del fin de la guerra.

      Mayor importancia tuvo para su vida y su posterior carrera la relación con su primo Francisco Candel Tortajada, nacido en 1925, más conocido como Paco Candel, quien llegaría a ser un renombrado escritor y parlamentario en democracia. Candel recordaba en un artículo:

      “Paco era como mi hermano más que mi primo”, nos dice Genovés. “Era familia por parte de madre, él venía más a Valencia de lo que yo iba a Barcelona. Desde los catorce años él quería ser pintor. Su literatura era muy de verdad, no creo que fuera un genio, pero era muy bueno y muy efectivo. Nosaltres els catalans fue un libro del que se habló mucho y bien. Admiraba al president Pujol. Si hubiera vivido y viese en lo que han caído él y su familia por acusaciones de corrupción… ¡Madre mía!”.

      1 Declaraciones de Eduard Genovés en el documental Juan y la guerra, realizado con material no incluido en el programa Imprescindibles - Juan Genovés: 100 x 120 encendido, de TVE, emitido el 31 de octubre de 2014. Dirección: Ana Morente. Guion: Cristina Delgado y Miguel Berbén.

      

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