Toma de Decisiones. Gonzalo Galdos
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Son muy fuertes y arraigados porque son tácitos, implícitos, debido a que están establecidos y operan más allá del fondo de nuestra conciencia. Han crecido al abrigo de nuestras experiencias y, usándolos como referencias, nos ayudan a navegar en nuestra vida diaria haciendo las veces de un mapa.
Un buen mapa nos dará mucha información, pero no nos asegurará llegar al destino deseado; eso dependerá de la habilidad para reaccionar en la realidad de los negocios, para adaptarse y sortear obstáculos que no figuran en él. Una confianza ciega en el mapa puede determinar el naufragio de la empresa o del proyecto si no se usan otros instrumentos de navegación complementarios, como el sonar y el radar.
Como en otras culturas, los peruanos tenemos también modelos mentales muy arraigados. Mapas detallados sobre, por ejemplo, las bondades de ser «un país único en turismo». Sin embargo, ser «único» puede ser un grave riesgo si solo nos enfocamos en Machu Picchu, pues tiene, como todos sabemos, una capacidad de acceso y carga limitada. Tampoco podemos esgrimir el modelo mental «somos una potencia pesquera mundial», cuando potencia significa flota pesquera industrial sobredimensionada y una biomasa en precario equilibrio; o el muy vigente «el Perú tiene una ubicación geográfica privilegiada», cuando algunos puertos del Atlántico seguirán siendo más competitivos económicamente, a pesar de las carreteras transoceánicas.
Los modelos mentales, como los mapas, deben ser corroborados o replanteados en la práctica, en el terreno. Para que ello suceda, lo primero es tomar conciencia de los mismos, saber que existen y que influyen en nuestro comportamiento. Esta tarea debe ser dirigida por los líderes empresariales, dando un ejemplo de apertura.
Por otro lado, es importante lo que señala el mismo Senge: que los cambios de supuestos o modelos compartidos solo se pueden dar mediante la experiencia, no por consigna.
Cuando las empresas encargan estudios de consultoría para detectar los modelos mentales más arraigados en las dimensiones empresa, mercado y competencia, los más frecuentes son los siguientes: «somos una empresa líder», «los clientes se enfocan en el precio» y «la competencia tiene productos o servicios de menor calidad». Estos supuestos, a pequeña escala, son una repetición de trampas creadas por nuestra propia percepción que nos vuelven impermeables y rígidos con nuestras propias debilidades, y provocan una sensación de estabilidad forzada originada por una necesidad de certeza que puede terminar siendo la ceguera absoluta.
Después de todo, no podemos tapar el sol con un dedo, pero solo necesitamos dos dedos para taparnos los ojos. Quizá, por ello, el sentido del humor es una buena receta para atacar modelos establecidos, porque cuestiona nuestros supuestos y ese cuestionamiento es muy sano y relevante; tan relevante como el del explorador que, ante la cercanía de un león, rápidamente se ponía las zapatillas que llevaba en la mochila, mientras su paralizado compañero le decía: «¿Tú crees que vas a correr más rápido que el león?», a lo que responde el primero: «No, he descubierto que solo tengo que correr más rápido que tú».
Recuerda, no creas rígidamente en tus modelos mentales ni en los de tu empresa; no vaya a ser que —como un mapa desactualizado— te jueguen una mala pasada.
La manía de postergar lo estructural
Después de escuchar los debates políticos durante las elecciones, no resulta sorprendente comprobar que uno de los pocos temas de consenso es la urgente necesidad de ejecutar una profunda reforma educativa, de cuyos beneficios potenciales para el país somos conscientes una considerable mayoría de ciudadanos. Tan convencidos estamos de su urgencia, que siempre estamos seguros de que el próximo gobierno dará a dicha reforma un carácter prioritario. Sin ánimo de reducir el optimismo, es importante recordar que la misma o mayor expectativa nos acompañó en las últimas cinco elecciones. Los ofrecimientos políticos de realizarla fueron similares o más intensos que los de esta contienda. Se sucedieron ministros competentes y conocedores del sector, e inclusive ejecutivos exitosos con una enorme convicción en la necesidad de una reforma. Y ¿qué pasó? Pues lo mismo que probablemente ocurrirá con el próximo gobierno: medidas tibias, arreglos cosméticos, acuerdos timoratos con el Sutep3, más colegios y la misma deprimente y degenerativa calidad educativa que condena al fracaso a millones de niños y jóvenes.
Seguramente me preguntará el lector por qué soy tan pesimista. La respuesta —que ahora comparto— es producto de haber investigado el sector durante mucho tiempo4. Una reforma demanda, entre otras, una transformación del currículo, un sistema de desarrollo de competencias, recursos y materiales vigentes y, desde luego, la formación, selección y capacitación de profesores idóneos y bien pagados. ¿Cuánto costaría todo esto y cómo se financiaría? En realidad, el presupuesto se puede financiar, pero la barrera infranqueable está limitada por la pregunta: ¿Cuánto tendría que esperar el gobierno que haga la reforma para ver resultados tangibles? Los especialistas dicen que como mínimo entre diez y 15 años. Es decir, un gobierno correría con todo el costo y otro gobierno posterior sería el que disfrutaría políticamente de los beneficios. ¿Entendemos ahora el dilema que impulsa a todos los gobiernos a tomar solo acciones superficiales y a renunciar conscientemente a lo estructural?
En el ámbito empresarial, los ejemplos del mismo dilema son abundantes. Por ejemplo, ¿por qué un gerente y su fuerza de ventas optarían por darle mayor énfasis a la venta de productos más técnicos y complejos, que recién su empresa está introduciendo, si tiene otros productos estrella que se venden como pan caliente? Se supone que para mejorar el margen, el portafolio, el posicionamiento. Razones estructurales, pero, como en el caso de la reforma, lo que importa es el beneficio a corto plazo, la comisión que reciben y la facilidad para obtenerla.
Veamos otro caso. Una industria que acaba de instalar una nueva máquina de producción importada y que tiene el dilema de solicitar el apoyo de un técnico extranjero para repararla si se malogra, o enviar a sus técnicos a capacitarse para ello, asumiendo la inversión, el tiempo y dinero. El gerente se pregunta: «Si la máquina es nueva y tiene garantía, ¿qué probabilidad tiene de malograrse a corto plazo?».
Un último ejemplo sería el de un pequeño restaurante saturado de clientes y el consecuente dilema del dueño entre invertir más dinero para ampliar el local o poner más sillas y usar mesas más pequeñas.
Todos estos ejemplos tienen un factor en común: el sistema presiona a los responsables por una solución rápida que atenúe los síntomas del problema. A pesar de saber que no es la solución más adecuada, optan por el camino más fácil y en el que se encontrará la menor resistencia. Hasta ahí puede ser legítima la decisión, porque el sistema privilegia el corto plazo, pero el problema es que todas estas decisiones traen efectos colaterales. En el ejemplo de la reforma educativa, el ministerio se consolida alrededor de los que defienden el statu quo, la brecha en calidad educativa aumenta, y los profesores e indicadores empeoran cada año. En el caso de las ventas, la empresa es cada día más dependiente de sus productos clásicos, y el industrial y el empresario de restaurante dependerán cada vez más de la paciencia de sus clientes.
Este arquetipo o patrón de comportamiento es universal, solo que en países como el nuestro se exacerba. Lo estructural está destinado para los idealistas y los desprendidos. ¿Qué hacer?
1. Para empezar, ser conscientes de que la solución adecuada es lo estructural, que cuesta y toma tiempo.
2. Usar la alternativa rápida