Juan Genovés. Mariano Navarro

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dirigido a la formación de profesionales capaces de acometer la reconstrucción del patrimonio artístico destruido durante la guerra. Obviamente este sistema era incompatible con la modernidad. Por otra parte, la vanguardia artística republicana se consideraba altamente sospechosa.

      El propio Sempere evocaba la figura del malhadado profesor Tuset, al que también sufrió. Sobre el hartazgo sorollesco apuntaba:

      El año 1949 fue crucial en el desarrollo artístico de Genovés, tanto en lo personal como en lo colectivo. En el segundo aspecto, porque es el año en que, junto a algunos de los alumnos más inquietos de la Escuela, fundó el grupo de Los Siete, su primera incursión en un modo organizativo que dejó huella en toda su trayectoria posterior, y que, al principio, fue sobre todo un centro de debate y discusión. Alquilaron entre todos un cochambroso “estudio” en la calle Quart, al que, por su forma, denominaron el Tranvía. En el aspecto personal, porque es el año en que vende su primer lienzo, Paisaje de Santo Domingo, que adquiere José Carles, un modesto empleado de banca con vocación frustrada de pintor que, en la medida de sus posibilidades, ayudó siempre a Genovés: “Era un hombre muy culto, amante de la pintura y con alma de mecenas, pero sin posibles. Un día me invitaron a comer a su casa él y su mujer, Elena, muy simpática conmigo también. En la sobremesa comentamos algo sobre los dibujos a línea de Picasso, del que José era un gran admirador. ‘Igual tú le haces un dibujo de esos a mi hijo Guzmán, de esos sin levantar casi el lápiz del papel’. Me lanzó el reto y yo lo acepté, sin el casi. ‘¿Tienes material aquí?’, le dije. ‘Sí, soy capaz de dibujar a tu hijo Guzmán sin levantar el lápiz del papel’. Su niño tenía entonces unos cuatro añitos. Cogió una pelota y se me plantó delante, quieto el tío, plantado y posando. Vi el dibujo ya hecho. La verdad es que me quedó muy bien. Aquello me consagró para aquella familia, que siempre me consideró algo raro, un genio. A partir de entonces, cada año me enviaba un décimo de lotería. ‘Tú lo único que necesitas es dinero. Si yo lo tuviera…’, me decía. Durante toda su vida recibí el regalo, nunca tocó nada, pero José cumplió”. Fue también José Carles quien le regaló el libro de Maurice Denis Nuevas teorías sobre el arte moderno y sobre el arte sagrado (1922), que fue su libro de cabecera en esos años y el origen de su continuado interés posterior por los escritos de artistas.

      No se conserva en el archivo rastro alguno de Paisaje de Santo Domingo, pero sí de otro cuadro del mismo año, propiedad del artista, titulado curiosamente Alamedetes, en el que destacan lo recio de la composición, presidida por la diagonal que trazan los árboles que le dan nombre, y lo parco, a la que vez que natural, de su escala de colores. De ese mismo año, más singular, y hoy en manos de su hermano Eduard, es Regalo a mi madre, una reinterpretación de imágenes de los primitivos italianos de la escena de La Presentación en el Templo, de brillantes arquitecturas. Genovés nunca ha ocultado esa preferencia por los primitivos ni tampoco su renuencia ante el barroco y sus artificios:

      “Tuve una época al acabar la Escuela, harto de Sorolla y de la estética que veía en España, que me fui a Giotto, al Medioevo y, coincidiendo con la pintura valenciana de los siglos xiii y xiv, a las pequeñas figuraciones de los altares, las predelas, que son historias. No conservo nada de eso, lo vendí a algún americano que compraba a artistas de medio pelo, compraba obra por montones, le vendí todo eso. Era una pintura un poco religiosa, aunque yo no lo era, estaba muy influenciado por Giotto y esos… Pintaba al huevo, no tenía dinero para pintar con óleo, compraba dos huevos y los miraba, y, en vez de comérmelos, pese al hambre, quería hacer una tortilla… Los pigmentos eran muy malos, no sé qué habrá pasado con ellos. Me gustaría verlos, no tengo fotos, no tenía ni dinero para fotos. Hice una multitud enorme, el Domingo de Ramos, con Cristo en un burro… Es una época mía desconocida. Me sirvió para distanciarme del arte del día, de entonces.

      ”Me gustaba la pintura de la que el Museo San Pío V [el actual Museu de Belles Arts de València] posee en abundancia, la pintura prerrenacentista, y me volvió loco la pintura románica cuando a los diecisiete años visité el Museo de Barcelona [el actual MNAC, Museu Nacional d’Art de Catalunya]. ‘Cuanto más antiguo, más moderno’ era mi lema, lo que se tomaban a chunga mis compañeros, pero era verdad. Todo el barroco lo veía trucado, tramposo, complicado, obscuro y falso, incluido Velázquez. Cuando entré por primera vez al Museo del Prado, me fui corriendo a ver a Fra Angélico, su Anunciación, luminosa. No me gustaron Velázquez ni Rubens, casi nadie. No estaba yo para obscuridades sucias. Unos años después opinaba que había que quemar los museos. Soy consciente de haber perdido mi mirada amplia, luminosa, optimista, la que tienen los niños que no conocen la sombra; la perdí cuando empecé a preocuparme por la sombra. Tan intensamente que los compañeros de estudio empezaron a llamarme ‘sombra’ de sobrenombre. Fue entonces cuando caí en la cárcel de la cultura, entre cuyos barrotes me encuentro. Cuánto daría por poder ver como aquellos ‘salvajes’ de la jungla que, por lo visto, al enseñarles una fotografía, dijeron: ‘Sí, son personas, pero ¿qué son esas manchas negras que tienen en las caras?’”.

      Pude obtener una beca de la universidad, dotada con 3.000 pesetas para hacer una estancia lo más larga posible en París. En noviembre de 1948 salí hacia la capital francesa, mi máxima aspiración. Por fin iba a conocer y a ‘tocar’ la pintura en la aventura que había empezado con el Impresionismo.

      El shock fue brutal; confuso el intento de análisis e inmenso el gozo de sentirme vivo en aquel ambiente de museos y galerías.

      George Braque, mi admirado pintor, vivía muy cerca de la ciudad universitaria, junto al parque de Montsouris. Una mañana le encontré, con un cesto, comprando verduras en una pequeña tienda de comestibles. Más tarde tuve la alegría de poder visitarle dos veces en su estudio.

      En una galería que desapareció pronto […] se colgó una exposición antológica de W. Kandinsky. Quedé deslumbrado. Para mí suponía la etapa lógica de la pintura llevada a sus últimas consecuencias. Era un camino que yo debiera continuar recorriendo. Aún ignoraba la obra de Mondrian.

      En verano regresé a Valencia con una carpeta de mis pinturas sobre papel; pequeñas y sencillas, de formas geometrizantes contorneadas de negro. El dueño de la Galería Mateu, don José, se arriesgó a enseñarlos en su galería. Hubo discusiones y el resultado del balance fue negativo. Dos años después las destruí totalmente. Sus títulos eran Tiempo Materia y Espacio, Abstracción en cuatro colores, Límite, Universo, etcétera.

      Por su parte, Genovés explica: “Siempre he tenido cierta

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