Storytelling. Dr. Camilo Cruz
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Es posible creer que la mejor manera de ilustrar un concepto es exponiendo el principio, la norma o la enseñanza que deseamos compartir, y permitir que el oyente interprete la idea presentada, saque sus propias conclusiones y decida cómo aplicarlas. Sin embargo, este proceso no siempre ocurre con tal facilidad.Con frecuencia, hay quienes escuchan un concepto, lo entienden y hasta aprecian la sabiduría que encierra, pero continúan teniendo grandes dificultades en aplicarlo en su vida diaria. Es ahí cuando una historia contribuye a facilitar este proceso, ya que ilustra un caso concreto, una circunstancia específica en la cual el concepto en cuestión sea aplicable. Esta técnica resulta aún más importante cuando el principio que buscamos ilustrar es muy subjetivo y se presta para caer en la trampa del autoengaño.¿Sí ves? El asegurar que el temor fue la causa por la cual alguien fracasó en su intento por lograr una meta es una apreciación muy subjetiva. Aunque nosotros así lo creamos, y exista evidencia que lo demuestre, es posible que la persona que perseguía dicho objetivo considere o asegure que fueron otras las razones: un acontecimiento adverso que debió enfrentar, su falta de preparación, un imprevisto o a alguna otra circunstancia fuera de su control.Esta es una reacción muy natural. En lugar de aceptar la responsabilidad por nuestra falla, racionalizamos los miedos, dudas o inseguridades que nos harían parecer débiles y los disfrazamos con otros rótulos menos dolorosos: precaución, prudencia, cautela. En estos casos, una leyenda como la de los dos lobos nos obliga a enfrentarnos a nuestros propios temores y a ser totalmente honestos con nosotros mismos.Pero esta historia va mucho más allá. No solo nos confronta con los miedos y las inseguridades que pudieron ser la causa de nuestras caídas, sino que además nos invita a descubrir los orígenes de estos temores y dudas: ¿son reales? ¿Dónde se originaron? ¿Quién los puso en nuestra mente? ¿De qué manera nos están limitando y haciendo daño?Los dos lobos aclara todos estos interrogantes sin necesidad de explicaciones filosóficas, ni planteamientos sicológicos confusos. Las palabras sencillas de Napayshni nos dan la respuesta.La actitud y la manera como enfrentamos los retos y las situaciones difíciles que la vida nos presenta están influenciadas por este conflicto que se libra en nuestro interior entre dos impulsos primarios —uno que busca fortalecernos y otro que tiende a debilitarnos—. Y en esta batalla entre estas dos fuerzas representadas por los dos lobos suele salir victoriosa la que nosotros nos hayamos encargado de alimentar más.¿Cómo la alimentamos? Con las creencias, las opiniones —propias y ajenas—, los temores y demás ideas que permitimos que entren y encuentren cabida en nuestra mente. Cada uno de estos pensamientos es un bocado que alimenta a uno de nuestros dos lobos.Otro aspecto que vale la pena destacar es que, por lo general, el mensaje de una historia se presta a múltiples interpretaciones. Algo que, lejos de debilitarla, nos permite descubrir diversos puntos igualmente importantes. ¿A qué me refiero?Sería fácil concluir que una mejor solución para el dilema de los dos lobos es eliminar al lobo del mal. Es más, con frecuencia la gente me pregunta qué hacer para erradicar de su vida los miedos que parecen asediarlos constantemente. Muchos han llegado a convencerse de que el temor es su peor enemigo; que esa voz interior que parece siempre estar previniéndolos, advirtiéndoles que actúen con extrema cautela y atemorizándolos con la posibilidad de fracasar es la que no les ha permitido salir adelante en la vida. Así que quieren saber cómo eliminarla —cómo matar al lobo del mal— de una vez por todas para que no les siga haciendo daño.Pero lo cierto es que el miedo no es realmente el enemigo. Es más, el temor es una emoción necesaria en la vida. Imagínate si no les tuviésemos miedo a las fieras, ni a caminar demasiado cerca de un precipicio, ni a cualquier otra circunstancia que represente un riesgo para nosotros. Con seguridad, actuaríamos con mayor imprudencia y nos pondríamos más a menudo en situaciones de peligro. ¿Ves? Hay instantes en que el miedo actúa como un mecanismo de defensa que garantiza nuestra propia supervivencia.Lo mismo ocurriría si no tuviésemos temor a perder un examen en la escuela o a ser rechazados en una entrevista de trabajo. Si así fuera, lo más seguro es que no nos preocuparía demasiado estudiar lo suficiente, ni estar bien preparados y causar una buena impresión en la entrevista.Entonces, el objetivo no es deshacernos del lobo del mal. No se trata de eliminar el miedo de nuestra vida porque, como ves, este juega un papel necesario. De lo que se trata, y esto es lo que ilustra la leyenda de los dos lobos, es de asegurarnos de nutrir al lobo del bien. ¿Cómo? Enfocándonos más en nuestras fortalezas que en nuestras debilidades; alimentando nuestra mente con imágenes en las que nos proyectemos triunfando y no fracasados y vencidos; cuidando que las ideas, lecturas e información que llegan a nuestra mente a través de los sentidos nos estén ayudando a fortalecer nuestro carácter y descubrir nuestro verdadero potencial, y no que estén plantando falsas creencias que debilitan nuestra personalidad y socavan nuestra autoestima.Muy pocas historias ilustran con tanta claridad el papel que nosotros mismos jugamos en este proceso. Es evidente que cada uno de nosotros elige la información, los pensamientos y las ideas que deposita en su mente. Por lo tanto, la próxima vez que utilices la expresión “alimentar tu mente”, ten presente que de lo que se trata es de alimentar al lobo que va a fortalecerte o al lobo que te va a debilitar.El esclavo sin cadenasEsta es la historia de un hombre joven que formaba parte de una cuadrilla de esclavos condenada a trabajar en una de las minas de oro más grandes de la Nueva Granada —un territorio que por aquel entonces aún pertenecía a la Corona Española—. Era una época en la cual la esclavitud y la explotación del oro iban de la mano a tal punto que los hacendados que poseían minas en sus tierras ostentaban el título de “Señor de minas y de cuadrilla de esclavos”.En una hacienda de esta región, se hallaba uno de los depósitos de oro más ricos de toda la provincia. Su dueño poseía un gran número de esclavos que solía iniciar su faena en las minas con la salida del sol y en ocasiones no paraba hasta mucho después de caída la tarde. Eran jornadas largas y penosas bajo la vigilancia de un capataz que no tenía ninguna consideración para con este puñado de individuos. Les exigía un esfuerzo descomunal para cualquier ser humano, y no toleraba ningún tipo de indisciplina, ni admitía nada que no fuera su total sumisión. Era frecuente que muchos de ellos enfermaran y hasta murieran como resultado del trato inhumano al que eran sometidos.Los hombres hablaban poco entre sí. Su espíritu, visiblemente quebrantado, les había enseñado a no esperar mucho de la vida así que se limitaban a sobrellevar cada día evitando en lo posible los horribles castigos que les propinaba el mayoral cuando cometían un error o cuando alguien se desplomaba, víctima del cansancio y la fatiga.Un día, llegó a la mina un joven esclavo en quien se advertía algo excepcional. Exhibía una actitud firme y decidida; compartía con sus compañeros de penuria historias sobre lo que quería hacer con su vida y los alentaba a aferrarse a sus ilusiones y anhelos con todas sus fuerzas para evitar que el cruel capataz los despojara de sus ideales y sueños de libertad.Una de las primeras cosas que el joven hizo al llegar fue limpiar un pequeño terreno aledaño a la caleta donde dormía el grupo y sembrar allí algunos vegetales. Y cada noche, antes de irse a descansar, atendía sin falta las necesidades de su improvisada huerta sin importar lo duro que hubiese sido el trabajo ese día.Para el mayoral, esto era una clara muestra de rebeldía e indisciplina, una influencia negativa sobre el resto de la cuadrilla. En castigo a su osadía, para él estaban reservadas las peores tareas, las más severas e inhumanas. Las golpizas y castigos eran frecuentes y el encargado siempre se las arreglaba para que su faena se prolongara hasta mucho después de que el resto del grupo se hubiese retirado a descansar.Al final de la jornada era tal el cansancio de aquellos hombres, que apenas si tenían fuerzas para consumir su ración de comida y caer doblegados por la fatiga. Debían aprovechar las pocas horas de reposo que tenían para soportar la faena del siguiente día. Aun así, y sin importar su cansancio, ni su precario estado, ni qué tan tarde fuera, día tras día, el joven esclavo buscaba siempre el tiempo para atender su huerta.Sus compañeros no entendían la razón del empeño con que él cuidaba aquel jardín. Se burlaban de tal necedad y no lo miraban con buenos ojos temiendo que, por su culpa, el capataz la emprendiera contra todos. No comprendían el propósito de tan frívola tarea ya que el pequeño sembradío no producía mayor cosa. Incluso algunos lo veían como una señal de arrogancia. Suponían que su único fin era dejarles ver que él era distinto a todos.Una noche, luego de trabajar más de doce horas seguidas en la mina, llegó el joven a la barraca con su cuerpo cubierto de lodo de pies a cabeza. Las llagas en sus manos exponían las carnes rojas y pulsantes. El agotamiento era tal que dos de sus compañeros debieron ayudarlo a llegar hasta el catre en el que dormía. Su estado era