Toma de Decisiones. Gonzalo Galdos
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4. No esperar demasiado. La lavada puede costar más que la camisa.
5. Presionar agresivamente a los responsables, para que opten por una solución estructural.
6. No dejar bombas de tiempo a nuestros sucesores.
La escalera de la inferencia
Imagina por un momento que eres parte de un pequeño grupo nómade en los albores de la humanidad, hace 40 000 años, y que, de pronto, cerca de un abrevadero y estando solo, te topas con un extraño a corta distancia. Por un instante, quedas paralizado ante la magnitud de la inmediata decisión que debes tomar y de la cual depende posiblemente tu vida. Es posible que tengas solo tres alternativas: huir, atacar o intentar un contacto amistoso. Hasta ahí el dilema no parece intrincado. El desafío importante, debido al tremendo riesgo que se asume, está asociado a qué tan rápido podrás decidir correctamente entre las alternativas (y cuando decimos rápido, estamos hablando de fracciones de segundo).
Comparada esa decisión con las complejas decisiones del mundo empresarial, parece no ser tan difícil. Un gerente moderno podría alegar que la velocidad de esa decisión se facilita, porque la información procesada es poca. Veamos, amigo lector, si ese supuesto es correcto.
Para empezar, hay que evaluar datos sobre el extraño como talla, peso y contextura, y compararlos con los propios. De igual forma, se tiene que evaluar su lenguaje corporal y atuendo para interpretar niveles de hostilidad y desarrollo. Además, observar si tiene armas, si está solo y, por si fuera poco, cómo atacarlo si así lo decidiéramos o la posible ruta de escape. Recuerda que este análisis, y la consecuente decisión, requieren ser ejecutados en forma casi instantánea, y con el único apoyo de un incremento dramático en el nivel de adrenalina para activar al máximo nuestro organismo y prepararlo para responder con un uso intenso de los sentidos y de la energía.
Este proceso repentino es posible gracias a la escalera de la inferencia, simbólica denominación del proceso que nos lleva desde los datos extraídos de la realidad, que se encuentran en el primer peldaño, a las acciones concretas situadas en el último peldaño, pasando por las interpretaciones, los juicios de valor u opiniones y las conclusiones y decisiones. Los parantes de soporte y la conexión entre los peldaños no son otra cosa que nuestros modelos mentales —filtros biológicos, culturales y personales—, que activan relampagueantes subidas por la escalera. Por ejemplo, en el caso de nuestro ancestral protagonista, la escalera sería: atuendo extraño – enemigo – más fuerte – posible muerte en pelea – rápida huida. No olvidemos que decenas de miles de años de evolución han diseñado nuestra escalera sobre la base de una mezcla casi instantánea de intuición y razón.
Regresemos ahora con nuestro amigo, el gerente moderno, y hagamos la siguiente pregunta: ¿Podrá él subordinar su intuición al imperio de la razón, cuando requiera acciones rápidas e importantes en los negocios? La tesis que sostienen investigadores como Humberto Maturana es que no pueden lograrlo y que modelos mentales heredados de generación en generación, junto con la intuición, siguen controlando su escalera. Por lo tanto, muchas conclusiones, decisiones y acciones carecen de la objetividad necesaria y son de dudosa calidad.
Dos escaleras típicas en este contexto serían: datos del mercado potencial – oportunidad – buen proyecto – invertir. Sin embargo, otro gerente más cauto inferiría: mercado del competidor – riesgo – mal proyecto – no invertir. La tremenda diferencia en la decisión es consecuencia de ver el mismo estudio de mercado, pero enfocarse en datos distintos, a la usanza del vaso medio lleno o medio vacío. Algunos de esos sesgos intuitivos pueden ser extremadamente dañinos. Como lo han estudiado algunos especialistas, el ejemplo del sesgo utilizado para decidir huir o descartar el proyecto se llama efecto primacía, en el que la primera impresión sobre el extraño o el proyecto es la que cuenta y, por consiguiente, ya no se presta atención al resto de la información o a los detalles.
Recuerda cuán importante ha sido la primera impresión con las personas con las que te relacionas socialmente o trabajas. Como en el caso de una persona que acabas de conocer y sobre la que piensas: «Es educada, inteligente y amable, pero hay algo en ella que no encaja», efectivamente ese algo que no encaja es que su análisis racional aprueba a la persona, pero su intuición previamente ya la hizo subir por la escalera de inferencia — usando toda la herencia de la especie— para concluir con: «No te engañes, es una enemiga; cuídate de ella». Por eso, en una negociación, este sesgo genera una percepción de incompatibilidad de intereses entre las partes, y los acuerdos, por consecuencia, suelen ser tímidos, mediocres o superficiales. Se descarta el pleno potencial y no se logran sinergias importantes porque no se ponen de acuerdo en temas menores, como el nombre de la empresa conjunta o quién presidirá el directorio. También, se descartan o realizan negocios por corazonadas —porque la intuición ha jugado un rol importante en nuestra supervivencia como especie—, pero un buen tomador de decisiones no es totalmente intuitivo o totalmente racional: usa su intuición como una fuente de conocimiento y experiencia, pero también se alimenta de la fuerza de la razón.
En una investigación realizada en el Perú, se determinó que un 23% de los gerentes senior le asigna a los datos poca o mediana importancia, cuando toman decisiones estratégicas en su organización5. Recuerda, subir por la escalera de inferencia, sacar conclusiones rápidas y fáciles es parte de nuestra naturaleza, pero también es profesionalmente responsable bajar cada peldaño para verificar que los datos extraídos de la realidad sean adecuados y correctos, entender que cada persona elige datos diferentes y que, por lo tanto, su escalera será distinta. Por ello, dialogar sobre los datos es una buena forma de mejorar la decisión. De lo contrario, seremos como aquellos artesanos que, disponiendo de un martillo como única herramienta, inevitablemente empezarán a pensar que todo se parece a un clavo.
La columna izquierda
Resulta fascinante la devoción que tenemos por las relaciones sociales. El caso de los limeños está exacerbado por una herencia social muy ligada a la época del Virreinato, cuando el éxito estaba estrechamente asociado a la capacidad de las personas de relacionarse provechosamente con personalidades, autoridades o poderosos. La estructura política del momento alentaba ese tipo de conducta, puesto que, como capital, era el principal eje de tráfico entre Hispanoamérica y España. En ese contexto, la búsqueda de un espacio en la cadena de intermediación solo se podía lograr con una aceptación mayoritaria de sus integrantes. Para ello, el comportamiento cortesano y diplomático apropiado era indispensable, y el mayor éxito solía acompañar a todos aquellos que hacían de las relaciones un arte consumado.
Hoy, persisten algunos rasgos de la época colonial. Muchas personas devotamente se aferran a las formas, como último reducto distintivo que defiende su menguado poder. Será por ello que, cuando uno vive en Lima, debe tener mucho cuidado con lo que dice.
Seguro recuerdas vívidamente la última conversación difícil que sostuviste con un jefe, un colega, un subordinado o con un familiar o amigo. El elemento común de estas conversaciones insatisfactorias —especialmente con personas que uno acaba de conocer o con alguien que no es santo de su devoción— es que es muy difícil expresar los pensamientos y sentimientos verdaderos. Preferimos convertirnos en fieles servidores de un culto en el que se dice lo «correcto» y no necesariamente lo que realmente pensamos o sentimos.
Imagínate un escenario en el que le dices a las personas todo lo que piensas de ellas y todo lo que sientes, sin acudir a la anestesia. ¿Cuáles crees que serían las consecuencias de tan inmisericorde sinceridad? Conocedores de las mismas, acudimos solícitos al formato de la comunicación virreinal. ¿Has pensado en las consecuencias de no haberse